¿Somos demasiado pesimistas? Cómo la literatura, la música y el arte describen un futuro terrible
Artistas y creadores se anticipan a las consecuencias del cambio climático y demás catástrofes provocadas por el hombre. Analizamos la tendencia y otro riesgo: que se banalice
The Ministry for the Future (El ministerio para el futuro), la última novela del autor de ciencia ficción Kim Stanley Robinson, comienza con una ola de calor. Arde el aire, pero lo peor es que el ambiente se ha llenado de vapor: la sensación es la de haber entrado en una sauna. Ancianos y niños mueren en las calles y bandas armadas roban los generadores eléctricos y los aparatos de aire acondicionado que ayudan a sobrevivir a quienes permanecen en el interior de algún edificio. Corr...
The Ministry for the Future (El ministerio para el futuro), la última novela del autor de ciencia ficción Kim Stanley Robinson, comienza con una ola de calor. Arde el aire, pero lo peor es que el ambiente se ha llenado de vapor: la sensación es la de haber entrado en una sauna. Ancianos y niños mueren en las calles y bandas armadas roban los generadores eléctricos y los aparatos de aire acondicionado que ayudan a sobrevivir a quienes permanecen en el interior de algún edificio. Corre el año 2025.
Como señala Layla Martínez en su ensayo Utopía no es una isla, “ya no creemos que el futuro esté ligado al progreso y vaya a ser necesariamente mejor. Se ha convertido en algo que nos produce miedo”. Y todas estas distopías, como la escrita por Stanley Robinson (otro ejemplo es la película Hijos de los Hombres, de 2006) se sitúan en un futuro verosímil y, tal vez, demasiado cercano. Aquellos mundos imaginarios –pero inminentes– se parecen mucho al nuestro: lo que cambia en ellos es la magnitud de problemas que ya padecemos o su alcance geográfico. Por ejemplo, la escasez de recursos provocada por el aumento de las temperaturas también afecta gravemente a las regiones más prósperas del planeta donde, por cierto, ya no quedan héroes. Se acabó la épica de las películas de catástrofes de los noventa: ahora los relatos los protagonizan ciudadanos comunes desconcertados ante unas dificultades que nunca imaginaron.
Hoy nadie ignora lo que es el cambio climático. Tras décadas de evidencia científica y trabajo de divulgadores y activistas, empezamos a estar familiarizados con conceptos como la acidificación de los océanos, la curva de Keeling, o la sexta gran extinción. Antropoceno es el término que recoge todos estos fenómenos y permite nombrarlos y reflexionar sobre ellos en conjunto. Fue acuñado en el año 2000 por el químico Paul Krutzen, que consideró que el efecto de la acción humana sobre la Tierra ha sido tan enorme que habría provocado un cambio de era geológica, y ya es popular fuera del ámbito académico –la canadiense Grimes le dedicó un álbum en 2019–. Esta noción ha circulado con rapidez porque resulta práctica para referirse sin rodeos a lo que se ha llamado “el problema de vivir y morir juntos en una tierra herida”. Se trata de un problema de una escala tan enorme que presenta interrogantes y genera desafíos para casi todas las disciplinas científicas –física, biología, geología, ingeniería–, filosóficas –cuestiona nuestro papel como especie, exige revisar toda relación o distinción entre naturaleza y cultura– y, por supuesto, también artísticas.
¿Qué arte para qué naturaleza?
La ficción climática es una parte pequeña pero muy visible de una serie mucho más amplia de prácticas creativas centradas en el Antropoceno. En 2019, el crítico y comisario Nicolas Bourriaud le dedicó la Bienal de arte contemporáneo de Estambul. En 2021, el León de Oro y las menciones de honor de la Bienal de Arquitectura de Venecia fueron para proyectos relacionados con la ecología. Imaginarios multiespecie, una exposición comisariada por Christian Alonso, está a punto de inaugurarse en La Capella (Barcelona). Y el CENDEAC de Murcia ha programado ya tres ciclos de conferencias (Post Arcadia I y II: ¿Qué arte para qué naturaleza? y El fin del mundo: una agenda para otro planeta) en torno a “la representación de las relaciones entre lo humano y lo natural”, en palabras de Miguel Mesa, su organizador. En definitiva: actualmente se trabaja sobre el Antropoceno en cada evento e institución cultural o artística del mundo.
“El arte y el diseño pueden funcionar como un mediador de escalas que traduzca fenómenos complejos como el cambio climático (del que no tenemos una experiencia inmediata) en imágenes concretas más fáciles de comprender y de percibir”, explica el filósofo Toni Navarro. “Para tomar conciencia de la dimensión del problema no basta únicamente con saber cuál es la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera: es necesaria una narración que dé sentido a esas cifras y sea capaz de interpelar a la gente”.
Bárbara Fluxá, artista multidisciplinar e investigadora del proyecto Humanidades energéticas: Energía e imaginarios socioculturales entre la revolución industrial y la crisis ecosocial del CSIC, añade que “la experiencia estética aporta un conocimiento que de algún modo te atraviesa e interpela, y que a veces, si el artista da en el clavo, resulta mucho más real y movilizador que los datos objetivos constatables. Por tanto, arte y ciencia se complementan”, Para ella, la introducción de la noción geológica de Antropoceno en el año 2000 sirvió para dejar de perder el tiempo. “El negacionismo sobre el impacto suicida del hombre sobre el planeta ya no es una postura razonable”, continúa Fluxá. “Por tanto, no estamos hablando de un futuro lejano, sino de un presente demoledor que ya todos podemos sentir en nuestras propias carnes.”
Santiago Talavera, artista plástico, también se dice “atraído por una pregunta que parece demasiado grande para nosotros”. Defiende que asistimos a una “demolición de lo sublime” que nos hace sentir “abrumados e impotentes ante el difícil ensamblaje de cambio climático, insostenibilidad y crisis de las relaciones humanas”. En Hauntópolis, una publicación con textos de Fernando Castro, Talavera especula con la posibilidad de un mundo sin humanos: el único rastro que queda de nuestra especie son nuestros objetos y nuestra arquitectura, convertida en ruinas. Precisamente sobre “futuras ruinas” canta Elisa Pérez, conocida como Caliza, en su reciente álbum El Descenso. “Llevo un par de años implicada en la lucha climática y ahora mismo me obsesiona. Tenía ganas de hacer un disco conceptual o con cohesión narrativa, y esta me pareció una cuestión interesante”, explica.
El peligro de la banalización
Toni Navarro alerta sobre un posible exceso de obra antropocénica: “Debe ser celebrado en la medida en que responde a una urgencia que exige nuestra implicación, pero también plantea problemas como la falta de compromiso y rigor detrás de muchas propuestas. Percibo una estetización preocupante del Antropoceno en su acepción más vaga; y, si bien es posible que la estetización no bloquee la acción política y pueda llegar a reforzarla, por lo general el tratamiento que se da desde el arte a ciertos conflictos y problemáticas del presente suele adoptar una forma frívola y banal.”
Estamos hablando de ese conflicto tan contemporáneo entre dato y relato. Fluxá profundiza en esta idea aplicada al campo del arte, tan lleno de particularidades: “Las obras deben estar sustentadas por un proceso de investigación previo, aunque eso no significa que deban aportar datos reales. Las prácticas artísticas ofrecen experiencias en las que las cuestiones se siguen enmarañando desde la imaginación, los afectos, las emociones… Nos hacemos preguntas y las trasladamos a las obras”.
¿Dominados por el pesimismo?
La cuestión del fin del mundo, recurrente en la historia de todas las civilizaciones, aparece cuando se atiende a las previsiones más alarmantes. Algunos artistas, como Talavera, son conscientes de que forman parte de una corriente apocalíptica: “Vivimos en un bucle de imágenes nostálgicas del pasado y futuros desalentadores que, lejos de movilizarnos para el cambio que podría conducirnos a un futuro mejor, nos arrastra al derrotismo y cierto nihilismo”. Entonces, ¿cómo trabajar sobre el Antropoceno sin que resulte descorazonador? Bárbara Fluxá explica que “desde los nuevos feminismos y los estudios decoloniales se están aportando otros modos posibles de estar en el mundo”. De la producción de los antropólogos Déborah Danowski y Viveiros de Castro, estudiosos de los pueblos indígenas amazónicos, Bárbara toma la visión de un mundo sin humanidad. “Es interesante porque se afronta desde una resistencia afirmativa. La visión de un mundo sin humanidad nos ofrece la oportunidad de llevar a cabo un cambio de paradigma post-antropocéntrico”.
Toni Navarro está atento a la producción de teóricos y artistas aceleracionistas que creen que los problemas del Antropoceno llegarán a solucionarse mediante la técnica. Eso sí, su éxito dependerá de que se desarrolle y aplique en condiciones políticas, sociales y culturales igualitarias y alejadas del capitalismo. Pone algunos ejemplos: “Me interesa mucho el proyecto de Design Earth, The Planet After Geoengineering, que reflexiona acerca de las tecnologías de intervención sobre el clima a partir de varias ficciones especulativas o ‘geohistorias’, al tiempo que las sitúa dentro de una genealogía que va desde las erupciones volcánicas hasta los planes militares de la Guerra Fría. En esta línea también está Planet City, un proyecto del arquitecto y cineasta Liam Young que explora el potencial productivo de la densificación extrema, en un futuro especulativo en el que diez mil millones de personas se concentran en una ciudad sostenible y autosuficiente que ocuparía el 0,02% de la superficie terrestre para resalvajizar el resto del planeta”.
Solo soy apocalíptico para poder estar equivocado
Parece un chiste: el presente es malo y las perspectivas son aun peores. Pero, como recuerda Fluxá, “la cultura es uno de los pocos lugares donde se puede generar un espacio de pensamiento crítico no mediado por intereses económicos, corporativos o tecnocráticos”. En 2020, Talavera utilizó una frase del filósofo Günther Anders (“solo soy apocalíptico para poder estar equivocado”) en una instalación con la que pretendía transmitir cierta esperanza. “Se trataría de invocar esos futuros calamitosos para que no se vuelvan realidad –defiende el artista–. Lo difícil es no caer en uno de los dos lados de la balanza: el nihilismo o radicalismo de salón, o el optimismo happycrático. Quizá el truco siga siendo afrontar el pesimismo de la inteligencia con el optimismo de la voluntad; retirarnos y hacer refugio para volver a sentir y repensar nuestra visión del mundo, renovar los lazos colectivos, poder dar la mano a quienes consideramos otros.”
“Además de un cambio cultural también será necesario un cambio sistémico en nuestras formas de producción y de consumo”, advierte Toni Navarro, “nuestras infraestructuras energéticas y, probablemente, también algún tipo de intervención geotécnica (como la captura y secuestro de carbono) para detener la catástrofe en curso.” ¿Estamos alimentando esa catástrofe cuando especulamos sobre ella? Definitivamente no, y responde Elisa Pérez: “Mientras la literatura, el arte o el cine especulan sobre futuros posibles, también contribuyen a crearlos. Pero los más responsables de lo que suceda a corto plazo seguirán siendo quienes legislan”.
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