El ‘thriller’ de Martin Verfondern (o cuando el guion de “terror rural” lo deja escrito la propia víctima)
Santoalla do Monte siempre fue una aldea de película y, antes que Sorogoyen con ‘As bestas’, otros autores posaron su mirada en la guerra por la que murió el vecino holandés, para contar su verdadera historia
Al borde de una taza de café, en una oscura tarde de enero de 2013, el reportero y escritor neoyorquino Geoffrey Gray trataba de explicar, con el precario español que había aprendido persiguiendo al torero Antonio Barrera por ruedos de España y México, qué fuerza le había empujado a cruzar otra vez el Atlántico para escarbar en los sucesos de una remota aldea gallega de casas desplomadas, de los que había tenido noticia leyendo EL PAÍS. “Es una historia... mágica”, susurraba con un brillo en los ojos, sentado a una mesa del Hosta...
Al borde de una taza de café, en una oscura tarde de enero de 2013, el reportero y escritor neoyorquino Geoffrey Gray trataba de explicar, con el precario español que había aprendido persiguiendo al torero Antonio Barrera por ruedos de España y México, qué fuerza le había empujado a cruzar otra vez el Atlántico para escarbar en los sucesos de una remota aldea gallega de casas desplomadas, de los que había tenido noticia leyendo EL PAÍS. “Es una historia... mágica”, susurraba con un brillo en los ojos, sentado a una mesa del Hostal de los Reyes Católicos, en la compostelana Praza do Obradoiro. A la mañana siguiente, Gray abandonaría las alfombras, los patios y las piedras platerescas del parador nacional y emprendería un largo viaje a otro planeta: Santoalla do Monte (Petín, Ourense), el verde y desolado escenario de los sueños, la vida y la muerte violenta de Martin Verfondern, el crimen rural que inspiró a Rodrigo Sorogoyen para realizar su película As bestas. “El salvaje oeste”, describiría el fiscal, durante el juicio contra los vecinos del holandés, los hermanos Juan Carlos y Julio Rodríguez, en junio de 2018.
Cuando Gray viajó a Galicia, la historia ya enganchaba a gente de varias partes del mundo (investigadores y reporteros holandeses, estadounidenses, mexicanos...) pese a que la trama todavía se encontraba atascada en el nudo, y no se vislumbraba el desenlace. La foto de Verfondern aparecía en las páginas sobre desaparecidos de la Interpol, porque de momento era solo eso: una ausencia. Para convertirse en una matanza existían sospechosos, pero no había cadáver ni delito, pese a que en septiembre de 2009, cuatro meses antes de que la tierra se lo tragara, la víctima había dejado resuelto el crimen, el ruin móvil, el tipo de arma (de entre las 14 que atesoraba la familia rival), la identidad de su verdugo y la de sus instigadores. Verfondern había pedido auxilio a gritos a través de la prensa y había presentado denuncias por agresiones, robos y sabotajes a sus cosechas en la Guardia Civil y en los juzgados.
Tenía apuntadas en el ordenador incluso direcciones postales de la Presidencia de la Xunta, el Gobierno, la Casa Real, con la obsesión de describirle a todo el que pudiera mover hilos ese término que él mismo acuñó: el “terrorismo rural” que padecía. Estaba seguro de que iba a morir y quería que todo el mundo conociese su calvario, pero los mecanismos sociales no funcionaron. Nadie creyó que la cosa pudiera llegar tan lejos. “Confío en que la sangre no llegue al río”, declaraba en septiembre de 2009 el alcalde socialista de Petín a EL PAÍS. Con el mismo propósito de atar todos los cabos, y mientras mandaba a su esposa, Margo Pool, a cuidar a parientes enfermos a Alemania para mantenerla al margen, la víctima se interesó por un seguro de vida que al final no tuvo tiempo de contratar y se echó a escribir un guion de humor negro con él, su compañera y la familia enemiga como protagonistas: Escuela para sobrevivir en Santa Eulalia [Santoalla en su toponimia oficial].
El final de la película de terror se hizo esperar casi dos años más después de aquella visita de Gray a Galicia, cuando en diciembre de 2014 Juan Carlos, un hombre grande con “el cerebro de un niño de 10 años” (como lo describía la propia víctima), confesó en el cuartel de la Guardia Civil haber matado a su vecino extranjero con uno de los rifles para los que no tenía licencia, pero que siempre llevaba colgado al hombro.
Después de haber guardado con su familia el pacto de silencio durante cuatro años y tras aparecer fortuitamente los huesos y el coche de Verfondern en un pinar del municipio vecino de A Veiga, un día de principios de octubre, de paseo por el monte con dos agentes de paisano, el homicida con un cociente mental un punto por debajo de border line, bajó la guardia. Y con algunas pausas en medio, con risas, chupándose el dedo como siempre que se ponía nervioso, lo soltó todo. “¡Qué escopeta tan bonita!”, le dijeron para ganar su confianza los guardias civiles.
“¿Os gusta? En el monte tengo 500 cartuchos metidos en una bolsa”, reveló al rato.
“Yo con la automática no fallo”.
“El holandés quería meterse con nosotros por los pinos”.
“Venía con el coche como un tolo [loco]... Cogí la escopeta. ¡Bum, bum! Me escondí. Y que me busquen”.
El holandés, que se declaraba “pacifista y socio de Amnistía Internacional”, había recibido el disparo en el tórax nada más bajar la ventanilla de su Chevrolet Blazer, un machacado veterano en excedencia del parque móvil del Ejército de EE UU. Era el 19 de enero de 2010, 10 días antes del 52º cumpleaños de Verfondern. Entonces, según el relato del fiscal del caso, Miguel Ángel Ruiz, llegó el otro hermano, Julio, que se lanzó con el propio coche de la víctima, por pistas forestales, hasta el recóndito paraje donde intentó quemarlo todo, incluido el cadáver. La nieve frustró en parte su intento, pero la hoguera calcinó el ordenador y el material informático donde Verfondern guardaba su guion. También esas pruebas de la hostilidad vecinal que grababa con las cámaras que rodeaban su casa y con la que siempre llevaba en la mano cuando atravesaba las ruinosas calles de la aldea. Antes, había entregado un disco a este diario. Y varias copias de este CD-Rom viajaron en 2013 a América, donde el extraño caso de Verfondern había suscitado más interés que en España.
Pinos, no molinos
Cuando Carlos disparó, según el fiscal “para agradar a su padre y a su hermano”, una sentencia acababa de confirmar el derecho del matrimonio sin descendencia formado por Martin Verfondern y su esposa a participar de los beneficios de explotación del monte comunal. Es cierto que por allí habían pasado empresas eólicas que planteaban la instalación de 25 molinos, pero aquello nunca cuajó y hoy Pool no recuerda “nada” de ese episodio. Las de Santoalla son 355 hectáreas de pinos y pastos que en tiempos habían pertenecido al medio centenar de familias que habitaban la aldea, antes de escapar todas buscando otra vida más fácil. Cuando quedaron solos, los Rodríguez se aferraron a los puestos directivos de la comunidad de montes y la manejaron a su antojo. Hoy, Julio Rodríguez, juzgado como encubridor del crimen pero librado de castigo por la eximente de parentesco, sigue ocupando el cargo de presidente, pero la viuda de Verfondern es la secretaria. Él suelta allí sus vacas. Ella, sus cabras. La venta de madera se reparte. Además, lentamente, con el subsidio que cobra Carlos, que fue condenado a 10 años y medio de prisión aunque solo cumplió seis, va pagando mes a mes la indemnización por el homicidio fijada en la sentencia.
Los holandeses se habían instalado en 1997, después de buscar por el sur de Europa y Argentina un lugar de “aire limpio y agua cristalina”. Durante año y medio vivieron en una tienda de campaña y eran recibidos cordialmente a la mesa de los Rodríguez, la única familia nativa que quedaba ya en la aldea abandonada. Eran, además de Juan Carlos y Julio, la anciana madre, Jovita González, y el padre, Manolo Rodríguez, alias 'O Gafas'. El matrimonio falleció después de la confesión del hijo menor, cuando este ya cumplía prisión preventiva, y antes de que llegara el juicio. Cuando los holandeses lograron tener casa propia, y restaurarla con un precioso balcón azul en el que cabe una panorámica colosal de las montañas; cuando empezaron a obtener cosechas; cuando criaron sus primeras cabras; cuando descubrieron la ley gallega que otorga derechos en el monte a todo el que mantenga “casa abierta y con humos 10 meses al año”, se desataron las sombras en el corazón del patriarca. Ya en 2005 estaban en guerra: “No quieren obedecer las leyes que tenemos aquí”, resumía una pariente de los Rodríguez. O Gafas se sentía el amo del lugar.
Que su historia sea digna de la gran pantalla no entra entre las preocupaciones de esta oficinista de Ámsterdam que un día dejó todo atrás para realizar su proyecto vital con el electricista de origen alemán —huido y nacionalizado en Holanda a los 17 años para no cumplir el servicio militar— Martin Verfondern. A Margo, lo que le ocupa son cuestiones más terrenales: atender a la cabra que hoy mismo está pariendo; elegir nombres con significado para los nuevos seres vivos que van llegando a la familia (como “la yegua 'Mysla', que en finlandés quiere decir pequeño ratón”); honrar en el diminuto camposanto de la aldea los poquitos huesos de su marido que dejaron las alimañas en el pinar de A Veiga; bajar hasta A Rúa, en la comarca de Valdeorras, para regalarle a las monjas las hortalizas que le sobran.
“Hace un tiempo vino un escritor... no me acuerdo de cómo se llamaba, que quería escribir una novela”, explica al caer la tarde en su casa de Santoalla, la única propiedad del pueblo que sigue en pie, además de la de la familia rival, donde en realidad ya no vive nadie. “Ya estás gordo para matarte”, le espetó un día Carlos a Martin mientras grababa un vídeo. Decenas de frases pronunciadas por los protagonistas de la historia real son dignas de un guión de cine, y no solo eso: el devenir de aquella aldea está unido indisolublemente al séptimo arte como si su energía secreta atrajese sin remedio a los cineastas.
Allí se rodó el primer largometraje en gallego ('Sempre Xonxa', 1989, de Chano Piñeiro) e Ignacio Vilar grabó en 2000 'A Aldea, o antigo e o novo', donde aparecen los Rodríguez y los Verfondern compartiendo tareas del campo. Llegó a existir una promesa política, durante los años en que gobernó Galicia el bipartito PSdeG-BNG, para restaurar Santoalla y convertir una de sus casas de piedra en residencia temporal de jóvenes cineastas. La crisis y el crimen arrumbaron para siempre el plan en un cajón.
Más tarde, tras la confesión de Carlos, pidió los archivos el juzgado instructor. Y en 2016, estas últimas tomas del holandés de Petín ayudaron a componer el más fiel relato audiovisual de los hechos. El largometraje documental Santoalla, dirigido por los estadounidenses Andrew Becker y Daniel Mehrer y producido por la gallega Cristina de la Torre, es el monumental y poético homenaje cinematográfico con el que Margo Pool, que sigue viviendo sola en la aldea, se siente identificada. Mehrer es hermano de un abogado de Nueva York que entró en el programa de agroganadería ecológica en el que participaban los Verfondern (y sigue participando Pool), y llegó a Santoalla para aprender a cultivar la tierra justo el día en que desapareció Martin a manos de los Rodríguez.
Rodrigo Sorogoyen viajó un día a Santoalla para mostrarle su thriller rural a Margo Pool, antes de su exitoso estreno. A esta mujer de sonrisa eterna y mirada transparente le pareció “bien”, pero recuerda que es una “ficción”. “No cuenta la historia mía. Aunque esté basada, son otras cosas, otros nombres, otro mundo”, concluye. A pesar de eso, explica que cada vez que baja a comprar a la feria de A Rúa, la segunda localidad más grande del valle, gente de todas partes se le acerca y le dice “tú eres la mujer de la película”. A nadie se le escapa que el dolor de Pool fue la tierra de cultivo donde germinó As Bestas.