‘Blues’ por una motocicleta roja
La visita a la exposición de los 75 años de Montesa en el Palau Robert despierta viejos recuerdos y añoranzas
Paradójicamente, pues una de las gracias de la moto era llevarlas de paseo, recuerdo mi Cota 247 más que a algunas de las chicas que me gustaban entonces. No vaya esto en desdoro de ninguna de ellas, amores adolescentes que pasaban en aquella época, los años setenta, como estrellas fugaces, dejando un breve trazo fulgurante, con aroma a Eau de Rochas, en el cielo de mis volubles pensamientos (luego había las que provocaban cataclismos dignos del meteorito que extinguió a los dinosaurios). Las quise, supongo, pero se han borrado sus caras y los contornos de sus cuerpos, y mira que bailábamos le...
Paradójicamente, pues una de las gracias de la moto era llevarlas de paseo, recuerdo mi Cota 247 más que a algunas de las chicas que me gustaban entonces. No vaya esto en desdoro de ninguna de ellas, amores adolescentes que pasaban en aquella época, los años setenta, como estrellas fugaces, dejando un breve trazo fulgurante, con aroma a Eau de Rochas, en el cielo de mis volubles pensamientos (luego había las que provocaban cataclismos dignos del meteorito que extinguió a los dinosaurios). Las quise, supongo, pero se han borrado sus caras y los contornos de sus cuerpos, y mira que bailábamos lentos… —perdonen la efusión, a medias entre Neruda e Il Guardiano del Faro (Amore grande, amore libero)—. En cambio, mi motocicleta sigue ahí, viva en mi memoria, con sus líneas esbeltas, la grácil curva del depósito, el brillo de los cromados, los insondables secretos del cárter, el perfume de la mezcla de gasolina y aceite. Mi moto, rotunda, roja, Montesa.
Visité el otro día la exposición dedicada a la marca en el Palau Robert como quien acude a una cita con un viejo amor. Incluso sopesé si llevar unas flores o recuperar los pantalones de piel de melocotón (ya me apretaban entonces…). Habíamos vivido tantas cosas juntos. En realidad, era consciente de que ella, mi moto, no estaría allí, pues nunca supe nada más después de abandonarla, con la inconsciencia de la juventud, un lejano día en el taller Portús de Vic. Dejada para una puesta a punto que le hacía tanta falta como a mí, y para que la rectificaran, jamás regresé a por ella. Un tiempo me habrá esperado (y también el sr. Portús, con la factura). Probablemente habrá desaparecido, desmontada y reaprovechadas sus piezas en otras motocicletas con mejor suerte. Pero quién sabe, me decía camino del Palau Robert, a lo mejor se producía el milagro y la encontraba entera o acaso reconocía en la exhibición alguna de sus partes.
Montesa, la forja de un mito, que ha podido abrir por fin tras tenerse que suspender su inauguración por el coronavirus, reúne medio centenar de modelos auténticos de la marca —indeleblemente unida a la familia Permanyer—, con motivo del 75º aniversario de la misma. Recorre la historia de Montesa desde los primeros prototipos hasta la moderna Cota 301 RR de 2020, que ya es virguería trialera, pasando por los modelos más legendarios como las Impalas, con su expedición africana, las Cotas 247 o las estrepitosas Cappras de moto-cross. La exposición, cronológica, sigue la marcha de la empresa con mucha información interesante: el nombre de Montesa viene, efectivamente, de la orden militar medieval de caballería, el icónico VIVA fue idea de Kim Kimball, distribuidor de la marca en EE UU, que se basó en el ¡viva Zapata!; Salvador Escamilla grabó en disco la canción Con Montesa llegará (lo que me recuerda que Neil Armstrong tuvo una y desde luego llegó lejos…). Incluye la muestra fotografías impagables, viejas películas (hay una en blanco y negro de un trial en Viladrau que me hizo saltar las lágrimas), objetos de gran valor mecánico y sentimental y diversos otros documentos y memorabilia. No hay nadie con corazón que entre y no sienta una oleada de emociones, incluido un pellizco de nostalgia (en mi caso un verdadero sopapo).
Pasé ante las motocicletas alineadas, la seminal A-45, la D-51 de 1951 (la primera roja), las Brío,… hasta llegar a las de mi época, la mini montesita, la fabulosa King Scorpion, las Cotas… Había una 247, de los primeros modelos, del 68, con tambores grandes. Como las de los París, los Granell, José Capella, Jenaro Millet, o la de May Clapers que luego se quedó Tato Canals y al tratar de rectificarla él solito le sobraron piezas. No estaba la mía, una Mk 4, de 1972 (matrícula B-1772-J), que era distinta, ya con el depósito más estilizado y tubo de escape de lenguado, aunque no era aún la fenomenal Ulf Karlson del 75. Pero los recuerdos acudían en tropel: Las motos aparcadas en el Club Viladrau, mayoría de Cotas (no en balde los Permanyer, veraneantes, jugaban en casa), incluida la 123 de la fragorosa Lali, con algunas Sherpas de los desafectos (en realidad, Sherpas y Cotas eran como Messerschmitts y Spitfires, Sabres y Migs: la diferencia la marcaban los pilotos) y la insoslayable Matador de Carlos Nadal, más un par de Ossas Mick Andrews, y la Enduro de Dorín, que era mejor verla aparcada que viniendo hacia ti derrapando… El aprendizaje de la mano de Carlos y de Clara, la hija de Lluís Solé Guillaume, nada menos. Las salidas trialeras, cuando quedábamos temprano en el garaje de casa Arnau con la vana esperanza de que Coque nos suministrara grasa para la cadena y luego nos cimbreábamos sobre la moto a lo Gordon Farley… Las excursiones pachangueras a Sant Bernat con paquete (a menudo una alumna del internado Santa Marta, en paso previo antes de la obligada visita a los legendarios campos del tío Leopoldo)…
Tiempos de Barbour y de botas con hebillas (o de goma si eras más práctico que pijo), de gorras escocesas (el rey era Queco Carandini), de camisetas con el VIVA (o el pulgar arriba de Bultaco), del póster de Rob Edwards negociando la famosa zona del pipeline del Scotish, de pasta de Araldit y fibra de vidrio, de bujías K. L. G., de cambiar el cable del gas, de enderezar el manillar y las manetas cuando te caías, de desclavar los amortiguadores, liberar el guardabarros, y de hacer, una y otra vez, fiasco (con las motos y con las chicas del Santa Marta).
Aprovechando que los comisarios Pep Itchard y Santi Ruiz estaban ocupados (no hay visitante que no les explique anécdotas) y nadie me veía, me acerqué a la 247 y aferré el puño del gas, abriéndolo y cerrándolo, volviendo a notar aquellas viejas sensaciones. Es difícil explicar hoy lo que significaba tener una motocicleta así en los años setenta. Su mecánico resplandor, su irradiación, su halo. La Cota, recuerda la exposición era “la moto que todos querían tener”. Era una llave para la aventura. Recorríamos la montaña, trepando riscos, perdiéndonos en los bosques, atravesando ríos, quedándonos sin gasolina. Midiéndonos con la naturaleza y con nosotros mismos. Era formar parte de una comunidad, hacer amigos con los que compartir la llave de bujías y los sueños, sentirte especial, valiente. De pie en las estriberas, con el aire en la cara, la vida se abría ante ti, excitante y embriagadora (mientras no te golpeabas con una rama), llena de promesas. Todo eso era la Cota 247, todo eso eran las motocicletas.
Sopesé dar una patada a la palanca de arranque y ponerla en marcha. Salir con estilo bajando las escaleras del Palau Robert (la exposición está en la sala 3). Vaya sorpresa se iban a dar el vigilante y los comisarios. Pero aquella no era mi Cota y yo ya no tenía adónde ir. No solo se han perdido nuestras antiguas motos y nuestros viejos caminos, sino que nosotros mismos, nuestros anhelos, lo que quisimos ser y lo que no fuimos, nos hemos desvanecido.