Verano y fomento de la lectura
Entrometerse en la vida de los demás está mal visto, pero los epistolarios de los escritores nos dan carta blanca para husmear
Los índices de lectura nunca están al nivel deseado. El verano es un buen momento para subirlos. Hace calor y, según cómo, el tedio se adueña de las horas. Tumbarse a la sombra y abrir un libro lo hará todo más llevadero. No es ningún secreto que la lectura se come los tiempos muertos.
Leo No leer (Anagrama, 2018) de Alejandro Zambra. En la entradilla Correspondencia ajena, el chileno nos habla del goce que sentimos ante ese estadio de la literatura, cuando aún no ha sido manoseada por los editores y por la vanidad de los escritores. Los epistolarios que tan a menudo apare...
Los índices de lectura nunca están al nivel deseado. El verano es un buen momento para subirlos. Hace calor y, según cómo, el tedio se adueña de las horas. Tumbarse a la sombra y abrir un libro lo hará todo más llevadero. No es ningún secreto que la lectura se come los tiempos muertos.
Leo No leer (Anagrama, 2018) de Alejandro Zambra. En la entradilla Correspondencia ajena, el chileno nos habla del goce que sentimos ante ese estadio de la literatura, cuando aún no ha sido manoseada por los editores y por la vanidad de los escritores. Los epistolarios que tan a menudo aparecen esparcidos en los mercados de pulgas, las cartas entre nuestros padres cuando se iban detrás, las notas (si las supimos guardar) que nos metía en la bolsa nuestro amor de la escuela primaria. En estos papeles está la literatura que se escribe para decir cosas en secreto y a vuelapluma. Yo guardo las cartas que mi padre y el suyo se enviaron durante los 12 años que el franquismo no les permitió abrazarse.
Los escritores han escrito muchas cartas. Excitan el chismorreo, que es la antesala de la consideración, y humanizan, qué verbo, pero sobre todo nos invitan a amar la literatura. Lean Cartas a Pere (Josep Pla, Destino, 1996) y verán al gran escritor hecho toda una persona, es decir, ora angustiado, ora esperanzado, y después lean sus libros bajo esta nueva luz. Y son, las cartas de los escritores, de muy buen leer, porque ahí no se oye tanto el ruido de la ficción, ni nos empalaga el destilado del que anhela un público numeroso y conmovido. Lean la correspondencia entre Marcel Proust y Jacques Rivière que tradujo, anotó y prologó Joan de Sola (La Uña Rota, 2017). Entenderán que un sistema literario es antes una coyuntura que una estructura: una sopa impredecible. A Proust (¡Proust!) le fue del canto de un duro que no termina sus horas jugando al solitario en un palacio en ruinas.
Las vidas y las tribulaciones ajenas, ¿acaso la literatura no está hecha precisamente con materiales semejantes? Lean el epistolario entre Armand Obiols y Josep Carner, o sus cartas con Mercè Rodoreda, el primero al cuidado de Jordi Marrugat y el segundo al cuidado de Anna Maria Saludes, ambos publicados por Fundació La Mirada. La lengua viperina del gran lector que fue Obiols deja tierra quemada allí por donde pasa y en según qué carta no se salva ni el aire. Carner y Rodoreda bailan entre la fragilidad del exilio y la devoción por el oficio. Personas.
La literatura está en los escaparates, tan atractiva, una vez procesada. Pero una correspondencia, esto es la sala de despiece, está llena de marmitas donde hierven los menudillos del rechazo, rebosante de mesas fregadas con despojos, una habitación conquistada por el ambiente enrarecido que flota en los mataderos. Y es como entrar en un lugar prohibido. Una vez visitadas las cocinas de los escritores, difícilmente nos abstendremos de leer más, de querer saber más y, en realidad, el otoño está ya a la vuelta de la esquina.
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