Pablo Sainz Villegas, el guitarrista logroñés para el que compone John Williams
Ha subido al escenario de la Filarmónica de Berlín, tocado con la élite de la música clásica y estrenado obras del gran compositor estadounidense, un privilegio de muy pocos. Y aun así, este concertista siente que tiene aún mucho por hacer.
Pablo Sainz Villegas (Logroño, 47 años) sonríe con esa discreción de los traviesos antes de revelar un secreto: “Creo que esto no se lo he contado nunca a mis padres ni a mi hermana… Hasta hoy”, dice. Tenía seis años. “El día que entró por primera vez en mi casa una guitarra, para un niño un artilugio bastante extraño, me puse a toquetear las clavijas que tensan las cuerdas y rompí dos”. Nadie lo vio, ni se enteró hasta la mañana siguiente. “Cuando la cog...
Pablo Sainz Villegas (Logroño, 47 años) sonríe con esa discreción de los traviesos antes de revelar un secreto: “Creo que esto no se lo he contado nunca a mis padres ni a mi hermana… Hasta hoy”, dice. Tenía seis años. “El día que entró por primera vez en mi casa una guitarra, para un niño un artilugio bastante extraño, me puse a toquetear las clavijas que tensan las cuerdas y rompí dos”. Nadie lo vio, ni se enteró hasta la mañana siguiente. “Cuando la cogieron se dieron cuenta de lo que había pasado. Pues eso, que el niño se las cargó”.
Maite y Pablo, sus padres, maestros los dos, habían decidido que él y su hermana Leticia tomaran clases con un profesor de la ciudad en la que creció. “Julián Aliende. Aún viene a verme a los conciertos. Me enseñó el amor a la música como algo orgánico y cotidiano”, recuerda el que es el guitarrista clásico más aclamado en el mundo.
Enseguida se dio cuenta de que algo marcaba la diferencia entre él y los otros alumnos: “Observé que hacía las cosas con alegría”, recuerda hoy aquel maestro, con 70 años. Aliende también se encargó de organizar su primera actuación de cara al público. Otro día fundamental en la vida del pequeño Pablo, que tenía siete años. “Luego me confesó que aquello le removía”, añade el profesor.
Ayudaron las lecciones y la práctica, pero también la disciplina que su padre, profesor de Matemáticas, impuso en casa, dice Pablo Sainz Villegas. “Nos obligaba a repasar media hora el solfeo nada más levantarnos. De 8.00 a 8.30. Eso nos marcó. Después desayunábamos galletas, leche con achicoria y para el cole. No sé por qué nos daban achicoria y no cola cao como a todo el mundo. Ahora detesto el café porque me recuerda a aquello…”.
Eligieron el teatro Gonzalo de Berceo. “Toqué una pieza sencillita, de principiante, el Estudio en sol, de [Ferdinando] Carulli. Me fascinó compartir aquello con el público. Decían que tenía facilidad, talento. Quise seguir tocando para la gente y mi madre organizó actuaciones en residencias de ancianos. Yo era feliz sacando aquellas sonrisas a los abueletes”. Ese es el día que el gran guitarrista consagrado busca repetir cada vez que sale al escenario. Pero, para lograrlo, ha tenido que pasar por varias etapas. No todas fáciles.
Su proceso personal con relación al público ha sido curioso. “A partir de los 13 años empecé a asumir el concepto de perfección y eso conllevaba una presión que me ponía nervioso. Desarrollé un método de concentración profundo que me permitió superarlo y ganar concursos”. Aquella angustia le duró hasta la treintena. “Después, quise naturalizar el proceso. Regresar a ese niño mediante la aceptación del error y entregárselo también al público. Así compartes tu vulnerabilidad mientras buscas la excelencia: esa es hoy para mí la palabra clave. Nada de perfección, pero sí la persecución de un ideal constante dentro de la excelencia”.
Con ese método cree dar lo mejor de sí mismo. A un nivel muy alto, donde cabe el perdón. “De esa manera he vuelto a disfrutar ante el público. Toco por y para la gente, los invito a un viaje emocional. Ha sido un proceso mágico conseguir que el escenario vuelva a ser un hogar. Si el 80% de mi tiempo me dedico a estudiar para compartir la música, el 20% restante, en un auditorio o un teatro, debe merecer la pena. Si no, ¿qué leches estoy haciendo?”.
Su sentido de la responsabilidad contempla esas ambivalencias. La presión que se imponía y la búsqueda de un lugar que se le escurría, en el que se podía permitir sentirse feliz. “Era capaz de llegar a un espacio profundo, pero me resultaba forzado. Quería dirigirme a un lugar que yo había construido y me destrozaba. Tuve que destruirlo para volver a ser aquel niño que disfrutaba”.
Colocó su radar en la búsqueda de la libertad. “La mayor aspiración de todo ser humano”. Magnificaba el error de tal manera que lo convertía en un trauma. Pero hoy, cuando aquello ha quedado muy atrás y es un músico maduro, con un carisma que aúna elegancia, presencia, sensibilidad y al que se rifan las leyendas de la dirección o la composición, Pablo comprende que ha sido parte del aprendizaje. “Y la guitarra se convirtió en mi mejor maestra para eso. Me enseñó a saber quién soy”.
Por eso las guarda todas. Aquella primera, comprada en la Casa Erviti, de Logroño, conserva la marca del niño sobre uno de sus lomos. “Era, en proporción con mi cuerpo, como un contrabajo. Apoyaba en ella la barbilla. Ahí sigue la huella”. No la ha querido barnizar. O la que utiliza desde 2007, fabricada en medio del campo, en las afueras de Passau (Baviera, Alemania) por el lutier Matthias Dammann: “Un tipo muy singular. Su método de construcción es único. Ha diseñado una máquina para ver los colores del sonido. Cuando le encargué una me dijo que debía ponerme a la cola y esperar ocho años. Le he pedido otra y me ha dicho que no, que ya cuento con la mía y hay mucha gente que todavía no tiene ninguna”.
Lo cuenta mientras remonta una sinuosa carretera comarcal rumbo a Soto en Cameros. Allí asiste a uno de los conciertos de La Rioja Music Festival, el acontecimiento que dirige junto a su esposa, Sara Illana, y en el que mezclan conciertos y recitales, patrimonio, rutas del Camino de Santiago, gastronomía y vino con varios propósitos: promocionar su región y dotar de fondos a proyectos de educación e integración social para niños, a los que van destinados todos los beneficios que obtienen. En sus tres ediciones, Illana y Sainz Villegas han dado muestra del papel que para ellos debe representar la música en una sociedad contemporánea: “Ya sé que soy un idealista, pero debemos celebrar lo que une a la condición humana junto a la música. Dar pasos al frente y decir: aquí estamos, persistentes, con la llama de Prometeo. Permanecer despiertos, apartarnos de esa maldad que produce el ego y congregarnos en una creación común en torno a un arte, para mí, absolutamente trascendental”.
Esas conclusiones las ha sacado durante un largo camino de aprendizaje con su guitarra como maestra y también con multitud de experiencias en su formación, principalmente fuera de España. También de sus primeros maestros: Aliende, Paulino García Blanco en Santander, José Luis Rodrigo en Madrid y Thomas Müller-Pering en Weimar, Alemania. “Cada profesor me ha proporcionado en cada momento los mensajes que necesitaba recibir”, asegura.
Sobre su maestro Paulino García Blanco destaca la búsqueda y conciencia del sonido. “La pulsación de la mano derecha me permite una potencia con la que no necesito amplificación para tocar junto a orquestas sinfónicas. En un mundo donde el sonido se aprecia tanto, puedo presentar la guitarra con esa vulnerabilidad y dramatismo que la caracterizan, y explorar los rangos de colores al máximo: desde el susurro a la explosión”.
El propio García Blanco recuerda sus primeros contactos con el chico, cuando tenía 14 o 15 años: “Vi que era un diamante en bruto”. Poseía unas dotes físicas que marcaban también la diferencia: “Manos grandes y mucha energía. Pero había progresado demasiado deprisa y le planteé empezar de cero, hacer juntos un trabajo introspectivo. Las cosas que ejecutaba bien no era plenamente consciente de lo que significaban, necesitaba razonarlas con alguien que fuera capaz de explicárselas”.
Junto a Rodrigo, ahondó además en la exploración de matices y colores, mientras que a Thomas Müller-Pering le estará eternamente agradecido por haberle retado a que estudiara una obra como la Sequenza XI, de Luciano Berio. “Estuve seis años tocándola. La partitura en sí era toda una maestra”. Aquello le llevó también a la música contemporánea, a entender nuevos lenguajes e iniciativas donde muy joven se enroló, como el Proyecto Gerhard, liderado por Xavier Güell, experto en repertorio contemporáneo, junto al crítico José Luis Pérez de Arteaga o el compositor y director Cristóbal Halffter, con quien el guitarrista colaboró a menudo. “Me dirigió varias veces. Para un músico joven, abordar piezas tan complicadas fue otra escuela en sí”.
Además de las personas, le fueron marcando los lugares donde interpretaba. A Weimar llegó una noche de otoño sin residencia donde quedarse y sintió el impulso de marcharse. Venció aquella congoja y la soledad del momento con armas firmes. “La tristeza me aplastó, pero tenía dos opciones: volver o quedarme. En los peores momentos me sale algo de dentro, una rabia, un ‘yo puedo’ de manera natural. Allí se me abrió un universo… Alemania me dio algo precioso: la dignidad de ser músico”.
El conservatorio de Weimar le abrió la puerta también para tocar en Berlín. Y en infinidad de conciertos, disfrutando de su Filarmónica, la mejor orquesta del mundo. Vivió los últimos años con Claudio Abbado como director titular y los primeros pasos de la etapa que le siguió, con Simon Rattle. También aprendió a enfocar sus sueños a lo grande. Y que estos, si los persigues y te preparas para lograrlos con una dosis de ideal y otra de realismo, se cumplen.
Mientras hacía colas para conseguir entradas bajo la nieve y lograba un hueco de pie o en los asientos más baratos, se permitió el lujo de pensar que algún día podría subirse a aquel escenario. No lo había hecho nadie con una guitarra clásica desde que Narciso Yepes interpretara el Concierto de Aranjuez en 1983. Pero 38 años después, en 2020, Pablo Sainz Villegas lo cumplió. La obra maestra de Joaquín Rodrigo en sus manos junto al director Kirill Petrenko y dentro de la Filarmónica berlinesa. “Entonces, con 19 años tuve aquel deseo. A esa edad hubiera sido un desastre. Pero lo acaricié tanto para cuando estuviera listo que simplemente salí junto a los músicos y me entregué a él”.
Lo malo es que las butacas estaban vacías. Ocurrió en plena pandemia y solo se retransmitió por el canal de la Filarmónica, el Digital Concert Hall. Cuando salió previamente a realizar una prueba de sonido junto a Petrenko, fue la primera vez que pisó el escenario. “Fueron apenas 10 segundos en los que me planté en el lugar que tantas veces había visto, pero al que no me había subido. Localicé en ese tiempo todos los huecos en los que yo solía colocarme como espectador dos décadas antes”. Pasó tres horas con el hoy director titular de la orquesta, quería saber todo sobre el contexto que rodeaba la música de Rodrigo. “Se mostró realmente generoso y cómplice, me ofreció una verdadera muestra de respeto”.
Una de sus obsesiones es dignificar universalmente la guitarra. Tocar con orquestas como la Filarmónica de Berlín y el resto de la élite de la música clásica es fundamental. Quiere convertir su instrumento en patrimonio de la humanidad por parte de la Unesco. “La guitarra está totalmente vinculada a nuestro país y nuestra cultura. Se adapta además a todos los géneros. Cuando llegó a América penetró en cada territorio y configuró estilos, de la bossa nova al tango. Por eso, ahora pertenece a todo el mundo tanto como a España. Es el instrumento más democrático, por su versatilidad y su recorrido histórico, desde los trovadores en la Edad Media hasta hoy. Conformó un puente entre lo popular y lo culto. Es patrimonio de la humanidad, claramente, lo asumo como una responsabilidad y tomo como un deber dignificarla”.
Desde que se ha convertido en profesional no ha dejado de empeñarse en ello. Ocurrió en Estados Unidos, última etapa de su formación y el país donde ha residido durante la mayor parte de su carrera. Llegó a Nueva York para estudiar en la Manhattan School of Music con una beca el 4 de septiembre de 2001. Una semana después… “Yo me alojaba en el hotel The New Yorker y vi perfectamente desde mi habitación cómo impactaban el primer y el segundo avión en las Torres Gemelas”. Decidió quedarse. Alquiló un cuchitril de 25 metros cuadrados en Harlem: “Disfruté y aprendí muchísimo, pese a la droga que corría por las calles y algún tiroteo de fondo”.
Aprovechó sus portentosas dotes y también la ventaja que le han dado sus asimetrías: una mano izquierda que tiene un centímetro más que la derecha y uñas robustas. “Eso no marca la diferencia, pero ayuda”. Pronto comenzó a ganar concursos. Entre ellos, el de Malibú. Eso le volvió a abrir puertas. Primero, la de las agencias internacionales. Después, por ejemplo, la de un tal John Williams, quien llegó al español a través de otro guitarrista, Christopher Parkening. Poco después, en 2012, le asignó Rounds, la única pieza de cámara para guitarra que el compositor cinematográfico, autor de las históricas bandas sonoras de Star Wars, La lista de Schindler o la saga de Indiana Jones, ha compuesto en su vida.
Parkening, veterano colaborador del compositor, había escuchado al riojano en aquella competición y se lo comentó a Williams. El gran creador quedó arrebatado por su arte. No solo le encargó el estreno mundial de Rounds, después le preparó más material sinfónico e hizo una nueva versión de A Prayer for Peace, de la banda sonora de Múnich, de Spielberg, para que Sainz Villegas la tocara junto al chelista Yo-Yo Ma. Entre una cosa y la otra, se mantuvieron en contacto: “A través de cartas escritas a mano. Es todo un caballero a la antigua usanza”. Aunque la primera vez le llamó su equipo: “Yo estaba en Madrid. Me lo ofrecieron para un mes después: desayuné, comí y cené con esa obra”. Luego fue a visitarlo a su casa y allí lo acogió. “Ese día tocamos juntos: yo con la guitarra y él se sentó al piano para desgranar la pieza. Perdimos la conciencia del tiempo hasta que sonó el teléfono: era su esposa. Spielberg y ella llevaban hora y media esperándolo”.
De aquella primera experiencia, Williams dijo: “Ha sido un privilegio contar con Pablo Sainz Villegas para el estreno mundial de Rounds. Además, me resulta muy emocionante comprobar cómo su arte exquisito se aprecia cada vez más en todo el mundo. Un reconocimiento que merece abundantemente”. Ese reconocimiento no se detiene. Pablo Sainz Villegas es una referencia en el panorama musical, artístico, y también como un agitador de conciencias con su guitarra como antorcha.