Feijóo y el mito de Sísifo

La estrategia del PP pasa más por desmovilizar al oponente que por las propuestas propias

El nuevo líder de la oposición Alberto Núñez Feijóo en el palacio de la Moncloa en Madrid.Andrea Comas

Gobernar o no con la extrema derecha es la consecuencia de una encrucijada anterior que tiene que resolver Núñez Feijóo: hacer del PP un partido centrado, definitivamente homologable con la derecha europea, y vencer el eterno mito de Sísifo que han padecido los populares desde su fundación en 1989, con Fraga, ...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Gobernar o no con la extrema derecha es la consecuencia de una encrucijada anterior que tiene que resolver Núñez Feijóo: hacer del PP un partido centrado, definitivamente homologable con la derecha europea, y vencer el eterno mito de Sísifo que han padecido los populares desde su fundación en 1989, con Fraga, Hernández Mancha, Aznar, Rajoy o Pablo Casado. Empujar continuamente una piedra gigantesca montaña arriba rumbo al centro derecha, sólo para volver rodando hasta el valle de la derechización, donde Sísifo volvía a recogerla y empujarla de nuevo hacia la cumbre. Y así una y otra vez. Alfonso Guerra lo resumió: “Debían venir de muy lejos ya que llevan 40 años [incluida Alianza Popular] buscando el centro”.

La némesis de los citados fueron Felipe González, José Luis Rodríguez Zapatero y Pedro Sánchez. Frente a ellos, los líderes populares han utilizado en muchas ocasiones la aspereza extrema en las formas y un desacuerdo sistemático sobre algunas de sus iniciativas “fuertes”, presentadas como rupturas de las reglas del juego y, en última instancia, como amenazas a la convivencia o al consenso democrático.

Pablo Casado, el más reciente, adquirió durante los últimos tres años un tono durísimo en la crítica, que degeneró en muchos momentos en el insulto personal al presidente (que era solo “Sánchez”). Ello ha conducido a la sensación de una parte de la ciudadanía de estar permanentemente al borde del abismo, en coyunturas además tan excepcionales como la pandemia y sus primeras consecuencias inflacionistas, multiplicadas por la guerra de Ucrania. Como si España se encontrara en una travesía en la que se juega su propia supervivencia. Ello se ha plasmado en todo tipo de sondeos. Casado ha expresado con sus palabras y con el “lenguaje del cuerpo” la imposibilidad de aceptar el proyecto “radical” que el Gobierno de coalición entre los socialistas y Unidas Podemos está desarrollando (en definitiva, la mayor aplicación de recursos públicos de toda la historia, con el objeto de domar las sucesivas crisis) y que, en su opinión, rompe los consensos centrales de la transición: Sánchez y compañía estarían poniendo “patas arriba” los principios básicos del “Régimen del 78″.

Sería oportuno que Feijóo saliera de una vez de su tradicional ambigüedad y manifestase con hechos, no solo con palabras, si avala tal estrategia, que no es propia solo de la derecha española, sino que llega de la politología americana (Karl Rove), una estrategia que es un fenómeno anómalo en las democracias maduras. Ella se basa en el siguiente hilo argumental: las elecciones no se ganan sino que se pierden, por lo que es inútil competir en propuestas desde la oposición con el Gobierno; es más difícil atraer a los sectores identificados con el Gobierno que desmovilizar a una parte de ellos; en consecuencia, la habilidad para ganar elecciones consiste en movilizar a los nuestros radicalizando las posiciones para asegurarse su lealtad, y atribuir la radicalización al adversario para desmovilizarlo en lo que se pueda (Informe sobre la democracia en España, Fundación Alternativas).

Las estrategias instrumentales para triunfar en los comicios no han sido solo protagonizadas por un PP en la oposición. Durante los mandatos de Aznar y Rajoy en la Moncloa hay elementos que se repiten solo que al revés: la deslocalización de las críticas al Gobierno de turno trasladándolas de la arena parlamentaria a los medios de comunicación, de modo que el discurso parlamentario busca más el eco mediático que el intercambio de opiniones y programas; la desmesura en la crítica al adversario, sin respetar las reglas que exige la cortesía parlamentaria; la magnificación de los errores de los demás, así como la más mínima discrepancia con ellos; la distorsión de los hechos, negando haber realizado lo que consta en todas las hemerotecas y desautorizando las iniciativas del Gobierno no en función de los resultados sino de las perversas intenciones que se le atribuyen, etcétera.

En lo que resta de legislatura las condiciones no van a ser precisamente fáciles. Hay un nuevo actor del que percibir cómo se mueve, no solo cómo habla.

Apúntate aquí a la newsletter semanal de Ideas.

Más información

Archivado En