Crónica

Miedo, bulos y propóleos en Igualada

En el segundo día de confinamiento, la ciudad parecía vivir en domingo. Sol manso, aire fresco. Un silencio de misa o de adiós

14/03/2020 Igualada vive hoy su segundo día de confinamiento a causa del Coronavirus. El personal sanitario del Hospital dobla esfuerzos para intentar frenar los contagios mientras los Mossos d’Escuadra bloquean cualquier salida de la ciudad. La mayoría de comercios, bares y restaurantes permanecen cerrados, los supermercados que si estan activos limitan el aforo y extreman las precauciones. Se han suspendido todos los actos sacramentales y la gran parte de la población permanece en sus casas. Foto: Rubén LucíaRubén Lucía
Diego Fonseca
Igualada -

El fin del mundo caerá cualquier día, pero se sentirá como un domingo en sus horas finales. Mustio, lento, agobiante. El sábado 14, en el segundo día del confinamiento ordenado por la Generalitat, Igualada parecía vivir en domingo. Un sol manso, el aire fresco. Todo cerrado. Un silencio de misa o de adiós.

La capital de la comarca de la Anoia dio un vuelco. El viernes 13 los parroquianos todavía echaban las...

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El fin del mundo caerá cualquier día, pero se sentirá como un domingo en sus horas finales. Mustio, lento, agobiante. El sábado 14, en el segundo día del confinamiento ordenado por la Generalitat, Igualada parecía vivir en domingo. Un sol manso, el aire fresco. Todo cerrado. Un silencio de misa o de adiós.

La capital de la comarca de la Anoia dio un vuelco. El viernes 13 los parroquianos todavía echaban las ancas en los cafés y bares para charlar a poca distancia sin cubrirse las bocas y metían las manos sin guantes en los cajones de fruta de los supermercados, pero el sábado Igualada parecía recién barrida. Los supermercados estaban vacíos, los bares cerrados y la poca gente que salió a despejarse se cruzaba con sus vecinos por las aceras a dos metros de distancia, como si estuvieran malolientes o, vaya, portasen alguna enfermedad extraña.

Igualada se encerró a cal y canto y el silencio se apoderó de todo. Y ese silencio trajo con él un problema mayor: en la soledad del confinamiento, la sugestión se vuelve un habitante más de casa. El silencio del aislamiento —aún con tele, aún con Twitter, aún con los memes de tu madre en WhatsApp— convierte la espera y el paso del tiempo en un velorio privado. Puedes escuchar el reloj de pared. O, como sucede en las crisis, imaginar cosas, inventar soluciones, sentenciar culpables.

El problema de ese silencio es mayor cuando la información se vuelve un bien escaso o excesivo. En las redes estamos saturados de información, mucha mala. Y la sucesión incesante de datos, datitos y datotes narcotiza, paraliza y confunde. Pero también la ausencia de información deja en ‘shock’. Del hospital de Igualada o de la Generalitat, por ejemplo, salen a cuentagotas los datos que nadie quiere oír pero igual quiere conocer: cuántos enfermos nuevos, cuántos —si hubiere— graves; cuántos más —si hubiere— muertos. Es una lotería que revienta los nervios.

Como nos cuesta manejar la incertidumbre, fabulamos. Nuestro cerebro se ve obligado a encontrar algún sentido al desmadre. Si eso pasa en circunstancias más triviales, lleven el fenómeno a un pueblo como Igualada, sellada por los cuatro costados, obligada a convivir con un virus que muchos suponen —porque nadie sabe qué sucede allí— flota por los pasillos del hospital donde debieran ir a curarse, no a morir. Estar encerrados en una ciudad con una elevada proporción de enfermos por habitante nos hace partícipe de un récord indeseable. Eso desestabiliza los nervios.

De manera que, en ausencia de información, las personas llenan el vacío. En muchas ocasiones, eso se traduce en abrir un arcón de bulos, chismes y estupideces varias. Este sábado, por ejemplo, en la fila de un supermercado, una jovencita contaba a otra que su tío estaba internado en el hospital a una o dos camas de un infectado. (No: las personas infectadas están confinadas.) La otra amasó más morbo diciendo que “un amigo” le había contado que enfermeras y médicos estaban sin mascarillas “desde el brote”. (Tampoco es cierto.)

Suma y sigue. Un día antes, el viernes, en un café —se sabe: los cafés crean las revoluciones, arreglan el mundo y destrozan reputaciones—, unos jubilados se convencían unos a otros de que el caso cero de Igualada eran, alternativamente, a) un viajero que había estado en Italia, b) una anciana transferida desde Barcelona, c) un médico o una enfermera, d) o un empleado, e) o un familiar de un enfermo. No se pusieron de acuerdo, así que buscaron el denominador común: todos especulaban, con ánimo de detectives y convicción de epidemiólogos, que “algo raro” debía pasar para que tanta gente en ese Hospital se contagie.

Una más. Una farmacéutica de la ciudad me contó que las ventas de ibuprofeno y aspirinas han subido como nunca: la gente prevé que lo que viene será un dolor de cabeza. Y otra me dijo que, junto con guantes y desinfectantes, los productos más demandados son un jarabe de herbolario hecho de propóleos, jalea real, hongo shitake, reishi y vitamina B6 y las cápsulas de Apisérum Defensas, otra jalea similar, pero con zinc y vitamina C. “Creen que justo ahora van a mejorar las defensas con esto”, me dijo. “Está en cualquier WhatsApp”.

Uno podría insistir: hay información, de sobra, en fuentes confiables, pero tal vez sea que el morbo o el absurdo son más confortables que una verdad indeseable. Autoridades superadas por una enfermedad inimaginable e imprevista deben intentar llevar calma a una población a la que se ha pedido que se aísle. Pero esa información es infrecuente y, en general, negativa (más enfermos, más muertos) cuando lo que pide quien se siente acorralado es alguna esperanza. Algo con que llenar el silencio. Es perentorio combatir el virus que se ensaña con los pulmones, pero alguien también debe pesar en plantarle mejor cara al que se adueña de las cabezas.

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