Los audios son (también) un grito de auxilio
Quería hacer una oda al audio de ‘wasap’, hacerme la posmoderna, pero no puedo. Por mucho que me duela, muchos mensajes que envío y recibo son fruto de las prisas y de querer abarcarlo todo
Cuando empecé a escribir esta columna, mi intención era componer una oda al audio enviado por wasap, hacerme la posmoderna, hundir un cuchillo en aquello que todo el mundo odia —”los audios son el fin de la comunicación”, me dijo prácticamente todo aquel al que pregunté— y, más que hurgar en la llaga, llenarla de purpurina. Pretendí lo que a casi todo el que quiera ser feliz no le queda más remedio que hacer a veces: romantizar horrores. Recordaba la primera vez que me pareció ver un destello de poesía en un audio: tenía 22 años, vendía seguros de vida por teléfono en un Madrid agostado...
Cuando empecé a escribir esta columna, mi intención era componer una oda al audio enviado por wasap, hacerme la posmoderna, hundir un cuchillo en aquello que todo el mundo odia —”los audios son el fin de la comunicación”, me dijo prácticamente todo aquel al que pregunté— y, más que hurgar en la llaga, llenarla de purpurina. Pretendí lo que a casi todo el que quiera ser feliz no le queda más remedio que hacer a veces: romantizar horrores. Recordaba la primera vez que me pareció ver un destello de poesía en un audio: tenía 22 años, vendía seguros de vida por teléfono en un Madrid agostado y un posible cliente me dejó un mensaje en el móvil explicándome por qué no iba a poder comprar el seguro. En aquel lamento de precariedad y disculpas se colaron las campanadas de la iglesia de la Concepción, en La Laguna, Tenerife, que era donde vivía el cliente. Las mismas que había oído cada día desde casa de mis padres hasta que me fui a vivir a Madrid. Se me saltaron las lágrimas, claro. Conservé ese mensaje y de vez en cuando lo escuchaba. En mi intento por ensalzar nuestra decadencia, quise traer a colación los audios que me han enviado mis amigas en este último año que he vivido fuera de España, contar la belleza de oír el entrechocar de vasos, el ruido de Madrid de noche, mientras en mi vida era mediodía, hacía 20 grados bajo cero y la nieve no dejaba de caer. Intenté traer estos momentos al frente, dejar la mugre al fondo. Pero no pude. Porque, por mucho que me duela, gran parte de las comunicaciones que emito y recibo por redes sociales son fruto del desmadejamiento de las vidas, de la prisa y el querer abarcarlo todo. No niego que hay veces en las que sigo arrancando belleza en el audio de una amiga que camina por la calle, ahogada, camino de no sé qué estreses. Pero si me alejo y observo, me araña el cerebro una pregunta a propósito de este jugar a la omnipresencia que perseguimos y nos persigue: “¿Vamos a seguir haciendo esto hasta que nos muramos?”. La pregunta no es mía. Aparece en Poco se habla de esto, de Patricia Lockwood, una novela brillante y espinosa editada en España por Alpha Decay.
Cuando pienso en los audios, en los posts, en las ideas lanzadas a puñados, señales que lanzamos esperando que alguien las recoja, se me reformula la frase que encontraba June de El cuento de la criada en el armario de un cuarto, una frase que llamaba a una fortaleza interna para poder seguir adelante. Nolite te Instagram bastardes carborundorum, es decir, no dejes que ningún estúpido de Instagram te trastorne. No nos engañemos: detrás de cada foto de agua, sol, verano y amistad vertida en las redes sociales se oculta un grito de auxilio de mayor o menor intensidad. Los audios infinitos son un aullido de socorro que pide poner en orden esa masa inmanejable de ideas, esa madeja enredada. Digo madeja y pienso en esa foto maravillosa de Almodóvar ayudando a su madre a ordenar la lana, las manos rectas colocadas una frente a otra y la lana roja enrollándose en ambas. Y se me ocurre que, si hay que desenredar, esa labor tendrá que hacerse en conversación de carne y hueso.
Poco se habla de esto, el libro de Patricia Lockwood que he mencionado antes, transmite a la perfección el apabullamiento y la falsa sensación de abundancia que ofrecen las redes sociales y la comunicación por medio de ellas. Empieza con una enumeración de todo lo que su protagonista se encuentra por la mañana cuando abre “el portal” (una suerte de red social que muestra contenidos): “Primeros planos de manicura artística, un pedrusco del espacio exterior, los ojos compuestos de una tarántula, una tormenta como de melocotón en almíbar en la superficie de Júpiter, Los comedores de patatas, de Van Gogh, un chihuahua encaramado a una erección (…)” y termina el párrafo preguntándose: “¿Cómo podía ser que el portal transmitiera esa sensación de privacidad, si solo entrabas cuando querías estar en todas partes?”. Esta última cuestión nos traslada a esa sensación de falsa omnipresencia y de control del mundo, que el filósofo y ensayista coreano-alemán Byung-Chul Han desgrana en su libro No-cosas. Quiebras del mundo de hoy (Editorial Taurus). “Dada nuestra relación casi simbiótica con el smartphone”, dice Han, “se presume ahora que este representa un objeto de transición”. Así es como llama el psicoanalista Donald Winnicott a aquellas cosas que posibilitan en el niño pequeño una transición segura a la realidad. Según Winnicott, los objetos de transición (un peluche, una manta, una caja, cualquier objeto por el que el bebé muestre preferencia y que lo calme) construyen en él un puente seguro hacia la realidad, hacia el otro. La fantasía infantil —¿infantil?— de tener el mundo bajo control. Esto nos lleva directamente a la experiencia con el móvil: nuestra voz lanzada hacia un interlocutor que debe escucharla (aunque quizás lo haga acelerando la velocidad, convirtiéndonos en ardillas), nuestras gracietas expuestas en redes, nuestro cerebro bebiendo información, el móvil como puente levadizo hacia una realidad que asusta, el audio como llamada desesperada —¡mamá!, ¡mamá!— que ruega establecer un contacto que no llega a serlo del todo. Me encuentro con alguien con quien he hablado muchas veces a través de audios en Instagram, derramando alegría y calidez la una por la otra. El encuentro resulta tibio, repleto de timidez mutua. “Pensé que éramos amigas”, pienso después. Pero no. Nada es sólido y tangible. “Se ha nivelado la distinción entre lo verdadero y lo falso”, escribe Han.
En medio de la escritura de esta columna, de pronto, se me rompe el móvil. No sé cuánto se prolongará la situación. Libertad. Aunque también me viene a ratos un leve mareo, un cosquilleo en el miembro fantasma, invisible al final de mi mano derecha. La vida práctica se llena de tropiezos comunicativos. Me siento un dodo, un lince ibérico herido, el último tilacino. Me parece que si la situación dura un día más, desapareceré. Cuando al fin me arreglan el móvil, voy a recogerlo, y, plena de alegría por volver a poseer el mundo en la palma de mi mano, me caigo. Me caigo porque voy, por supuesto, mirando el móvil, estando en todas partes. Durante el tropezón, floto entre dos mundos. Y enseguida, caída en la acera, estoy más que nunca en un lugar: el suelo. Esa sangre que empieza a brotar de mi rodilla es la de mi cuerpo conmigo, la de mi mente conmigo, diciéndome: “Estate aquí”. Hago una foto a la herida y se la mando a una amiga.
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