Olivas rotas, amargas y negras
Podría ser el bocado franquicia del Mediterráneo, sin fronteras culturales ni vetos de rigor confesional
Observamos un producto que es una miniatura, un fruto casi espontáneo, abundante y no caro. Su sabor es rotundo, concreto, neto, natural, acaso raro pero identificable, apenas elaborado o intervenido. La aceituna verde cruda, partida o entera (también muy madura aliñada y en negro), mantiene su amargo tono y su rastro vegetal, un aroma y rastro claro de la naturaleza.
Cruda, curada en sal y algunas hierbas, solo macerado en agua, sal y aromatizantes naturales, el fruto del olivo no tiene...
Observamos un producto que es una miniatura, un fruto casi espontáneo, abundante y no caro. Su sabor es rotundo, concreto, neto, natural, acaso raro pero identificable, apenas elaborado o intervenido. La aceituna verde cruda, partida o entera (también muy madura aliñada y en negro), mantiene su amargo tono y su rastro vegetal, un aroma y rastro claro de la naturaleza.
Cruda, curada en sal y algunas hierbas, solo macerado en agua, sal y aromatizantes naturales, el fruto del olivo no tiene un recetario exclusivo, una sola presentación, es inapelable. Durante minutos resuena su memoria en la boca, explosiva.
La oliva o aceituna, natural, sin adobo de disfraz radical ni rellenos protagonistas, resulta una cata, un mordisco solitario, curioso, repetido casi compulsivamente. Parece adictivo. Su presencia en la mesa suele ser casi accidental, lateral, de compañía y excusa, pero para alguna gente resulta imprescindible su cata, antes y durante, de contraste con algunas comidas.
Las aceitunas/olivas son un acento de la gastronomía insular, un dato particular de identidad. El rastro largo y agradable, con su eco, suele enganchar pese a su aparente intrascendencia. Podría ser el bocado franquicia del Mediterráneo, común en todas las orillas, sin fronteras culturales ni vetos de rigor confesional.
Se encomienda su arraigo histórico y popular al legado rural y alimentario de los romanos, al imperio colonizador, inventor de ciudades y de reglas. En los mercados populares y tradicionales, hasta en los ambulantes, los puestos de olivas, encurtidos y salazones suelen ser todavía habituales, del común, no es una oferta gastronómica a la moda, fugaz por elitista.
En el relato aun sigiloso de la dureza y explotación humana cometidas en las labores agrícolas, especialmente entre las mujeres jornaleras, no se pueden esquivar los episodios de meses de sufrimiento —casi esclavista— en la recogida de las aceitunas u olivas. Una cosecha tanto para su destino a las almazaras y su prensado para elaborar el imprescindible aceite —otro hito cultural de la vida mediterránea— como, enteras, para su consumo en boca, conservadas y aliñadas.
Antaño, durante siglos, desde finales de otoño hasta principios de invierno, las collidores, por miles, mujeres mayores y niñas, migraban de los pueblos del llano o la vecindad a las muchas grandes fincas de la zona de la Tramontana. Laboraban de sol a sol, agachadas y recogían a mano, entre el rocío y los hierbajos, entre piedras. Una buena parte pernoctaba en masa en los porches y naves de las posesiones. Así les llamaban “las porcheras” por el lugar donde dormían.
En una narración directa, hace una década, las últimas recolectoras de los olivares dispersos entre rocas de la finca de Es Galatzó, en Calvià, Mallorca, explicaron su peripecia concreta en aquella finca, su caminar cada día —dos veces— por el monte desde su casa en pueblos vecinos —más de una hora a pie.
En su vivencia Galatzó. Temps i feines (Calvià, 2015), que escribió y retrató Joana Maria de Roque, viejos payeses, hombres y mujeres, recordaban su combate contra el cansancio y, sobre todo, contra el frío gélido de las heladas: guardaban piedras calientes en los bolsillos. La propiedad dejaba las últimas aceitunas perdidas, olvidadas, para las recolectoras, que las pellucaven, pillaban. Al final de la temporada cobraban una jarrita de aceite y una comida con vino.
Las sucesivas cosechas (almendra, algarroba, olivas) prolongaban una secuencia de meses los duros trabajos al aire libre y en cuclillas y consolidaban la rutina secundaria de esas masas de migraciones femeninas mallorquinas. El aceite de la montaña generó grandes fortunas a los terratenientes. El líquido se exportaba generalmente para su uso industrial, para la iluminación: no era selecto oro de cocina.
La contribución popular, artesana y ya casi industrial de las aceitunas preparadas va más allá de las raras y populares rotas (trencades), partidas, curadas en salmuera con algunas hierbas, especialmente hinojo y una guindilla; también se mantiene la tradición curiosa con las aceitunas mínimas enteras (moriscas) o, más común, las pansides o negras ultramaduras, tardías, sin caldo.
Las olivas casan con el pa amb oli. Y una aceituna negra restregada en una rebanada ilumina el sabor y color del bocado, el pa amb oli negre. En los juegos de boca, desde el mordisco al eco del regusto, se tientan detalles e impresiones personales. En las dietas de servidumbre de las manos payesas, el pan y aceitunas fue menú de resistencia. La vulgar repetición de las sopas de verdura y mucho pan, mañana, mediodía y noche. Y las aceitunas, con sabor a sal, amargo e intenso. También picante.