Ahí no hay playa, vaya vaya
En ningún otro ‘Estado compuesto’ es tan brutal la concentración de organismos. El reparto capilar del poder central en varias ciudades, clave para el proceso autonómico
En Madrid no hay playa, de momento. Pero vaya, vaya, ahí siguen plácidamente sentados en sus reales el Museo Naval de la Armada —con filiales menores junto al mar—, la Dirección General de la Marina Mercante o el organismo público Puertos del Estado.
Y así hasta el infinito, pasando por el Organismo autónomo de Parques Nacionales, tan necesitado de centralismo próximo a la naturaleza; o incluso la clave nodal del Corredor Mediterráneo.
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En Madrid no hay playa, de momento. Pero vaya, vaya, ahí siguen plácidamente sentados en sus reales el Museo Naval de la Armada —con filiales menores junto al mar—, la Dirección General de la Marina Mercante o el organismo público Puertos del Estado.
Y así hasta el infinito, pasando por el Organismo autónomo de Parques Nacionales, tan necesitado de centralismo próximo a la naturaleza; o incluso la clave nodal del Corredor Mediterráneo.
Desde la arquitectura de la Administración General del Estado (AGE), España empieza en la estación ferroviaria de Atocha y acaba en la plaza de Castilla. Todas las sedes de los organismos estatales —con alguna excepción para confirmar la regla— radican ahí.
Ahí ven pasar el viento para uso, disfrute y gestión de unas élites frecuentemente extractivas compuestas por altos cuerpos de la Administración y adláteres. Y decantadas durante siglos por la fusión entre la residual aristocracia de bureau, las altas finanzas y el secular usufructo del diktat administrativo sobre las provincias irredentas, hoy vaciadas.
Esa brutal anomalía no se registra en ninguno de los Estados compuestos —sean regionalizados, autonómicos o federales— del orbe democrático avanzado.
En el centrípeto esquema federal de EE UU, proliferan las agencias públicas fuera de Washington. No solo algunas principales —la de Control y Prevención de Enfermedades, en Atlanta; o la de Alimentos y Medicamentos, en Silver Spring—, sino muchas otras de menor empaque. Como las de Niños fugitivos, Salud de las minorías, Servicios de la Salud o Seguridad en el Transporte.
En la República Federal de Alemania, la distribución institucional es más honda. De los 14 ministerios federales, ocho radican en Berlín y seis en Bonn. El Bundesbank habita Fráncfort. El Tribunal Constitucional, Karslruhe. Y desde luego, la Agencia Federal Marítima e Hidrográfica no es vecina de la capital, sino de la Ciudad Libre y Hanséatica —portuaria— de Hamburgo.
El proceso autonómico español, extraordinario porque inició el progresivo cambio de bases del Estado centralista ha cubierto dos etapas. La primera, su despegue, empujado por las nacionalidades históricas. La segunda, su extensión a todas las comunidades, política y en las mentalidades: ningún líder serio propugna ceder competencias propias.
La tercera está a medio cuajar: la culminación del proceso decisional descentralizador/descendente con el coordinador/ascendente, para formar una mejor cohesionada voluntad general, mediante una sólida institucionalización de las conferencias sectoriales (Sanidad, Política Fiscal y Financiera...), la Conferencia de Presidentes y el Senado como Cámara de auténtico perfil territorial.
La cuarta se reabre ahora: la desconcentración de organismos de la AGE. Ha transcurrido ya mucho tiempo del efímero intento parcial en la época José Luis Rodríguez Zapatero/Pasqual Maragall, con el traslado —de difícil ida a Barcelona (2004) y bochornosa vuelta (dos años después) a Madrid— del organismo regulador de las Telecomunicaciones.
La ventaja del intento actual es que la amplitud del propósito, no circunscrito a la cocapitalidad Madrid-Barcelona, lo blinda más de la caverna judicial y mediática. Y de los eternos usufructuarios del Estado ahí donde aún no hay todavía playa.
La reacción ataca siempre el proceso autonómico si no puede servirse del mismo para asediar a Gobiernos de signo contrario. Pero es empeño inútil. Pues, pese a sus defectos y carencias, el esquema constitucional autonómico ha arraigado profundamente.
Porque ha aproximado la Administración (y sus trámites) a los ciudadanos. Ha capilarizado en parte el sector público. Ha repartido poder político, tanto entre derechas e izquierdas como con regionalistas y nacionalistas. Ha ampliado algunas oportunidades y la defensa de intereses olvidados.
Y ha segregado unas élites dirigentes, a veces mediocres, pero no demasiado peores que las previamente existentes, con las que afortunadamente se rozan, y a veces se enzarzan. Bienvenido pues el nuevo impulso a este proceso prometedor e inacabado.