Fe en la zarzuela
Enrique Viana recupera ‘Benamor’ y transforma un pequeño bodrio en una función más que divertida
Admiro a quienes aún tienen fe en la zarzuela. A mí me cuesta cada vez más creer, pero espectáculos como Benamor, meten en la reserva mi ateísmo acerca de la cuestión y me vuelven al menos agnóstico respecto al género chico. Ese resquicio para el optimismo me lo proporcionaron en su día Calixto Bieito al darle un revolcón a ...
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Admiro a quienes aún tienen fe en la zarzuela. A mí me cuesta cada vez más creer, pero espectáculos como Benamor, meten en la reserva mi ateísmo acerca de la cuestión y me vuelven al menos agnóstico respecto al género chico. Ese resquicio para el optimismo me lo proporcionaron en su día Calixto Bieito al darle un revolcón a El Barberillo de Lavapiés que provocó un soponcio en Esperanza Aguirre al ver aquello ambientado entre yonquis y delincuentes. También Paco Mir, de Tricicle, cuando le ha dado unas vueltas al género, Paco León cuando montó un pifostio adaptando La Gran Vía al contexto Gurtel, Lluìs Pasqual con su reciente versión de Doña Francisquita o ahora Enrique Viana con esta puesta a punto a base de toques de revista y cabaré de la obra completamente enterrada de Pablo Luna.
Viana ha adaptado el libreto de Benamor –justificado en sus apariciones con carrito de pastelero y plumones de vedette, aparte de la dirección de escena y la interpretación del gran visir- a tiempos de pandemia y multiculturalidad. Lo ha llevado a un terreno donde prima el choteo y la ironía en esta comedia de identidades sexuales alteradas dentro de un harén. Un híbrido entre el intercambio de parejas del Così fan Tutte, de Mozart y La corte del faraón, de Vicente Lleó, al que Viana saca suficiente jugo como para resucitarlo desde que pasara al olvido en los años cincuenta tras vivir su periodo de éxitos nada más ser estrenada en 1923.
¿Cómo? Explorando las conexiones entre la pureza de la zarzuela como género bufo y el musical. Salpimentándolo de monólogos desternillantes por su parte y un gran trabajo coral para el reparto donde cada uno brilla en su sitio y con su función perfectamente asignada: es el caso de Vanessa Goicoetxea (en el papel de Benamor), Carol García (como la travestida Darío), Irene Palazón (la odalisca Nitetis) o Gerardo Bullón como el macho alfa Rajah-Tabla, príncipe de Kabul. Quizás para eso sirva en cierto modo la zarzuela, para explorar límites y caminos en la interpretación que refuercen como base más eficaz al conjunto de los géneros musicales. Como una especie de taller de pruebas y experimentación cara a un crecimiento en escena, tiene mucho futuro.
La zarzuela crecerá –o más bien sobrevivirá- gracias al elemento sorpresa que eso pueda deparar. Pero también al compromiso que los directores de escena más atrevidos y audaces puedan aportar a su relectura y adaptación al medio en este siglo XXI. Eso debe llevar al atrevimiento sin miedo a reacciones de los públicos puristas porque la complacencia hacia ese sector es la que acabará aniquilando al género. En el Teatro de la Zarzuela lo saben y desde hace dos décadas sus responsables –desde Emilio Sagi a Luis Olmos, Paolo Pinamonti u hoy Daniel Bianco- no dejan de probar nuevas vías que lo mantengan fuera de cuidados intensivos con proyectos que implican a los jóvenes, como Zarza. Pero a ese compromiso de los directores de escena y algunos intérpretes, deberían sumarse grandes batutas, algunos divos presentes y por supuesto los compositores, que lo huyen como un cadáver al que cada vez que pasa el tiempo apenas nadie quiere desenterrar.
Una excepción será el próximo estreno de Se vende, que aborda un tema candente, los desahucios. Tres compositores han creado esta obra que cuenta con escenografía de José María Sicilia: Jesús Rueda, David del Puerto y Javier Arias con libreto de JM Fernández Shaw. Pero será en la nave de la Fundación El instante, un espacio alternativo. Y aquí cabe aludir al papel de las autoridades para que se retraten: ¿por qué no alentar la creación de nuevas piezas, tal como hoy se estrenan óperas, pero sin perder su carácter popular, es decir a base de autores más vinculados con el pop, el flamenco, el rock, el Hip hop, que con brillantes vástagos del conservatorio. ¿No tendría más sentido una zarzuela de Sabina o de Nathy Peluso que de algunas glorias de la composición contemporánea patria? Ahí lo dejo…