Vida y muerte de Rambal, el “maricón de barrio” gijonés que se convirtió en un símbolo de libertad
Una estatua homenajea desde hace unos días a Alberto Alonso Blanco, alias ‘Rambal’, un hombre que se atrevió a ser libre en su sexualidad y su expresión de género en pleno franquismo y encontró un final trágico que alimenta su leyenda
“Yera maricón de nacimiento/ Una cosa mítica en Xixón/ Fíu de Concha La Guapa/ Yera un ídolu, una juerga/ Yera la madre que lo parió”. Así empieza Rambalín, la canción de Rodrigo Cuevas incluida en su álbum Manual de cortejo, y el “maricón de nacimiento” es Alberto Alonso Blanco, más conocido como Rambal, en honor al galán c...
“Yera maricón de nacimiento/ Una cosa mítica en Xixón/ Fíu de Concha La Guapa/ Yera un ídolu, una juerga/ Yera la madre que lo parió”. Así empieza Rambalín, la canción de Rodrigo Cuevas incluida en su álbum Manual de cortejo, y el “maricón de nacimiento” es Alberto Alonso Blanco, más conocido como Rambal, en honor al galán cinematográfico valenciano Enrique Rambal. El Rambal asturiano fue una figura casi mítica en el Gijón del franquismo desarrollista, un hombre homosexual que no se escondía a pesar de los peligros que entrañaba en la época, un vecino modélico, un artista del transformismo que en la madrugada del 19 de abril de 1976 fue apuñalado y quemado en su casa del barrio gijonés de Cimavilla. Tenía 47 años. La policía nunca encontró al culpable y en la investigación fallida muchos vieron manos negras. Aquella noche murió el vecino más popular del barrio. “A Rambal el único que no le quería fue el que lo mató”, repiten todavía las vecinas. Y nació una leyenda.
Cuevas, cantante, compositor y agitador cultural, es uno de los que se ha rendido a Rambal: “Lo que me interesa de su figura es que en pleno franquismo, en un tiempo en el que había campos de concentración para personas LGTBIQ+ y estaba vigente la ley de vagos y maleantes, vivió su homosexualidad con toda naturalidad, con total apertura, algo que pudo hacer porque hubo un barrio que se lo permitió y que lo dejó ser como era”. Para explicar a Rambal hay que entender antes Cimavilla, el barrio de pescadores y cigarreras gijonés, “un pueblo dentro de una ciudad”, un rincón lumpen en los setenta, patria del Xixón Sound en los noventa y hoy otro territorio víctima de la gentrificación en el que los dúplex a precios desorbitados y los pisos vacacionales van borrando chigres y parroquianos.
“Como persona que ya nació en democracia pero también tuvo dificultades para hablar abiertamente de su homosexualidad, me fascinó el hecho de que una persona con muchas más dificultades sociales que yo pudiera vivirlo de esa manera”, explica el cantante a ICON días antes de participar como maestro de ceremonias en el homenaje que el barrio que lo vio nacer y morir le dedicó y en el que se descubrió una estatua a su figura. No faltó uno de esos pasacalles que él solía encabezar para, en palabras de la Asociación Vecinal de Cimavilla, “hacer honor a otros tiempos donde se combatía la oscuridad con luz y alegría”.
Miguel Barrero, autor del ensayo sobre Rambal La tinta del calamar, profundiza en el origen del mito. ”Creo que el fenómeno se debe, en primer lugar, a la propia naturaleza del suceso: fue un crimen irresuelto, con todo el morbo y todas las incógnitas que eso genera. El crimen de Rambal se dio en los prolegómenos de la Transición, es decir, pocos años antes de que el conjunto de España, y Gijón en un sentido particular y Cimavilla en un ámbito aún más concreto, comenzara a experimentar una transformación económica que conllevaría también una modificación de su identidad”, contextualiza el escritor. “Su crimen marca el punto de inflexión entre dos épocas, igual que si el asesinato de Rambal hubiese supuesto también la muerte de todo un tiempo, de una determinada forma de estar en el mundo”.
En esos prolegómenos de la Transición, a los homosexuales se les aplicaba la ley de peligrosidad y rehabilitación social, vigente hasta 1995 y cuyas consecuencias explica bien Fernando Olmeda en El látigo y la pluma: Homosexuales en la España de Franco.
En la década de los setenta, ya en los estertores del franquismo, se encarceló a más de mil homosexuales, en su mayoría adolescentes sin recursos que habían abandonado sus pueblos buscando una vida más libre en las ciudades. Las medidas contra estos “peligrosos delincuentes” pasaban por el destierro, la prohibición de frecuentar “clubes, whiskerías y establecimientos públicos” y, con el fin de “reeducarlos”, la cárcel. A los activos se les recluía en Badajoz, a los pasivos en Huelva. Los motivos para acabar fichado eran tan diversos como aleatorios: una apariencia feminoide, una ropa demasiado alegre, ademanes amanerados o simplemente una denuncia maliciosa.
Ser abiertamente homosexual, esa expresión espantosa, era un pasaporte al infierno de las cárceles franquistas donde les esperaban violaciones, palizas y abusos. De uno de esos reclusos, el artista valenciano Francesc Oliver, Rampova, detenido por primera vez a los 14 años, recoge testimonio Olmeda: “Al llegar a la cárcel me exhibieron y me empujaron para que pudieran tocarme desde las celdas. ‘¡Aquí tenéis a esta nena, a esta putita!’, gritó un funcionario cuando llegué. Eras carne de cañón para ser violada. O te endurecías, o te mataban, o te suicidabas”. Ese es el contexto social en el que vivió Rambal. No hace falta mirar al legendario Stonewall de Nueva York, germen del orgullo LGTBIQ+. Todos los derechos de los que hoy disfruta el colectivo se levantaron sobre el desafío que representaban personas como Rambal o Rampova, maricones de barrio que no permitieron que la sociedad dictase normas a su deseo.
De la infancia de Rambal hay pocos testimonios. “Comenzó a singularizarse justamente cuando quedaron patentes su homosexualidad y su afición por el transformismo”, puntualiza Barrero. “No tuvo nunca un trabajo, vamos a decir, oficial. Se ganaba la vida con las gratificaciones que le podrían aportar sus convecinos a cambio de su ayuda en ciertas labores domésticas”. Era habitual verle en el lavadero, también planchaba, cuidaba niños y servía de recadero y confidente a las prostitutas. También obtenía dinero en los bares en los que de manera periódica hacía sus actuaciones. “Además, supongo, de las ganancias de su madre, que era pescadera. No hay que perder de vista que su existencia transcurrió en una precariedad importante”.
Rambal era una figura esencial dentro del tejido social de un barrio solidario que lo protegía y le permitía ser él mismo. Siempre con una sonrisa, como recuerdan sus coetáneos. Conocía a todo el mundo, pero como recalcan quienes lo recuerdan, nunca saludaba a nadie si no era saludado antes, para evitar suspicacias originadas por la pregunta: ¿se habrían conocido durante el día o durante la noche?
Cuando se apagaban las farolas, Rambal maximizaba ese carácter dicharachero y pícaro sobre los escenarios de diversos tugurios de la ciudad. Travestido, se arrancaba por Marifé de Triana. La exageración emocional de la copla siempre ha sido el mejor conductor de todo tipo de pasiones prohibidas. Pero Rambal no se limitaba al cancionero de las más grandes, tenía el suyo propio. Que vuelva a sonar Huye que viene el turco, uno de los éxitos que no faltaba en su repertorio, ha sido un empeño personal de Cuevas. “Los vecinos de Cimavilla me hablaron de ese cantar y quise recuperarlo, porque de él tan sólo nos quedan fotos”. Pudo darle forma gracias a otra ilustre del barrio gijonés del que es memoria viva, Ida Sánchez, hermana de la legendaria Fredesvinda Sánchez, La Tarabica, íntima amiga de Rambal.
Una de aquellas noches que parecía como todas las demás, Rambal se despidió de sus amigos en un bar habitual. Minutos después alguien lo vio en la calle discutiendo con otro hombre, más joven, más bajo, más enfadado. Le saludaron, pero absorto en la confrontación no devolvió el saludo. “No me riñas aquí en la calle”, fue lo único que le escucharon decir los testigos.
Unas horas después las hijas de sus vecinos lloraron. Habían escuchado gritos. Poco después alguien se despertó en el número 4 del Campo de las Monjas y el humo le hizo llamar a los bomberos. Cuando se aplacaron las llamas descubrieron una escena macabra: Rambal yacía recostado y casi desnudo sobre el lecho, con los pies en el suelo y la garganta abierta por un tajo. Había sido apuñalado con un estilete, un arma habitual en la época. Para cubrir sus huellas el asesino trató de quemar el cuerpo.
La escena hacía pensar en un crimen pasional. La policía, que tenía una agenda de desviados, interrogó a los sospechosos habituales. Se habló de Manolón, un camionero con el que mantenía una relación, pero estaba lejos de la ciudad. Se especuló con algún marinero de paso por el puerto. Se intentó conectar con el asesinato de otro transformista en Santander. “El círculo se estrecha”, se leía periódicamente en los periódicos locales. Lo que parecía una operación relámpago se fue dilatando y que la investigación no avanzase se achacó a la desidia por la muerte de un ciudadano poco ilustre. Hay quien sospecha que “altas esferas” paralizaron la investigación por miedo a que salpicase a quien no debía. “Ay, el día que yo hable…”, bromeaba a veces Rambal.
Se habló de políticos, del hijo de un concejal, de deportistas… Se especuló con un asesinato por encargo para prevenir la revelación de alguna indiscreción entre sábanas. Pocos días después del crimen, la investigación se detuvo abruptamente a falta de un par de semanas para la celebración del primer 1 de mayo tras la muerte de Franco. Por temor a que Gijón se convirtiese en un hervidero de reivindicaciones y altercados, a todos los policías locales se les ordenó que se dedicasen a asegurar el orden en la ciudad. Cuando la Brigada de Investigación Criminal volvió al trabajo, ya no había demasiado interés por resolver el asesinato. El pueblo, sin embargo, no lo había olvidado. En una de las coronas que acompañaron al féretro en su multitudinario funeral podía leerse: “Cimavilla pide justicia”.
“Poco antes de recibir aquella orden, los agentes habían identificado a un sospechoso cuyos rasgos encajaban con las descripciones que habían facilitado las últimas personas que vieron a Rambal con vida. Cuando pasó el Primero de Mayo y retomaron las pesquisas, aquella persona disponía de una coartada que hacía inviable su detención. ¿Era realmente una coartada real o se proveyó de ella aprovechando el tiempo que los policías dedicaron a investigar las posibles revueltas que podían surgir con motivo de la fiesta de los trabajadores?”. Esa es la gran pregunta planteada por Miguel Barrero, que en mayo publicará La otra orilla (Galaxia Gutenberg). “Como periodista, no dispongo de datos para decantarme por una u otra opción. Como escritor, y teniendo en cuenta los recursos que tenía a su alcance un régimen como aquél, no me resulta en absoluto descabellada la segunda”.
Rambal se ha convertido en obsesión para escritores o músicos. Rodrigo Cuevas no es el único. Pablo Und Destruktion también ha dedicado una canción a su figura. Lo mismo que cineastas: en Filmin puede verse el documental que le ha dedicado José Fernandez Riveiro. Entre todos otorgan al ilustre gijonés una visibilidad necesaria para explicar a una nueva generación que los derechos de los que gozan no nacen espontáneamente, sino de la lucha de los que nos antecedieron. Una reivindicación necesaria de un hombre que defendió su idiosincrasia por encima de una ley injusta y el rechazo de la sociedad bienpensante. Rodrigo Cuevas es consciente de la importancia de que alguien así no caiga en el olvido: “Son anclajes emocionales que nos ayudan a sentirnos identificados con un avance social, con una utopía. Rambal nos ayuda a definir muy claramente qué es bueno para la sociedad y qué es malo. Sus vidas funcionan como un cuento, como un romance, como una fábula, te ayudan a entender el mundo y a definir muy claramente lo que son los valores. Por eso hay que seguir contando su historia”.
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