La semana de la moda de París busca fórmulas para seguir facturando: del desnudo-vestido de Saint Laurent a la nostalgia comercial de Dior
Por primera vez en décadas la industria del lujo ha ralentizado su facturación. Las grandes marcas responden con alternativas dispares, y a veces confusas, en un intento por seducir a un cliente cansado de las viejas dinámicas
En los últimos 25 años hemos visto el ascenso y la caída de decenas de marcas, pero el lujo, como mercado, nunca había sufrido una recesión. Ni siquiera durante la crisis de 2008, cuando se empezó a oficializar esa máxima de que lo caro y exclusivo es inmune a las debacles económicas. En la pasada década las arcas de LVMH y Kering, los dos conglomerados empresariales que poseen más de la mitad de las firmas famosas que se ven en ...
En los últimos 25 años hemos visto el ascenso y la caída de decenas de marcas, pero el lujo, como mercado, nunca había sufrido una recesión. Ni siquiera durante la crisis de 2008, cuando se empezó a oficializar esa máxima de que lo caro y exclusivo es inmune a las debacles económicas. En la pasada década las arcas de LVMH y Kering, los dos conglomerados empresariales que poseen más de la mitad de las firmas famosas que se ven en las semanas de la moda de Milán y París, se dispararon exponencialmente, convirtiendo a Bernard Arnault, dueño del primero, en el hombre más rico del mundo. Ni la pandemia frenó las ventas. Pero aunque LVMH ha crecido en 2023 un 8% respecto al año anterior (ha rozado nada menos que los 90.000 millones de euros de facturación), el propio Arnault se mostraba sorprendido del tímido aumento en la facturación. Kering ha bajado sus ventas por primera vez en 15 años, disminuyendo su beneficio un 4%, con 19.600 millones de beneficio. No se puede hablar propiamente de recesión, pero sí de desaceleración del lujo, algo insólito en lo que llevamos de siglo XXI.
Después de años de viralidad, de interpelar a la generación Z y de difuminar las barreras entre moda y entretenimiento (con series, películas, aperturas de cafés y merchandising variado), el año pasado las firmas, casi en su conjunto, decidieron subir los ya de por sí desorbitados precios de sus productos, dirigiéndose de forma explícita a ese 1% de la población que amasa la mitad de la riqueza mundial, y crearon piezas básicas con el argumento de la excelencia de los materiales o productos de ediciones limitadísimas y etiquetas de cuatro cifras. No parece haber funcionado, o no del todo. Y las primeras jornadas de la semana de la moda de París han dejado entrever esa confusión, sobre todo en los dos grandes pesos pesados que han presentado colección estos dos primeros días, Dior y Saint Laurent, propiedad de LVMH y Kering, respectivamente.
En un informe de la financiera HSBC, publicado por The Financial Times el pasado mes de diciembre, se estimaba que del total de la facturación de LVMH (que también posee marcas de joyas, cosmética y licores), un 51% provenía de Louis Vuitton y un 12% de las prendas (y no los perfumes) de Dior. Desde hace un par de años, en las redes sociales se pueden leer críticas a Maria Grazia Chiuri, la directora creativa de esta última firma, porque “no emociona” o hace “ropa demasiado comercial”. Quizá Chiuri, una de las mentes más privilegiadas de la moda actual, no quiera emocionar, pero sí vender. Y le sobran argumentos para vender.
La italiana, una de las pocas mujeres al frente de una gran marca, fue la primera en reivindicar de forma honesta el feminismo en sus colecciones. No solo porque sus creaciones son prácticas y realistas (Christian Dior y su new look devolvieron la incomodidad al armario femenino en la posguerra), también porque se rodea de fotógrafas, escritoras y artistas para hacer valer la mirada femenina en el proceso creativo. Este pasado martes, la carpa que Dior situada en el Jardín de las Tullerías estaba decorada por las esculturas y los murales de Shakuntala Kunkarni, una autora de Bombay cuyas obras, principalmente armaduras de bambú, reflexionan sobre las fuerzas contradictorias que operan en el cuerpo de las mujeres. La colección parecía tener poco que ver con el decorado: inspirada en Miss Dior, la colección de prêt-à-porter que Marc Bohan, entonces director creativo de la casa, lanzó en 1962, Chiuri sacó a la pasarela botines y zapatos de pulsera destalonados, abrigos de corte trapecio y doble botonadura, botas mosqueteras con minifaldas blancas o gabardinas. Algo así como la quintaesencia que ha trascendido de la estética de los sesenta en el imaginario popular.
No, no es emocionante, pero sí muy inteligente. Primero, porque se trata del momento clave de liberación de la silueta femenina, algo que le permite a la diseñadora redundar en su discurso. Segundo, porque elegir el periodo en el que Dior, quintaesencia de la alta costura parisina, comenzó a fabricar en serie es un modo sutil de hablar de democracia (toda la que permite el lujo) y de desencorsetamiento de las convenciones y los protocolos en un momento en que la moda de alta gama parece haberse visto obligada a renunciar al oropel. Y, tercero, porque los grafitis en los que podía leerse la palabra Miss Dior en chaquetas o faldas, aparte de un reclamo perfecto en la era TikTok y una forma de hacer que esta colección sea literalmente reconocible dentro de seis meses, son un apelativo directo a Catherine Dior, la hermana del fundador de la casa, miembro destacado de la resistencia francesa y prisionera en un campo de concentración. El lunes, un día antes del desfile, se proyectaba en un club de la capital francesa para un puñado de invitados el primer capítulo de la serie The new look (Apple TV), que narra no solo la vida de Christian Dior, sino sobre todo el modo en que los grandes nombres de la moda francesa tuvieron que enfrentarse, de forma dispar, a la ocupación nazi. Guardando mucho las distancias, el momento actual y el momento por el que pasa el lujo en particular, convierten este momento concreto en pertinente.
La colección de Anthony Vaccarello en Saint Laurent recordaba curiosamente a la polémica colección Libération que presento Yves en 1971, inspirada en las mujeres que fueron castigadas por colaborar con los nazis. El martes por la noche, como siempre en las inmediaciones de la Torre Eiffel, la firma levantaba un imponente escenario circular, lo rociaba con Opium y lo decoraba con sofás de cuero y pesadas cortinas verdes (una réplica de las que Yves tenía en su casa parisina) para mostrar una colección que, como aquella, contaba con pesados abrigos de pelo, a veces agarrados por el brazo, altísimos tacones y una silueta ceñida y cuajada de transparencias. Salvo dos trajes de chaqueta y otros dos minivestidos de seda que emulaban antiguos saltos de cama (ligueros incluidos), toda la colección se trató de reiteraciones de piezas ceñidas de gasa transparente, que dejaban ver las bragas y los pezones y que también se ceñían a la cabeza, algo así como una media semitraslúcida convertida en falda, en top y hasta en tocado y adornada con grandes pendientes y brazaletes.
El diseñador argumentaba en las notas que acompañaban al desfile que se trataba de una vuelta al grado cero, al prototipo del taller, al inicio de la creación y al momento en que un cuerpo empieza a vestirse. Una idea visualmente muy efectista pero ejecutada de forma demasiado literal. No solo porque las modelos, muy delgadas, exponían más sus cuerpos que la ropa que teóricamente los cubría, también porque es complicado imaginar la producción de este desfile y su puesta en tienda, con percheros repletos de gasas transparentes de color carne. Vaccarello, sin embargo, ha querido apostar por su propuesta de manera tan tajante que en todo el desfile solo apareció un único bolso, fuente principal de ingresos de la marca. Apelar a la sexualidad explícita, sobre todo cuando Instagram prohíbe mostrar pezones, es un truco antiguo pero eficaz. Quizá sea esa la alternativa para mantener a flote una marca que hasta hoy llevaba un ascenso imparable en su facturación. O quizá sea simplemente un ejercicio creativo vacío. En este periodo de transición hacia alguna parte todo es posible.
La delgadez de Saint Laurent llamaba especialmente la atención porque el desfile anterior, el de la belga Ester Manas, también utilizaba la gasa, esta vez de colores, para ceñir cuerpos de tallas y siluetas diversas, como suele ser habitual en ella, demostrando que la creatividad en este sector puede ser realista, algo que la mayoría, escudada en una supuesta perfección inalcanzable, no parece tener todavía claro.
Pero en estas dos jornadas en las que las grandes firmas no parecen tener claro qué camino tomar para seguir aumentando las marcas siempre hay alguien que parece tenerlo claro: Dries van Noten. No importa que no haya derrochado mezclas de estampados, que es lo que siempre se espera de él, porque hasta con las mezclas audaces de colores pastel, con las bomber y los vaqueros a la rodilla, con los abrigos con pequeños flecos plateados (que se replicaban de algún modo en el largo flequillo de las modelos) sigue siendo Dries van Noten, alguien que lleva 40 años cambiando para que nada cambie, que nos recuerda que la moda es expresión, pero que no hacen falta desnudos ni fuegos artificiales para que lo sea. Solo hace falta saber jugar con los tejidos, explorar la gama cromática y saber cortar sutilmente prendas básicas para marcar la diferencia. Y sin intentar ni seducir a las masas ni a ese hipotético 1% que, según las grandes marcas, un día quiere jerséis de cachemir, otro ser democrático y al siguiente parecerse a una estrella en la alfombra roja.