Margarita de Inglaterra y Antony Armstrong-Jones, 60 años de un matrimonio que nunca debió ser
La hermana de Isabel II se casó con el fotógrafo después de que la reina le prohibiera unirse al capitán Peter Townsend, que estaba divorciado
El 6 de mayo de 1960 todo aparentaba felicidad. Parecía que la boda entre Margarita, princesa de Inglaterra, y Antony Armstrong-Jones, fotógrafo, era la culminación de una bella historia de amor y el principio de un matrimonio agraciado, el primero en 400 años entre un miembro de la familia real británica y alguien de fuera de ella. Aquellos festejos, que vieron 300 millones de personas en todo el mundo, con los novi...
El 6 de mayo de 1960 todo aparentaba felicidad. Parecía que la boda entre Margarita, princesa de Inglaterra, y Antony Armstrong-Jones, fotógrafo, era la culminación de una bella historia de amor y el principio de un matrimonio agraciado, el primero en 400 años entre un miembro de la familia real británica y alguien de fuera de ella. Aquellos festejos, que vieron 300 millones de personas en todo el mundo, con los novios engalanados —ella, con un alabado vestido de Norman Hartnell— y con los Windsor sonrientes como pocas veces, no tuvieron final feliz. No hizo falta mucho tiempo. Ahora, 60 años después, se sabe a ciencia cierta que un noviazgo que nació viciado no llevó más que a un matrimonio desgraciado y a un agrio divorcio entre Margarita y Armstrong-Jones.
Cuando se casó, a Margarita le faltaban un par de meses para cumplir los 30 años, pero ya había degustado las mieles y las hieles del amor. Cuando tenía 22, se enamoró del capitán Peter Townsend, un piloto de las Fuerzas Aéreas y héroe de guerra a las órdenes de su padre, el rey Jorge VI. El afecto era mutuo, pero no sencillo. Townsend tenía entonces 38 años y se acababa de divorciar de Rosemary Pratt, madre de sus dos hijos, Giles y Hugo, porque ella le estaba siendo infiel con John de Laszlo (hijo del pintor John de Laszlo), con quien acabó casándose y teniendo dos hijos. Margarita estaba dispuesta a llevar su romance hasta el final, pero su familia no se lo consintió.
Los medios británicos descubrieron el romance por un sencillo pero definitivo gesto: en la boda de su hermana Isabel se vio a la princesa quitándole al capitán una pelusa del traje. Cuando todo estalló, los Windsor trataron de poner tierra de por medio enviando a Townsend al exilio de Bruselas y dando tiempo al tiempo. Un tiempo muy valioso para Margarita: si mantenía su relación y a los 25 años quería casarse con el piloto, no necesitaría la aprobación familiar. Aquello nunca llegó a suceder. La princesa emitió un comunicado afirmando que se mantendría fiel a sus valores cristianos, a la Commonwealth y a sus deberes dinásticos. Y Townsend encontró otro amor. En 1958 conoció a Marie-Luce Jamagne. En 1959, cuando él tenía 45 años y ella 20, se casaron. Tendrían tres hijos.
Dicen que Margarita aceptó la propuesta de matrimonio de Armstrong-Jones un día después de que Townsend se fuera a casar con Jamagne. Se habían conocido en la boda de unos amigos en el año 1958 y conectaron. Aunque el fotógrafo no era de sangre azul, conocía bien esos aristocráticos ambientes. Su madre se había casado en segundas nupcias con un conde, por lo que tuvo que adaptarse a una familia que a menudo le hacía de menos, tanto a él como a su hermana. Educado en Eton y Cambridge, dos de las escuelas más snob de Inglaterra, publicaba sus retratos en medios como Vogue o Tatler, por lo que sabía cómo manejarse entre los británicos de más alta alcurnia sin miedo ni vergüenza. Una desenvoltura que conquistó a Margarita, y también a su familia. La reina madre adoró a su yerno hasta el final de sus días.
Tras aquellos festejos en Westminster, todo empezó a desmoronarse. Y lo hizo muy rápido. La imagen de la princesa y el ya conde Snowdon, un soplo de aire fresco para la monarquía tras la Segunda Guerra Mundial, con sus fiestas chic y sus amigos bohemios, cayó. Su ansia de estar en el punto de mira, de ser los dos las estrellas del momento, les destrozó. El matrimonio pronto empezó a hacerse ver como un par de fiesteros con una adicción incontenible al alcohol que coqueteaban de más con las drogas. Esos no eran los únicos coqueteos. Las infidelidades de ambos eran públicas.
De hecho, en febrero de 1967, los rumores de una posible separación llegaron a la prensa con tal fuerza que el fotógrafo tuvo que desmentirlos. Entonces ya tenían a sus dos hijos, David (1961) y Sarah (1964, ahora apellidada Chatto). “Es la primera noticia; de ser cierto, sería yo el primero en saberlo”, contó, tras un sospechoso viaje a Nueva York para, supuestamente tratar de alejarse de Margarita, aunque él alegó que era por trabajo.
Sus broncas se hicieron públicas. Gritos, portazos, numeritos en público, amantes sin control, notas cargadas de mal gusto que le dejaba Snowdon a su esposa, para que se enfureciera al leerlas, como esa en la que le decía, “Pareces una manicurista judía, te odio”. Craig Brown, autor de una biografía de la princesa llamada Ma’am Darling: 99 Glimpses of Princess Margaret, afirmaba que su hogar en el palacio de Kensington siempre estaba lleno de “pullas, discusiones” que hasta sus amigos notaban. “Ante una fiesta o un acto público, él ponía empeño en hacer llorar a la princesa para que llegara hinchada y con los ojos rojos”.
Sendas infidelidades marcarían su ruptura definitiva a mediados de los setenta. El fotógrafo empezó a verse con frecuencia con Lucy Lindsay-Hogg, que acabaría por ser su segunda esposa. Pero fueron más discretos que Margarita con el jardinero Roderic Llewellyn, a quienes fotografiaron acaramelados en la isla de Mustique en febrero de 1976, cuando llevaban saliendo juntos tres años. Ella tenía 46 años y él 28.
Apenas un par de días después, llegó el mensaje que tantos esperaban: “Su Alteza Real la princesa Margarita y el conde Snowdon han decidido, de mutuo acuerdo, suspender su convivencia. La princesa seguirá con sus tareas y funciones públicas sin la compañía de lord Snowdon. No hay planes para un proceso de divorcio”. Sí lo hubo, en junio de 1978. Dos décadas de relación que tardaron menos de dos minutos en despacharse. Pero que ya no se borrarían para la historia.