El detalle en el que fallan todas las películas que intentan recrear los noventa (y por qué nadie puede solucionarlo)
El eterno retorno a las últimas décadas del siglo XX que experimentamos desde la era digital sufre una grave carencia: ni nuestras lentes ni nuestra moda rápida son capaces de reproducir los finos tejidos que sí atrapaba el celuloide
En 1996, David Cronenberg articulaba con Crash todo un tratado sobre erótica cinematográfica. Película organizada alrededor de una parafilia –personajes que buscan placer en accidentes de tráfico–, su potencia expresiva va más allá de la premisa provocadora: implícito en el nombre, una onomatopeya que imita el choque, está el recordatorio de que el sexo tiene que ver con tocar y ser tocados. De que la sensualidad es, en gran medida, una evocación del tacto. Con el debate sobre las escenas de s...
En 1996, David Cronenberg articulaba con Crash todo un tratado sobre erótica cinematográfica. Película organizada alrededor de una parafilia –personajes que buscan placer en accidentes de tráfico–, su potencia expresiva va más allá de la premisa provocadora: implícito en el nombre, una onomatopeya que imita el choque, está el recordatorio de que el sexo tiene que ver con tocar y ser tocados. De que la sensualidad es, en gran medida, una evocación del tacto. Con el debate sobre las escenas de sexo arreciando en redes sociales –¿es ético o pertinente recrear actos de intimidad en el cine tras el #MeToo?–, se reflexiona sobre el acto de observar a actores que se tocan. Sin embargo, olvidamos lo que significa, como espectadores, ser tocados: ¿nos interpela físicamente el cine de hoy?
Lo que ilustra Crash es que una película es sensual cuando logra ponernos en contacto con el mundo material. Es explícita, pero apenas vemos carne: la erótica está en la ropa y en las superficies, en cómo la cámara se posa sobre carrocerías metálicas, guantes de cuero, sábanas de seda y faldas de tweed, y evoca toda una sensación física a partir de la imagen. Constatamos que un medio a priori visual –cuántas veces hablamos del cine como evasión, como huida a un afuera del propio cuerpo– contiene una dimensión táctil. Pero este efecto parece más vivo en las películas de antes: en el cambio de década entre los ochenta y noventa, con thrillers eróticos como Vestida para matar (1980), Instinto básico (1992) o Carretera perdida (1997), alcanza su punto álgido. Las películas nos seducían a través del vestuario.
“Quizá pensamos los noventa en términos de textura por ser el último momento en el que el 35 milímetros era el formato generalizado”, explica Elena Duque, cineasta experimental (a través de cortometrajes como Mar de coral en 2022 o, más recientemente, Ojitos mentirosos). “La superficie sensible de la película es un material en sí mismo: una emulsión química que reacciona a la luz. Se trata de una sustancia, haluros de plata que recogen en infinitas micropartículas los colores y gradaciones tonales. ¡Es algo que se puede tocar! Tiene mucho sentido que sea un material tangible el idóneo para reproducir las texturas del mundo real. Ningún filtro reemplaza eso”.
A finales de los ochenta, por otro lado, el mundo de la moda experimentaba con lo táctil: “Se permitía todo, terciopelos, tul, volúmenes creados por los propios tejidos”, explica Esperanza García Claver, historiadora de la moda. “Los noventa fueron un bum y hablar de Alexander McQueen, Marc Jacobs o John Galliano es hablar de texturas”. El juego con estas y con el color –cuyo máximo representante en cine español fue Pedro Almodóvar con Tacones lejanos (1991) o Todo sobre mi madre (1999)–, marca un cine que trabaja con diseñadores como Armani, Donna Karan o Ralph Lauren. Visiones sensuales de la moda, como la de Tom Ford, empapan la pantalla. “Todo era tan minimal y sin silueta que pensábamos que estábamos ante el fin de la moda, pero ahora vemos que los blazers, los vestiditos lisos, todo ese estilo sexy y virginal es muy característico”, explica el ilustrador Abraham Menéndez. Que no nos engañe el falso recato de las rebequitas de mohair: “Entonces aún se sexualizaba. La moda era puro sexo”.
¿Hemos asexuado ahora la pantalla y el armario? Reconvertidas en industrias de la nostalgia, cine y televisión nos bombardean con reencuentros y remakes que sin embargo no siempre transmiten esta dimensión sensorial. Se hablaba a raíz de Todos aman a Daisy Jones (Amazon Prime Video), serie ambientada en los setenta, que no reproduce su aura como sí hacía Casi famosos (2000): anacrónica y digital, el ejercicio de nostalgia suplanta, mediante una propuesta cerebral, cualquier erotismo impreso en las imágenes. Pero no todo el cine comercial ha olvidado el tacto: Duque destaca el trabajo de Paul Thomas Anderson –que investiga nada menos que la moda en El hilo invisible (2016)– y su Licorice Pizza (2022). “Vemos pieles imperfectas, colores cálidos, luz increíble, y la textura y el brillo del poliéster que mandaba en los setenta”, recuerda. “Siempre hay reductos, donde hay miradas autorales y sensibles”.
Quedarse con una pieza
“Los noventa fueron los años del street style, la calle como pasarela de moda”, explica García Claver. Productos como Sensación de vivir (1990) o Fuera de onda (1995) provocaron un bum de las marcas y las prendas se popularizaron mediante la nueva fast fashion. Podemos trazar un recorrido táctil por varias décadas pensando en el jersey femenino de mohair –Natasha Kinski en París, Texas (1984)– o el twin set de cachemir, con jersey interior y chaqueta –Sherilyn Fenn (como el personaje de Audrey Horne) en Twin Peaks (1990), Meg Ryan en Tienes un e-mail (1998)–, ya en el Hitchcock de los cuarenta. Una evolución: el conjunto monocolor verde de Donna Karan que llevó Gwyneth Paltrow en Grandes esperanzas (1998), look icónico de la década .
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