Sylvia y Biel, qué sería del amor sin un malentendido
La suerte se puso del lado de Sylvia Wolterman y Biel March una noche en Palma en la que no tenían por qué conocerse y gracias a una copa que no se puso
Una tarde de mayo de 2008, Joan Valent telefoneó a su amigo Biel March. La llamada (“Biel, ¿bajas a Palma, vamos a una inauguración y cenamos?”), una llamada normal, casi obligatoria en fin de semana, la típica llamada que se olvida con la siguiente días después, desencadenó tal tormenta en la vida de March que, 16 años después, se encuentra esta noche de julio en ...
Una tarde de mayo de 2008, Joan Valent telefoneó a su amigo Biel March. La llamada (“Biel, ¿bajas a Palma, vamos a una inauguración y cenamos?”), una llamada normal, casi obligatoria en fin de semana, la típica llamada que se olvida con la siguiente días después, desencadenó tal tormenta en la vida de March que, 16 años después, se encuentra esta noche de julio en Pollença, su pueblo, contándosela a un periodista.
Biel March, pintor, artista, tenía entonces 41 años. Recuerda los detalles de la noche en que fue a cenar con su amigo, el músico Joan Valent, de la manera asombrosa en que rescatamos detalles destinados a perderse antes de que ocurra un gran acontecimiento; en proporción al hueco que deja el meteorito en tu vida se recuerda con extraordinaria minuciosidad lo hecho antes y después.
Por ejemplo, el local en el que fueron a tomar unos vinos y a picar algo, su distribución, incluso el ambiente. Bebieron, detalla, un Pago de los Capellanes y un Les Terrasses Priorat, y recuerda cuánto pagaron por las dos botellas. “Somos de pueblo los dos, Valent y yo: afectó, pero no mucho”. March estaba soltero, acababa de salir de una relación. Después, se fueron los dos al Gibson Bar de Palma. Al llegar allí, se sentaron en la terraza. Joan pidió un MaCallan, Biel un ron Barceló con cola. Entonces, en ese momento, el camarero cometió un error. No escuchó bien, o no atendió, pero el caso es que al volver trajo el MaCallan para Joan y una Coca-Cola, nada más, para Biel.
–¿Pero tú me has visto cara a mí de beber Coca-Cola?, dijo sonriendo, tocado por el vino, Biel March.
Y nada más acabar de decir esa frase, una chica que estaba en la mesa de al lado con sus amigos se giró riendo y diciendo que sí, que tenía cara de beber Coca-Cola sola. Empezó a hablar con los dos. La chica tenía entonces 29 años, es holandesa de Groningen y se llama Sylvia Wolterman. Y también desmenuza ahora los detalles de esa noche, y de los 16 años siguientes, con el periodista en Pollença, donde viven los dos y crían a su hija. Hablaron, bebieron, rieron y se dieron los números de teléfono. Wolterman tenía una tarjeta de visita. Artista como March, había ganado un premio y entre los obsequios, estaba el de una tarjeta. Se la dio al chico del Barceló con cola, que la conserva.
Sylvia Wolterman trabajaba en Palma y llevaba un año en España. Había estudiado Bellas Artes, pero en aquel momento tenía un empleo en un bufete de abogados. “Era un buen trabajo, pero estaba viendo opciones para volver a Holanda, aquel empleo solo era para ir tirando”: la capital mallorquina era una oportunidad estupenda para encontrar trabajo. Pero quería algo más relacionado con su formación. Y en esas estaba, en marcharse de España.
“Yo recuerdo”, dice Sylvia, “que esa noche hablamos de mesa a mesa, pero estábamos todo el tiempo sentados. No iba al baño. ¡Y yo no sabía si iba a ser suficientemente alto! Me gustan altos, yo soy alta”. Cuando Biel March por fin se levantó, ella, que mide 1,80, pudo ver el 1,89 de él. “Yo llevaba sombrero”, recuerda Biel, “siempre llevo sombrero”. “Nos despedimos”, dice Sylvia, “y al día siguiente ya me invitó a un concierto”. Joan Valent había hecho los arreglos musicales de un espectáculo de Sara Baras, y le dio dos entradas para que este invitase “a la chica holandesa”. Y Biel March llamó por primera vez al teléfono de Sylvia Wolterman. Una y dos veces. Tres. Ella no cogió. Y Biel se fue al espectáculo solo. “Me senté en una butaca y puse el sombrero en la otra”.
Al cabo de dos días, ella le envió un mensaje, recuerda Biel, que venía a decir que no lo conocía apenas, pero que le parecía un “tío guay”. Animado, la llamó para invitarla a una fiesta que se celebraba en la finca de Valent, en la que Valent, March y sus amigos estarían podando las viñas todo el día. Cuando terminó de trabajar, la fue a recoger. La situación no era del todo cómoda, recuerda March. “Nos habíamos visto una hora, rodeados de gente, bebidos, de noche…”, dice. ¿Se acordarían bien el uno del otro? Para quitar hierro, los dos pusieron gesto de asombro al encontrarse ya sobrios, de día, para acudir a la fiesta juntos. “Iba a ir con una amiga, pero se fue a Ibiza”, recuerda Sylvia.
Los amigos de March esperaban esa noche “a la amiga de Biel”. Con una comida muy mallorquina: cabrito y porcella (lechona). Y con todos sentados en la mesa para dar cuenta del menú, Sylvia se presentó: “Yo es que soy vegetariana”. Un hombre mayor se levantó rápidamente: “Pues no hay ningún problema, yo me voy a un restaurante y traigo unas verduras”. Volvieron juntos en coche. Y ella, al despedirse, le dijo: “¿Puedo darte un beso?”. “Yo no soy nada proactivo”, dice él. “Eso a mí me gusta”, dice ella. Y empezó esta historia.
Pasadas las semanas, Sylvia Woldemart llamó a su país para decir que no volvía. Y ahora viven los dos con su hija en Pollença, donde hay March desde hace 800 años. “Todos los March, todas las ramas, salen de Pollença”, dice Biel.
–Si sale niño, pones tú el nombre. Si sale niña, lo pongo yo, propuso Biel cuando, tres años después de conocerse, Sylvia se quedó embarazada.
Pero él, asegura, ya sabía que sería niña. No bromea del todo, ni tampoco se pone muy serio, cuando dice que al ver a una mujer embarazada sabe perfectamente si será niña o niño. Lo ha adivinado siempre, si bien hay un porcentaje considerable de éxito. La niña se llama Francesca Joana por el nombre de la madre de Biel y de su madrina.
Sylvia tenía un abuelo matemático, muy lúcido, que murió casi con 100 años. Se apellidaba Donker, un apellido muy extraño en Holanda. Un día, Biel, presidente del Club Pollença, un club que agita la vida cultural de este histórico municipio bañado por el Mediterráneo, esperaba en el Ayuntamiento una cita con el alcalde y reparó en una cartografía del Mediterráneo del siglo XVII o XVI. Se trataba de una donación que había hecho un médico alemán. La cartografía había sido hecha en Ámsterdam por Hendrick Doncker. Nada más llegar a casa, Biel llamó a la madre de Sylvia para que preguntase al abuelo Donker, sin la ‘c’, si podía tener algo que ver. Este le dijo que no podía saberlo, pero que Hendrick era el nombre más común de sus antepasados.
“Qué hubiera sido de nuestra vida si llegan a traer ese ron con cola”, resumen mientras se marchan.