Volver a la vida en Aldaia: “Ya no tengo miedo a morir, sé que soy inmortal”
La vida de Lupe, de sus hijos, de su marido, de su madre y de su hermana siguen atrapadas en la dana: “No me puedo imaginar que en algún lugar alguien esté en una terraza tomándose una cervecita”
Mientras pasa las páginas mojadas del libro que su madre copió a mano cuando era niña, porque no podía comprarles uno, Lupe Murcia explica que son una familia de cuenta cuentos. “Mi abuela y mi madre me los explicaban, y yo se los explico a mis hijos”. Espera que aquellos folios manuscritos sobrevivan a la dana, ya que su piano, su cocina, su sofá, su jardín japonés, su estudio, su habitación, su trastero… toda la planta baja de su casa casi nueva no lo han hecho. “Pero ya no tengo miedo a morir, ...
Mientras pasa las páginas mojadas del libro que su madre copió a mano cuando era niña, porque no podía comprarles uno, Lupe Murcia explica que son una familia de cuenta cuentos. “Mi abuela y mi madre me los explicaban, y yo se los explico a mis hijos”. Espera que aquellos folios manuscritos sobrevivan a la dana, ya que su piano, su cocina, su sofá, su jardín japonés, su estudio, su habitación, su trastero… toda la planta baja de su casa casi nueva no lo han hecho. “Pero ya no tengo miedo a morir, sé que soy inmortal”, bromea esta mujer de 45 años, de Aldaia (Valencia), que el martes vio como el agua desbocada reventaba la puerta, engullendo todo a su paso y trepaba hasta el séptimo peldaño de la escalera. En el primer piso se resguardaron ella, sus dos hijos, y dos crías, vecinas, a las que rescató antes de que se las llevase el agua.
De eso hace ya una semana, pero Lupe, su marido Miguel, y sus dos hijos, Irene y Aleix, de 14 y 12 años, siguen atrapados en los efectos de la dana. Viven apiñados en el piso de 60 metros de su madre, y cada día se levantan temprano para arreglar lo que queda de su hogar. “Hasta ayer [por el lunes], por aquí no se podía pasar”, dice en referencia a la calle, por la que vieron bajar flotando centenares de coches, que acabaron estrellados. Lupe lo cuenta desbordante de energía, a pesar de que su mundo está hecho añicos, de que no puede ni poner una lavadora, ni salir del pueblo, ni ir a ningún sitio a comprar porque no queda nada en pie… A pesar de que no sabe, ni puede plantearse, cuando regresará a la casa que compró y rehabilitó hace apenas tres años. “Solo me dio un poco de bajón ayer, que estábamos todos en un sofá diminuto, viendo a Broncano”, se entristece.
Pero apenas deja asomar el desconsuelo. Ni siquiera cuando su marido y unos voluntarios sacan por la puerta el piano que se compró con 17 años. Lo hizo con las 1.000 pesetas (6 euros) que le daba cada semana su abuelo desde que era una niña, y sus ahorros de cuando empezó a trabajar. “Se ha florido”, asume esta bióloga de formación. Ni siquiera sabiendo que no podrá hacerle la fiesta de aniversario que le gustaría a su hijo Aleix, que justo este martes cumple 12 años. Su tía, Isabel, le ha encontrado un bote de chocolate, y un vecino está maquinando como hacerse con un pastel.
La tarde del martes no llovía en Aldaia, pero sabían que bajaría agua. “Somos gente de riera, estamos acostumbrados y tememos al río”. Su marido Miguel salió, como siempre, para aparcar el coche en una zona alta… Pero ya no pudo volver. El agua bajaba con una fuerza nunca vista, sin que estuviesen alertados. Lo peor, sin embargo, fue cuando vio a las dos niñas de enfrente de su casa, de 15 y 11 años, cruzar la calle solas. “La ola se las llevó”, explica, y se temió lo peor. Pero al acercarse a la puerta, descubrió a la mayor agazapada, que había agarrado también a la pequeña. “Las metí aquí en casa, se fueron a cambiar al lavabo, pero no dio casi tiempo. El agua estaba entrando a toda velocidad”, cuenta. “¡Tenéis que salir, tenéis que salir!”, les gritó impaciente, y corrieron al primer piso. La madre de las niñas estaba trabajando en un restaurante del centro comercial de Bonaire. Hasta el día siguiente, la abuela no las encontró, gritando por la calle. Solo sabía que las rescató una vecina.
Una semana después, las marcas del agua en la pared de pladur dan cuenta del desastre. Aún no sabe si tendrá que cambiarlas enteras, o podrá salvar una parte. “Nos han dicho que depende de si se pudren”. Los voluntarios, ella y su marido van pasando la karcher que les han dejado unos vecinos, y recibiendo a todo aquel dispuesto a echar una mano. “¡Ya tenemos calle!”, gritan desde la puerta, cuando la Unidad Militar de Emergencias (UME) dispara un intenso chorro de agua que saca a la luz el asfalto. “Es el primer día que vienen aquí”, asegura Lupe. Por la puerta entra en ese momento Merche, una compañera de trabajo, que le trae bolsas de ropa. “Ni las bragas que llevo son mías”, se ríe.
En el suelo se apilan fotos de su boda, con sus amigos, de niña... que espera poder recuperar. También papeles notariales, y otros documentos maltrechos. Su hijo Aleix estuvo a tiempo de salvar el violín, el trombón y los comics de Mortadelo y Filemón. “Violín 1, Nintendo 0″, le escribió Lupe al profesor de música de su hijo. Otro milagro es que sobreviviesen los cuatro pollos que tenían en una caja en el patio. “Supongo que flotaron, no lo sé”, se dice. Han perdido sus libros, su material escolar (ella y su marido son profesores), además de ropa y todos los muebles.
“Fueron seis horas de agua”, calcula Lupe, que desde entonces se dedica con su familia cada día a trabajar incansable para recuperar la normalidad.
Como ella, el pueblo de Aldaia tira como puede, con cortes de agua, de luz, de gas… Sin poder comprar, sin poder salir… “No ha sobrevivido ni un coche”, cuentan los vecinos. “Es como Lo imposible, pero sin que yo sea rubia”, bromea Lupe, que ni ella sabe de dónde saca las fuerzas. Pero admite que es incapaz de pensar en la vida antes de la dana: “No me imagino que en algún lugar del mundo alguien esté en una terraza tomándose una cervecita”.