Margareta Magnusson, madre del ‘döstädning’ o el arte sueco de limpiar antes de morir: “Yo apuesto por tirarlo todo”
La escritora sueca quiere que la gente piense sobre la muerte en otros términos y que se encargue en vida de todo ese proceso de orden y vaciado que tan difícil y triste resulta a alguien tras la desaparición de un ser querido
Cuando Margareta Magnusson (Gotemburgo, Suecia, 89 años) se puso a vaciar la casa de su padre tras la muerte de este, encontró en el fondo de un cajón del escritorio del despacho en el que había trabajado como médico a lo largo de toda una vida un enorme paquete. Era un bloque de arsénico. “Supongo que, en tiempos de guerra, era algo que la gente tenía en casa en caso de necesidad”, explica Magnusson, desde Estocolmo y por videollamada, a EL PAÍS. El bloque de arsénico llevaba en aquel cajón...
Cuando Margareta Magnusson (Gotemburgo, Suecia, 89 años) se puso a vaciar la casa de su padre tras la muerte de este, encontró en el fondo de un cajón del escritorio del despacho en el que había trabajado como médico a lo largo de toda una vida un enorme paquete. Era un bloque de arsénico. “Supongo que, en tiempos de guerra, era algo que la gente tenía en casa en caso de necesidad”, explica Magnusson, desde Estocolmo y por videollamada, a EL PAÍS. El bloque de arsénico llevaba en aquel cajón desde la II Guerra Mundial, cuando la familia temía la invasión de los nazis. Y ahí se quedó durante más de 30 años. Magnusson no tenía muy claro qué hacer con aquello. El arsénico, desgraciadamente, no venía con una etiqueta informativa que indicase a qué contendedor debía tirarse. Finalmente, decidió llevárselo a su farmacéutico de confianza que, aunque se quedó un tanto perplejo al ver aquel bloque de veneno, se hizo cargo de él.
“Mi madre, en cambio, era una mujer muy ordenada, sabia y realista”, explica Magnusson. Pasó una larga temporada enferma antes de morir. Cuando Magnusson comenzó a vaciar su casa tras su partida, encontró una serie de notas prendidas entre su ropa y sus objetos que indicaban qué debía hacer con todo aquello. Había algunos paquetes dispuestos para donar a la beneficencia, algunos libros que devolver a sus propietarios o un traje antiguo que llevar al Museo de Historia, con una nota sujeta con un alfiler en la solapa, donde incluso figuraba el nombre de la persona a la que debería contactar. “Aquello fue un alivio y, en cierta forma, sentí como si mi madre todavía siguiera allí conmigo, guiándome y ayudándome durante todo aquel proceso”, relata. En aquella ocasión, vaciar el hogar de posesiones y recuerdos le resultó un proceso mucho más sencillo y, por fortuna, no requirió ninguna visita a su farmacéutico.
Fue su madre quien inspiró a Magnusson para escribir su ensayo El arte sueco de ordenar antes de morir (Reservoir Books, 2017). En sueco se denomina döstädning; dö significa muerte y städning, limpieza u orden: “Es un término que se refiere a deshacernos de todo lo innecesario y convertir nuestro hogar en un espacio ordenado y acogedor cuando creemos que se acerca la hora de abandonar este mundo”, explica la autora. Tal y como relata en el libro, el término en sí es bastante reciente, pero el döstädning lleva años practicándose: “Creo que las mujeres siempre lo han practicado, pero su labor no acostumbra a ponerse bajo el foco y debería estar más valorada. En mi generación y en las anteriores, las mujeres tienden a hacer limpieza cuando sus maridos fallecen y luego, de nuevo, antes de que ellas mismas se marchen”.
El döstadning no tiene nada que ver con otras técnicas de organización que tan de moda se han puesto en los últimos años, como los de la japonesa Marie Kondo y su archiconocido método KonMari. “He leído su libro y me resultó una lectura interesante, pero mi enfoque es completamente distinto: Marie Kondo apuesta por organizar los espacios y tener todo ordenado, con la idea de tener más espacio disponible para más cosas. Yo apuesto por tirarlo todo”, explica Magnusson.
“Hacer inventario de todas nuestras antiguas pertenencias, al tiempo que rememoramos la última vez que recurrimos a ellas y, a poder ser, nos despedimos de algunas, no es tarea fácil para muchos de nosotros. Las personas tendemos más a acumular cosas que a tirarlas”, escribe Magnusson en su libro. Y lo reitera en la conversación: tenemos demasiadas cosas inservibles en las cómodas y en los aparadores, guardamos demasiados posibles fondos de armario en nuestros roperos, tenemos los muebles de la cocina llenos de artilugios que llevamos años sin usar, porque posiblemente siempre terminemos cocinando con la misma olla, la misma sartén y la misma cuchara de palo, y tenemos el baño infestado de productos, algunos caducados, otros ya inútiles y otros (las tijeras de las uñas, las pinzas de depilar) a menudo duplicados y hasta triplicados. “He tenido que ordenar tantas veces después de morir otra persona, que ni por asomo obligaría a alguien a hacerlo después de mi muerte”, explica la escritora.
Hacer la limpieza de la muerte podrá parecer a muchos una obra faraónica. Lo cierto es que lo es. Como detalla Magnusson, no es una limpieza normal ni un simple cambio de armarios y el proceso puede alargarse durante meses. No hay prisa. Lo que sí que hay son ciertos trucos: “Comienza por revisar el sótano o el desván o los armarios del recibidor. Estas zonas son perfectas para empezar a librarse del exceso de cosas”. Quizás, muchas de las cosas guardadas lleven décadas ahí, puede que incluso ni siquiera recordemos que existían: esa es la señal adecuada para deshacerse de ellas. Después, se puede pasar a las zonas de almacenaje (ese viejo equipo de esquí, las antiguas muñecas, los disfraces de Carnaval). “Yo ya no tengo nada en el ático ni en el sótano”, afirma orgullosa Magnusson, “pero eso no significa que no tenga cosas: tengo cuadros que me encantan y algunos muebles que me parecen bonitos o con los que tengo una historia”. La diferencia es que ya sabe qué pasará con ellos tras su muerte: o se los quedarán algunos de sus hijos o serán donados.
La escritora también recomienda tirar de amigos y familiares. Quizás un sobrino, un nieto o el hijo de un amigo acabe de mudarse a una primera vivienda y le pueda venir de perlas ese armario o ese arcón que tanto espacio ocupa y del que tanto costará más adelante deshacerse. O puede que ese amigo devorador de libros esté encantado de llevarse esa serie casi olvidada de novela negra. Magnusson propone dejar de comprar cosas y regalar aquellas pertenencias que ya tenemos y que tienen cierto valor sentimental para nosotros a nuestros seres queridos (jarrones, macetas con plantas u objetos decorativos, por ejemplo).
Lo último siempre deben ser los recuerdos: “Para empezar, revisar nuestras fotografías nos pone muy sentimentales. Son muchos recuerdos, recuerdos que queremos conservar, tal vez transmitir a nuestra familia”, escribe Magnusson. La autora aconseja que cuando llegue el momento de ordenar y tirar las fotos de toda una vida, una vez desechadas las copias y negativos ya inservibles y acumulados de cualquier manera, lo mejor es reunirse con la familia y con los amigos: “Así, conviertes la tarea en algo menos solitario, menos abrumador y más divertido: además, así no tendrás que cargar con el peso de todos los recuerdos tú solo y es menos probable que te quedes atrapado en el pasado”.
Hay recuerdos y recuerdos. Algunos que queremos compartir con familiares, otros que no. Como todas esas viejas cartas de amor, esas viejas cintas de un viaje por carretera, esa entrada de cine de una primera cita o esos billetes de avión de un viaje especial. Lo que para cualquier otra persona pueden ser solo trastos, pero que para uno mismo es la memoria de toda una vida. Magnusson, al contrario de lo que pueda parecer, no está en contra del sentimentalismo, pero es una persona práctica. La solución a todo esto es una caja donde meterlo todo. Tenerla cerca, revisitarla tantas veces como se desee, pero no olvidar dejar escrito un mensaje: privado, para tirar.