Aprobado exterior a la democracia española pero inquietud por la tensión
Hasta seis informes internacionales sitúan a España entre los puestos 9º y 32º en calidad democrática
Hace 20 años España era el país de un arrogante milagro económico. Hace 10, cuando se comprobó que el milagro era de cartón piedra, quedó claro que toda crisis mal gestionada deviene en terremoto político: se quebró el bipartidismo y empezó un crescendo de crispación y polarización, rematado con el procés y la irrupción de la ultraderecha. Ni siquiera la pandemia relajó la tensión. Con esos mimbres,...
Hace 20 años España era el país de un arrogante milagro económico. Hace 10, cuando se comprobó que el milagro era de cartón piedra, quedó claro que toda crisis mal gestionada deviene en terremoto político: se quebró el bipartidismo y empezó un crescendo de crispación y polarización, rematado con el procés y la irrupción de la ultraderecha. Ni siquiera la pandemia relajó la tensión. Con esos mimbres, las encuestas no son amables con el sistema; los politólogos españoles, tampoco. ¿Y fuera? Contra el estado de opinión maníaco depresivo imperante, media docena de estudios internacionales dejan relativamente bien parada a la política española. El análisis cualitativo deja peor sabor de boca: seis expertos de primer nivel alertan de la versión española de una polarización que aqueja a todo Occidente.
Lo primero es hacerles preguntas a los datos. El informe V-Dem, de la Universidad de Gotemburgo —tal vez el de mayor profundidad—, sitúa a España entre las mejores democracias del mundo: en el noveno puesto, solo por detrás de los nórdicos y los centroeuropeos, aunque peor que hace 10 años. Esa es la tónica: España es la 15ª economía del mundo, y la calidad de la democracia, con matices, baila en torno a ese número. World Justice Project sitúa a España en el 19º puesto en su Índice sobre el Estado de derecho; el Instituto Berggruen, en el 12º; Freedom House (una ONG de centro derecha) en el 16º, aunque a la baja por dos variables tóxicas: la corrupción y la gestión del desafío independentista. The Economist califica a España como una de las pocas “democracias plenas” del mundo, y solo el Banco Mundial es más negativo: relega a España al puesto 32º en un indicador que mide la eficiencia del Estado, que no se ha recuperado del batacazo de la Gran Crisis. En todos esos estudios España sale airosa por la fiabilidad del sistema electoral; eso maquilla otras carencias, tal vez más de la clase política que de la democracia.
Hay un par de libros seminales que analizan estos problemas. En Así termina la democracia (Paidós, 2019), David Runciman subraya que los sistemas políticos “dan señales de desquiciamiento”, con varios países cayendo en lo que denomina “el hechizo demagógico”: entornos sobreexcitados que dificultan la toma de decisiones. Steven Levitsky y Daniel Ziblatt apuntan en Cómo mueren las democracias (Ariel, 2018) que el sistema “corre peligro cuando la clase política no aísla a los extremistas”, y cuando desaparece “cualquier atisbo de contención y moderación entre los adversarios”, en un texto que a ratos parece escrito desde la tribuna de prensa del Congreso. Levitsky, desde Harvard, explica a El PAÍS que los altos niveles de polarización “han surgido incluso donde no se les esperaba: en varios lugares de Europa, en EE UU, en Brasil”. Y califica como “preocupante” el rechazo del principal partido de la oposición “a los pactos institucionales”, pero también “la reacción del Gobierno con esa propuesta de reforma del poder judicial”, que finalmente ha suavizado. “España está lejos de la deriva de Hungría y Polonia, pero hay motivos para inquietarse”, dice.
Más negativo es Robert Fishman, de la Universidad Carlos III. “La salud de la democracia española renquea. El problema viene de atrás: desde la Transición sectores importantes de la política han intentado excluir del espacio legítimo a algunos actores, con consecuencias muy negativas sobre el debate político”. “La clase política tiene un segundo problema: no ha escuchado algunas reivindicaciones legítimas de los ciudadanos. Eso se vio durante la crisis pasada; durante la pandemia la gestión ha sido similar a la de otros países, pero los recortes de la última década, que se hicieron de espaldas a las preferencias de la mayoría, han pasado factura”, añade. Sobre la renovación de las instituciones, califica como “una actitud institucionalmente muy desafortunada” que un partido capital como el PP “reclame que se excluya a Podemos de esa negociación”. “Eso ejemplifica bien esa cultura política española que excluye a varios partidos, algo que ya se vio con claridad durante el procés”. Margaret Levi, de la Universidad de Stanford (EE UU), cree que la democracia española “pasa por dificultades”, pero en el marco de “los desafíos similares que encaran la gran mayoría de democracias occidentales”, y reclama acuerdos entre partidos con visiones diferentes “para dejar atrás el cortoplacismo, el oportunismo, la competitividad excesiva que ahoga nuestras democracias”.
En los estudios referidos hay también varias cargas de profundidad: España baja en torno al puesto 25 si se analizan la justicia civil y penal, según World Justice Project; el informe de The Economist critica con dureza el juicio del procés y, en general, una aproximación “legalista en exceso” al desafío independentista, y Freedom House subraya por encima de otros agujeros “la corrupción relacionada con la financiación de los partidos”. V-Dem relega a España más allá del puesto 25º en los índices de democracia deliberativa y participativa. Ninguno de esos informes pone la lupa en algo tan difícil de medir como la polarización, aunque un paper de la Universidad de Harvard ya le ponía el cascabel a ese gato en 2015. “La tensión política ha sido de este calibre durante dos décadas”, apunta Jonathan R. Hopkin, de la London School. “Hay motivos para el desasosiego, pero tampoco hay que dramatizar: la emergencia de Vox y la radicalización del nacionalismo catalán suponen un problema enorme, pero en el fondo no son más que las variantes españolas de una tendencia global”, concluye.
Adam Przeworski, de la Universidad de Nueva York, remacha ese clavo: “Cuando los partidos empiezan a meter en el lenguaje parlamentario sintagmas como enemigos del pueblo o gobierno ilegítimo, meten al sistema político en un mundo nuevo y siniestro. Los actores se vuelven cada vez más hostiles: esto ha pasado en Estados Unidos y el Reino Unido, y quizá está pasando en España”.