Clásicos en la era de las ‘motomamis’
‘Desayuno con Diamantes’ llena, también en agosto, la Filmoteca atrapada en la mirada tradicional del amor salvador
Los prejuicios juegan un papel esencial en nuestra vida, nos acorralan, incluso si se lucha en contra. Pueden saltar en cualquier momento, como un resorte inconsciente, como cuando un jefe pide que se ahonde en una historia. “Ufff, está muy complicado”, es una de las respuestas más habituales con la que se espera zanjar el asunto. Y más en agosto, cuando el letargo caluroso tiñe el calendario y seca cualquier ánimo de ponerse a prueba.
Con esa actitud prejuiciosa y muy bartlebyiana de...
Los prejuicios juegan un papel esencial en nuestra vida, nos acorralan, incluso si se lucha en contra. Pueden saltar en cualquier momento, como un resorte inconsciente, como cuando un jefe pide que se ahonde en una historia. “Ufff, está muy complicado”, es una de las respuestas más habituales con la que se espera zanjar el asunto. Y más en agosto, cuando el letargo caluroso tiñe el calendario y seca cualquier ánimo de ponerse a prueba.
Con esa actitud prejuiciosa y muy bartlebyiana de “preferiría no hacerlo”, acudí a la Filmoteca de Catalunya el miércoles 3 de agosto en Barcelona. Pasaban Desayuno con diamantes, en un ciclo de centenarios, en este caso de su director, Blake Edwards. Convencida de que estaría sola en la sala, o como mucho acompañada de un par de jubiletas setenteros atrapados en la ciudad, mi intención era analizar cómo sobrevive el clásico, basado en una novela de Truman Capote, los tiempos de las motomamis.
Al llegar, me sorprendió una cola, a 10 minutos de que empezase la película, con más de una decena de personas, a la que se seguía sumando gente. Encima, la jubileta parecía la que escribe estas líneas. Desayuno con diamantes no ha perdido su tirón, y las ciudades ya no se vacían en agosto fueron las dos primeras conclusiones inesperadas de la jornada. La tercera, al toparme con una colega de profesión en la línea de espera, es que los periodistas somos clichés con patas.
Desayuno con diamantes, por si usted lector nunca se ha dedicado una tarde a los clásicos, cuenta la historia de Holly Golightly, una joven extravagante que vive en un piso casi desnudo (bendita decisión) con un gato que encontró en la calle, al que ni siquiera ha bautizado. Un apuesto escritor de ojos azules que se acaba de mudar un piso más arriba queda prendado de Holly. El embrollo amoroso canta a la legua.
Con una sala llena, hasta el punto de lanzar a distancia el bolso en una de las butacas, como cuando una reservaba el rincón en el pub de moda del pueblo, me dispuse a soñar, casi en la más estricta literalidad del verbo. El cuerpo es sabio y aprovecha cualquier momento de reposo cuando las alegrías de la maternidad impiden una noche de paz. Pero aguanté con los ojos abiertos cuando se apagaron las luces y apareció una Audrey Hepburn esquelética delante del escaparate de Tiffany’s, de madrugada con un cruasán de chocolate. En estos tiempos, en lugar de las joyas miraría el móvil compulsivamente buscando el mensaje que no llega y dejando el resto en leídos.
El recuerdo vago que conservaba de la historia es que Holly era prostituta, en una suerte de Pretty woman sofisticada. Revisitada, en la película planea todo el rato la duda. ¿Es una farsante?, pregunta reiteradamente uno de sus amigos que la conoció y que la ayudó a borrar cualquier huella de su supuesto provincianismo. Hasta el momento, Holly pasaría con nota los tiempos de las motomamis: no se ata a ningún hombre, vive sin importarle demasiado lo que digan de ella, y no da una sola explicación de nada a nadie. Todo, eso es cierto, con un aire de dulce inocencia, de tonta inofensiva.
Una candidez que explica su relación con Sally Tomato, un mafioso pillado por no pagar impuestos, en una referencia sin duda a Al Capone, al que visita cada jueves puntualmente en prisión. Él le da 100 dólares por su compañía y por pasarle un curioso parte del tiempo a su abogado. Y ella, dice entre risas, no entiende nada, pero ya le va bien. Todo lo que cuenta Holly sobre la cárcel es terriblemente real: las mujeres que acuden a ver a sus maridos, novios con sus mejores ropas, y los niños con los zapatos limpios y relucientes que saltan de alegría al encontrarse con sus padres.
Obligada por las circunstancias de la vida, Holly al final sucumbe a la norma: necesita un marido rico y guapo que la saque de pobre para que la vida le sonría. Intenta ajustarse a lo que se espera de ella y el pretendiente, aunque con algunas dudas, parece dispuesto a desposarla y salvarla. Holly dice que ha engordado, sin que se note lo más mínimo (“depresión es cuando te engordas”, avisa antes), y ha intentado aprender a cocinar pollo en salsa. A todo esto, se ha liado una noche tonta con el escritor, sin más.
Al final (spoiler), la detienen por ayudar al narcotraficante Sally Tomato (los partes del tiempo son mensajes en clave para seguir dirigiendo el negocio de la droga), el marido guapo y rico se echa atrás y la deja colgada por el qué dirán y ella se ve en el taxi camino de un avión a un país donde nadie la espera. El plasta del escritor la acompaña. Holly está a punto de lograrlo: subirse a ese avión y seguir libre, en un mundo nuevo, lleno de aventuras por vivir. Pero el escritor dispara con todo su arsenal: eres una cobarde y te da miedo quererme, depender, bla, bla, bla. Y ella sale corriendo tras él, empapándose (porque llueve, claro), para arrobarse en sus brazos. Solo el amor de pareja da sentido a la vida. Un clásico, otro más, de la mujer en apuros rescatada por el príncipe apuesto. Bajón previsible pero total.
Puedes seguir a EL PAÍS Catalunya en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal