Joana Vasconcelos, artista, aristócrata y karateca: “Madonna me dijo que ella y yo hacíamos lo mismo”
La creadora lusa reflexiona sobre lo femenino y lo doméstico, bate récords mundiales de visitantes y, dice, de lo que más disfruta es de que la reconozcan en el supermercado
A lo largo de un cuarto de siglo de carrera, Joana Vasconcelos (París, 51 años) ha perfeccionado el arte de la espectacularidad. También el de la discreción. Semanas después de este encuentro en Madrid, daría a conocer su obra más ambiciosa hasta la fecha, La tarta de boda, un pabellón de 12 metros en forma de pastel de tres pisos con más de 15.000 azulejos de cerámica levantado en los jardines de la Fundación Rothschild, en Inglaterra. También re...
A lo largo de un cuarto de siglo de carrera, Joana Vasconcelos (París, 51 años) ha perfeccionado el arte de la espectacularidad. También el de la discreción. Semanas después de este encuentro en Madrid, daría a conocer su obra más ambiciosa hasta la fecha, La tarta de boda, un pabellón de 12 metros en forma de pastel de tres pisos con más de 15.000 azulejos de cerámica levantado en los jardines de la Fundación Rothschild, en Inglaterra. También repetiría colaboración con Dior, desplegando una inmensa escultura textil a modo de cúpula tentacular para el desfile de O/I 2023/2024. Pero en ese momento prefiere no hablar aún de proyectos que no han visto la luz. Su parada exprés en el Club Matador de Madrid era por uno más sencillo: el cuaderno de artista Liquid love, que acompaña la edición de este año de la emblemática revista Matador y que recoge las obras relacionadas con lo acuático a las que la portuguesa se siente más ligada emocionalmente. Quizás por eso esta conversación transcurre por terrenos más íntimos que profesionales.
Desde su casa contempla la desembocadura del Tajo y su taller está en el puerto y le gusta dibujar en su dormitorio, mirando el océano por la ventana. ¿Por qué el agua es tan importante para usted? Vivir junto al agua es como hacerlo al lado de la montaña: son entornos particulares que tienen un impacto en quién eres. No puedo vivir aislada de ella y, al mismo tiempo, me siento privilegiada porque soy consciente de que mucha gente no tiene acceso a ella. Buena parte de mi obra parte de acercar lo doméstico y el lujo, y eso tiene conexión directa con el agua, que se ha convertido en uno de los grandes lujos.
¿Por qué le atrae el lujo como tema? Mi camino se sitúa entre la banalidad de lo doméstico y el impacto de lo lujoso. Me interesa mucho tender un puente, cambiar la identidad entre uno y otro, porque me ayuda a poner en valor determinadas ideas.
¿Desciende de la realeza portuguesa? Mi tatara-tatarabuela era Braganza y embarcó a Brasil con la corte portuguesa tras la invasión napoleónica. Allá era duquesa de la reina. Luego se quedó embarazada del rey. Tuve una tatarabuela hija bastarda del rey, toda una historia. Cuando volvieron a Portugal, su hija se casó con un Vasconcelos, una familia noble. Mi abuelo se quedó con el anillo de duque, pero después se volvió republicano. De niña, me llevaba a un palacio en Sintra donde están todos los blasones y me decía: ‘Esta es nuestra familia’.
Y usted nació en París porque sus padres se tuvieron que marchar durante la dictadura de Salazar. Sí, eran revolucionarios, de izquierda maoísta. Estaban en contra de la guerra colonial y se exiliaron a París para no participar en ella. Mi padre era fotorreportero y mi madre, interiorista.
¿Cómo recibieron en casa que quisiera ser artista? No les pilló por sorpresa. Mi abuela Alice era pintora, y mi abuelo Álvaro me decía que llevaba muchas generaciones tener un artista en la familia. También tenía un tío que estuvo en la cárcel por republicano al que le encantaba bordar. Mi familia era particular. Al volverse de África, mi abuelo compró dos apartamentos mirando al mar en Lisboa, uno enfrente del otro. Mi tía vivía con ellos. Se casó muy tarde y estudió muy tarde también, pero fue una de las primeras portuguesas en licenciarse en literatura francesa en la Sorbona e hizo un doctorado en filosofía. Cuando llegué a Lisboa por primera vez, yo venía de estudiar en la escuela francesa, que era súper pija. A mis abuelos eso les pareció fatal. Entonces entré en escuelas alternativas. Me pusieron a dar clases particulares de portugués con mi tía. Todos pensaban que me enseñaba lengua, pero en realidad me enseñaba filosofía.
Hay un detalle fascinante de su biografía: a los 8 años se apuntó a clases de kárate. ¡Y aún hoy sigo siendo karateca! [Saca el móvil y enseña una foto posando con cinturón negro en un tatami]. Esta foto es de la semana pasada. Fui profesional hasta los 28 años.
¿Cómo decide una niña de un entorno tan intelectual entregarse al kárate? [Risas] En mi familia la discusión cultural y política era diaria. Mi tío era comentador en el Instituto de Estudios Políticos de París. Su generación, la de los años setenta en Portugal, estaba construyendo el país después de la dictadura. En mi casa siempre había grandes debates, por eso quizás la escuela me parecía un lugar tan poco interesante. Y mi padre era amigo de muchos artistas jóvenes. Tuve la suerte de crecer rodeada de cantantes, gente de la moda, de la pintura… Pero, al mismo tiempo, era una niña en un barrio de clase media alta donde no había demasiado que hacer. Una de las pocas actividades cerca de mi casa era el kárate. Todos mis amigos chicos iban, así que dije: “Yo también”. Era de lo poco a lo que podía ir sola andando.
¿Qué ha inculcado la disciplina del kárate en su arte? Mi familia era tan original, tan de izquierdas, que mi padre no se ponía corbata porque decía que no le representaba, no había tele ni se bebía Coca-Cola porque eran símbolos del imperialismo americano… Había un componente de arbitrariedad maravilloso. Y entonces apareció el kárate, con toda su estructura y la rigidez del maestro. Era pura disciplina. Competí, hice también kobudo [arte marcial donde se usan armas tradicionales de madera o metal]. Esos años me ayudaron a desarrollar un conocimiento muy particular del cuerpo. Luego, cuando estudié arte, el desarrollo intelectual fue muy grande. Y, más tarde, entendí que tenía que poner los tres juntos: el cuerpo, la mente y el espíritu.
Hasta su éxito internacional, el arte en Portugal parecía una cosa de hombres. ¿Por qué ha costado tanto que la tomaran en serio en su propia tierra? Y sigue siendo cosa de hombres, pero es interesante repensar esta tradición, porque sus precursoras más interesantes e influyentes en realidad son mujeres: Vieira da Silva, Paula Rego, Helena Almeida… A mí, en Portugal, la aceptación me ha llegado por parte de la gente. Soy esa artista que reconocen en el supermercado. El otro día iba apurada con mi hija en un centro comercial y se me acercaron para decirme: “Perdona, solo quería darte las gracias”. Y yo: “¿Por qué?”. “Por tu obra”. “Gracias a ti, ¡me das una alegría!”. Así que la crítica me da igual, porque eso no tiene precio. Cuando la gente se acerca a decirte algo así, de corazón, te quedas sin palabras.
Parte de su éxito se debe a esa inmediatez, a que resulta fácil de comprender para mucha gente. ¿Considera anticuada la idea de que el arte solo deben entenderlo algunos? Muchos de mis colegas dicen que solo necesitan del reconocimiento de sus pares, del medio artístico. Yo digo que ese reconocimiento es muy importante, pero la obra de arte existe de una forma mucho más larga en el tiempo. Son todos los humanos quienes deciden que tal artista es digno de atención. Yo soy muy afortunada. No todos tienen el privilegio de que 500.000 personas acudan a ver su exposición.
Creo que Madonna visitó su taller. ¿Le compró algo? No compró nada, pero vino a verme.
¿Y cómo llegó a su taller? Porque Valentino, el diseñador, vino a Lisboa y organizó una fiesta a la que estaba invitada Madonna. Cuando apareció, pude charlar con ella. Me dijo: ‘Tú y yo hacemos la misma cosa, hablamos de lo doméstico’. Había entendido perfectamente lo que hago y tuvimos una conversación súper interesante sobre lo conceptual en nuestro trabajo.
Utiliza elementos cotidianos para reflexionar sobre la condición femenina y su rol, como con su famosa lámpara de araña hecha con tampones que bautizó como La novia o el zapato Marilyn hecho con ollas. ¿Todavía quedan por romper muchos estereotipos de género? Sin duda, hay muchas barreras que derribar. Y me parece importante exponerlo de una manera clara: detrás de una imagen bella puedes lanzar un mensaje que contribuya a pensar en esos estereotipos. Tenemos argumentos para pensar en esto cada día, cuando vemos las noticias sobre Irán y el velo, por ejemplo. Mi pieza del burka estrellándose contra el suelo es muy gráfica y colorista, pero también pretende ser impactante e invitar a la reflexión.
Cuando la invitaron hace una década a ser la primera mujer en exponer en el Palacio de Versalles, precisamente le censuraron esa obra del burka y su lámpara de tampones. ¿A qué lo atribuye? A que una es un burka y la otra está hecha con tampones. Y no se pueden mostrar cosas así en Versalles, no es correcto. Esa fue la justificación que me dieron. Dime tú en qué lugar sitúa eso el mundo en el que vivimos.
Duchamp, una de sus máximas influencias, siempre será recordado, por encima de todo, por su inodoro. En su caso, ¿por qué obra en concreto le gustaría ser recordada? Preguntar eso a un artista es como pedirle que elija entre sus hijos. De la misma manera que muchas de mis obras están hechas para que las complete el espectador con su participación, la memoria de mis obras también les pertenece a ellos.
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