Gloria y tragedia de Arnold Schwarzenegger, el niño maltratado que triunfó en el cine, la política y, ahora, la televisión
Uno de los actores más grandes de los ochenta y noventa debuta en la pequeña pantalla este viernes con ‘FUBAR’, al que seguirá un documental en tres episodios sobre su su vida
Clive James, escritor australiano, describió en cierta ocasión al Arnold Schwarzenegger de 30 años, culturista de cuerpo recauchutado, como “un condón lleno de nueces”. Es más que probable que Schwarzenegger leyese la frase: según uno de sus biógrafos, Michael Blitz, autor de la desopilante crónica ...
Clive James, escritor australiano, describió en cierta ocasión al Arnold Schwarzenegger de 30 años, culturista de cuerpo recauchutado, como “un condón lleno de nueces”. Es más que probable que Schwarzenegger leyese la frase: según uno de sus biógrafos, Michael Blitz, autor de la desopilante crónica Why Arnold Matters: The Rise of a Cultural Icon (Por qué Arnold es importante: el auge de un icono cultural), el actor, político y antiguo atleta austríaco es un narcisista contumaz que intenta “leer hasta la última línea que se publica sobre él”.
Como tantos otros iconos de la constelación pop, Arnold parece tener una relación esquizofrénica con su propio personaje: “Adora el nivel de notoriedad que le proporciona, pero detesta verse reducido a lo que considera una vulgar caricatura”. Le mortifica, en especial, que los ingentes esfuerzos realizados para “esculpir” su cuerpo a conciencia en la que él mismo describe como la etapa decisiva de su vida, entre los 15 y los 25 años, puedan ser despachados con una frase cínica y corrosiva como la de James.
Schwarzenegger se resiste a brazo partido a la noción de que sus éxitos personales puedan resultar ridículos, que la musculatura soberbiamente bruñida que él concibe como una obra de arte fruto de la determinación y la disciplina pueda ser objeto de chanzas crueles como la de James, el hombre que pensaba que “el sentido del humor no es más que el sentido del humor cuando se pone a bailar”. Schwarzenegger ha intentado bailar. Ha incurrido incluso, con notable éxito, en esa difícil artesanía contracultural que es reírse de uno mismo. Pero su sentido de la propia dignidad hace que no tolere del todo bien que los advenedizos pretendan bailar con su legado.
Siempre en el candelero
Este viernes se estrena en Netflix FUBAR, la ficción episódica en que Schwarzenegger encarna a un veterano agente de la CIA, y el 7 de junio aterrizará también Arnold, una serie documental de tres capítulos con la que Netflix se ha propuesto mostrar “al hombre que se esconde tras los músculos”. Y no se trata de un hombre cualquiera. Por mucho que su tríceps haga pensar en un profiláctico abarrotado de frutos secos, Schwarzenegger es un individuo complejo con una biografía particularmente rica.
Está el niño escuálido que competía con su hermano mayor por el cariño de su padre, un simpatizante del nazismo que encontraba un deleite cruel en comportarse con su familia como un Adolf Hitler de pacotilla (Schwarzenegger ha contado que su padre le pegaba, convencido de que era homosexual). Está el joven atleta que emigró a los Estados Unidos con 21 años, con apenas un puñado de chelines austríacos en el bolsillo y con un vocabulario en inglés que no superaba las 20 palabras. Está el culturista superdotado que ganó en siete ocasiones el Mr. Olimpia y se proclamó, en 1968, Mr. Universo mientras se ganaba la vida como albañil en Los Ángeles.
Está, por supuesto, el actor que empezó a asomar a la gran pantalla en 1970, con el papel de Hércules en Hércules en Nueva York, y que perseveró, pese a las críticas atroces, hasta ganar un Globo de Oro por Stay Hungry (1976), a las órdenes de uno de los grandes del New Hollywood, Bob Rafelson. Está el icono del cine de acción de los ochenta, con esa ristra de taquillazos incombustibles (o nefandos, depende de a quién pregunten) que va de Conan el bárbaro (de 1982, que tuvo un delirante rodaje en España del que ya hablamos aquí) a El último gran héroe (1993), pasando por la saga Terminator, Danko: calor rojo (1988), Desafío total (1990) o Depredador (1987).
Está el huésped habitual de las páginas de prensa del corazón que tuvo la osadía de casarse con una Kennedy, la periodista Maria Shriver, mientras expresaba en público su simpatía por los republicanos Ronald Reagan y George Bush, o que se vendía como partidario de la plena restauración de los valores familiares mientras tenía una relación clandestina y un hijo secreto con Mildred Baena, su empleada doméstica de origen guatemalteco. Está, en fin, el admirador de Richard Nixon que se presentó a las elecciones del estado de California prometiendo austeridad fiscal y masculinidad firme contra el dispendio extravagante “y la falta de hombría” de los políticos demócratas para acabar convertido en defensor de los derechos de las minorías sexuales y gran impulsor del ecologismo neoliberal, una etiqueta que ni siquiera existía antes de él en el supermercado de las ofertas ideológicas.
Una infancia traumática
Para Michael Blitz, Schwarzenegger ha conservado la coherencia y la cordura entre tanto requiebro existencial y biológico porque nunca se ha perdido de vista a sí mismo, “al niño que fue y al personaje que construyó para rescatarse de una vida mediocre”. Si hubiese que destacar una de sus cualidades esta sería, en opinión de Rory Carroll, periodista de The Guardian, “su desmesurada ambición unida a una oceánica confianza en sí mismo”. Schwarzenegger es “un entusiasta patológico”. Nunca se rinde, nunca da su brazo a torcer, siempre se exige “esa brazada de más que te lleva a una nueva orilla” y, además, se las arregla para conservar la sonrisa.
Algunas de las anécdotas de su vida abundan en su carácter de individuo terco, de una resiliencia mercurial y, al mismo tiempo, lúdica. El Schwarzenegger más conmovedor tal vez habría que buscarlo en el niño que intentó jugar a fútbol porque su padre mostró un cierto interés por este deporte que no se le daba del todo bien a su hermano mayor, Meinhard, estupendo boxeador y alpinista. El espigado preadolescente que era Arnold se obstinó en darle patadas al balón hasta que su padre perdió el interés tras verle perder un partido intrascendente. De ahí pasó a levantar pesas, harto de que hermano y progenitor le reprochasen que fuese espigado y enclenque y que su padre, el nazi Gustav, agente de policía, veterano de guerra, maltratador crónico, llegase a plantearse si aquel alfeñique sensiblero era o no hijo biológico suyo.
El Schwarzenegger más simpático tal vez sea el chaval de 18 años que desertó del ejército austríaco en pleno servicio militar, en verano de 1965, para participar en una competición de culturismo en Alemania. Volvió con su copa al mejor debutante y fue a parar a los calabozos tras granarse una dura reprimenda de sus superiores, pero en sus memorias, Desafío total: mi increíble historia (publicadas en 2012), asegura que ese “raro” acto de indisciplina valió la pena.
Su paso por el ejército dejó otra anécdota memorable, cuando le enseñaron a manejar carros blindados. A uno en concreto, una antigualla que tuvo la oportunidad de pilotar por la campiña austríaca en ese año de servicio a la patria, le siguió la pista en décadas posteriores y acabó comprándolo cuando iba camino del desguace. Lo llevó a Estados Unidos, lo exhibió ante sus amistades y acabó cediéndoselo, en 2000, al museo militar de Motts, en Ohio. Años después, acudió al lugar a echarle un vistazo a su tanque y se encontró con que lo estaban exhibiendo en condiciones, en su opinión, deplorables. Así que solicitó que se lo devolvieran y hoy lo utiliza como “señuelo” en un programa educativo dedicado a jóvenes de los barrios conflictivos de Los Ángeles: si los muchachos se portan bien, Arnie se los lleva de excursión y les permite pilotar su tanque.
Ganar no lo es todo: es lo único
Otros aspectos fascinantes de la personalidad de Schwarzenegger tienen que ver con el uso en su años mozos de tácticas de desestabilización psicológica a sus oponentes, algo así como el trash talking habitual en el boxeo o el baloncesto estadounidense [intentar minar verbal y moralmente al rival para debilitarlo], pero poco menos que inédito en el mucho más versallesco mundo del culturismo europeo. Arnold dice que desarrolló estrategias muy sofisticadas para “torpedear la autoestima” de candidatos con mejores cuerpos que el suyo. En su opinión, más que juego sucio, el uso de este tipo de artimañas era síntoma de “una inteligencia superior” a la de sus rivales, por no hablar de la ciega determinación y el instinto competitivo que le han guiado siempre.
También es digna de mención la jugarreta que hizo a su rival de músculos en la pantalla, Sylvester Stallone, y solo se conoció años después. En 1990 le llegó un guion que consideró uno de los peores que había leído en su vida y, consciente de cómo funcionaban las cosas en Hollywood, filtró a la prensa su enorme interés por protagonizarlo. Como él preveía, esto levantó la suspicacia de su rival, Stallone, que luchó para hacerse con el proyecto. La maldad de Arnold funcionó. ¡Alto! O mi madre dispara se convirtió en un fracaso de crítica y público y, según el propio Stallone reconocería años después, “una de las peores películas del Sistema Solar”.
Un acento inigualable
Ya en Estados Unidos, el joven adulto dio pruebas de su carácter de hierro resistiéndose a cualquier intento de interferir en su carrera. Mark Hamill, el futuro Luke Skywalker, con el que trabó una cierta amistad cuando ambos empezaban a frecuentar pruebas de reparto, le recomendó que “eligiese un nombre artístico que la gente fuese capaz de recordar” y que se librase lo antes posible del espantoso acento que le hacía parecer “un nazi de opereta”. Como resulta difícil decirle que no a un hombre poseído por la Fuerza, Schwarzenegger siguió su consejo en una única ocasión: en su primer papel de relieve en la citada Hércules en Nueva York, aparecía acreditado como Arnold Strong y se esforzaba por impostar un acento más de los suburbios de Omaha que de las afueras de Graz.
El experimento le dejó un pésimo sabor de boca: no tenía sentido renunciar a lo que le convertía en distinto para sustituirlo por un nombre sin lustre y un acento postizo. Así que volvió al (después de todo, no tan impronunciable) Schwarzenegger y a ese deje teutónico del que ya nunca se ha querido desprender del todo, aunque haya demostrado en múltiples ocasiones que el acento yanqui se le da ahora mucho mejor que en 1970.
Lo mismo con la política. Arnold ganó por vez primera las elecciones a gobernador de California en 2003, en una época en que se consideraba discípulo de la austeridad fiscal de Nixon y del conservadurismo cultural de Reagan. Durante la campaña, insistió en presentarse como el Terminator que iba a borrar del mapa la irresponsable frivolidad y amaneramiento de los demócratas, pese a que a sus asesores consideraban más inteligente evitar las connotaciones negativas del personaje y presentarse como un mucho más amable poli de guardería.
Schwarzenegger tuvo claro que sus conciudadanos en el Golden State iban a comprar con mucha mayor devoción la línea dura que el paternalismo inane. Tenía razón, y su éxito dejó inaugurado el carril rápido, de la popularidad abrumadora como icono pop al poder político, con el que ha transitado después Donald Trump. Pese a todo, cuando se jugaba la reelección, en 2007, Arnold detectó a tiempo que el clima político estaba cambiando y se embarcó en un brusco golpe de volante que le llevó a posiciones centristas, incluso progresistas en determinadas cuestiones. Triunfó de nuevo. Y lo hizo aplicando la receta en la que más cree: confiar en su propio instinto.
Así es Schwarzenegger, un tipo con aspecto de condón relleno de nueves, pero duro como el pedernal, coherente en sus llamativas contradicciones y con una autoimagen a prueba de catástrofes nucleares. Todo un personaje que merece sin duda tantos documentales como quieran dedicarle.
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