Helados de leche materna o corteza de árbol: recetas para sobrevivir en un futuro sin alimentos

Dos artistas reflexionan en un singular libro editado por la Universidad de Harvard sobre cómo y qué comer en un mundo de escasez

Una impresora 3D elabora un filete vegano, bajo la atenta mirada de un estudiante de la Escuela de Cocina de Barcelona, el 25 de febrero de 2020.NACHO DOCE / Reuters / ContactoPhoto

Pese a su aspecto, ninguno de los quesos en exhibición en la Science Gallery de Dublín ese día eran normales: habían sido creados utilizando bacterias provenientes del ombligo, las axilas, los dedos de los pies y la nariz de distintas personas para visibilizar nuestro vínculo con los microorganismos que nos habitan y hacen posible buena parte de nuestros alimentos. Como otros proyectos similares —helados confeccionados con leche materna, yogures y cervezas fermentados con fluidos vaginales, un whisky en cuya producción se emplea orina de diabéticos y las recetas con semen del libro ...

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Pese a su aspecto, ninguno de los quesos en exhibición en la Science Gallery de Dublín ese día eran normales: habían sido creados utilizando bacterias provenientes del ombligo, las axilas, los dedos de los pies y la nariz de distintas personas para visibilizar nuestro vínculo con los microorganismos que nos habitan y hacen posible buena parte de nuestros alimentos. Como otros proyectos similares —helados confeccionados con leche materna, yogures y cervezas fermentados con fluidos vaginales, un whisky en cuya producción se emplea orina de diabéticos y las recetas con semen del libro Natural Harvest—, el de la bióloga estadounidense Christina Agapakis y la artista noruega Sissel Tolaas, exhibido en Dublín en 2013 y titulado Selfmade (Elaboración propia), apuntaba a la posibilidad de que la autofagia nos libre algún día de la responsabilidad que supone alimentarnos de otros seres vivientes. Y ni siquiera es el más radical de los intentos: en 2006, el artista italiano Marco Evaristti preparó unos polpette al grasso di Marco con la grasa que le había sido extraída durante una liposucción; en 2009, en una performance titulada Selfeater/Hunger (Autófago/Hambre), el serbio Marko Marković se hizo extraer quirúrgicamente un trozo de tejido de su brazo izquierdo, que se comió; y entre 1997 y 2010, el artista croata Zoran Todorović servía en sus intervenciones platos confeccionados con tejidos y grasa obtenidos en clínicas de cirugía plástica.

¿Qué comeremos a medida que transcurra el Antropoceno, el periodo histórico en el que nos encontramos y en el que —como constataron Eugene Stoermer y Paul Crutzen al acuñar el término hace dos décadas— la actividad humana es la principal fuerza geológica que existe en el planeta? Los artistas noruegos Zane Cerpina y Stahl Stenslie intentan responder esta pregunta en The Anthropocene Cookbook (El libro de recetas del Antropoceno; MIT Press, 2022; sin edición en español). Según ellos, en la actualidad hay unos 90.000 títulos de cocina disponibles, pero no son suficientes: “Con un futuro que se ha torcido y unas fuentes conocidas de alimentos que resultan inciertas”, dicen, “necesitamos nuevas recetas para pensar, producir y consumir alimentos” en un momento en que fenómenos como el calentamiento global, el aumento de las enfermedades contagiosas, las sequías, las inundaciones, la extinción masiva de las especies, la superpoblación, la contaminación de los suelos y del aire y un incremento de la competencia internacional por los recursos están terminando con la fantasía de un consumo alimenticio suntuario e infinitamente accesible aun para quienes no pertenecen al 5% de la población que tiene en sus manos dos tercios de la economía. Cerpina y Stenslie se inspiraron en más de 70 acciones artísticas como las mencionadas; pero su libro también aborda investigaciones dirigidas a crear proteína a partir de bacterias, hacer comestible la corteza de los árboles —su aporte energético triplica el de la patata—, deshidratar y preservar la comida que arrojamos a la basura —entre 95 y 115 kilos anuales por persona en Europa, según estadísticas—, producir alimentos con impresoras 3D, cultivarlos sin suelos ni luz natural, así como a emplear el diseño genético para revivir animales extintos de grandes dimensiones de los que alimentarnos, como mamuts y dinosaurios; cultivar hongos comestibles que se alimenten de plásticos, popularizar el consumo de insectos, que son ricos en proteína, etcétera. “El objetivo es construir narrativas de futuro comunicables”, afirman los autores, para “comprender mejor el papel que desempeña el futuro en lo que hacemos”.

The Anthropocene Cookbook se instala en un ámbito específico de la crítica artística en el que hay otros títulos recientes, como Un arte ecológico. Creación plástica y Antropoceno (Adriana Hidalgo, 2022) del ensayista y comisario de arte francés Paul Ardenne. Ardenne recorre la producción artística de pintores, escultores, practicantes del land art, fotógrafos, videoartistas y performers que, como Gordon Matta-Clark, Gina Pane, Robert Smithson y Ana Mendieta en su día, están “comprometidos con decisión y fe en la lucha ecológica [que] llevan adelante con sus propias armas: las de la representación, lo simbólico, lo ético”. El efecto de su producción, admite el autor, puede parecer “insignificante”, pero contribuye a una “toma de conciencia” necesaria en torno a nuestro vínculo extrañado con la naturaleza, acerca del que nadie reflexionó tanto como el filósofo francés Bruno Latour, quien murió en 2022.

“El pasado tiene muchas lecciones para una humanidad que intenta aprender a sobrevivir en el Antropoceno. Civilizaciones como los mayas, los habitantes de la isla de Pascua y los vikingos de Groenlandia desaparecieron después de agotar sus recursos naturales y no adaptarse a las condiciones que habían creado”, nos recuerdan Cerpina y Stenslie. Menos poéticos que los artivistas de Ardenne —o, por el caso, que lo que Patrick Holzapfel, hablando del filme de Michelangelo Frammartino Il Buco, caracterizaba recientemente como “cine telúrico”, un cine que “contradice el concepto de la superioridad humana” y en el que ya no hay “jerarquías entre las cosas, los animales, las plantas y las personas”—, los autores de The Anthropocene Cookbook aciertan al mostrar cómo la pregunta de qué comeremos en el futuro está siendo respondida por el arte, el diseño, la literatura, la gastronomía, la filosofía y la moda, pero erran al no percibir la ironía de muchos de esos abordajes, en no considerar la consecuencia más habitual de la carestía de alimentos, que es la violencia, y en su enfoque, excesivamente optimista. De acuerdo con las últimas previsiones mencionadas en el libro, para 2050 será necesario producir un 70% más de alimentos que hoy. ¿Cómo hacerlo si ya estamos empleando el 80% de la superficie agrícola útil?

La pregunta es difícil de responder, pero, como escribió la ensayista argentina Graciela Speranza al abordar diversos intentos artísticos de hablar del cambio climático y la catástrofe medioambiental en su libro Lo que no vemos, lo que el arte ve (Anagrama, 2022), “dar a ver, extrañar, volver a mirar las cosas, correr el velo que las opaca o poner de manifiesto su oscuridad deliberada, a eso aspira el arte desde hace al menos dos siglos. Pero se enfrenta ahora a la inminencia de algo invisible o nunca visto, […] algo que lo sacude o lo apremia, como si con decirlo nos alertara de que hay mucho en juego, y que mañana puede ser tarde, si es que ya no atravesamos el punto de no retorno”. Que estamos atravesándolo es algo sobre lo que incidían las artistas Miriam Simun y Miriam Songster en GhostFood (2013), un proyecto en el que recreaban la experiencia de comer ciertos alimentos —­el chocolate producido con cacao de África Occidental y el bacalao del Atlántico— que pronto sólo existirán en nuestro recuerdo, como parte de una memoria que no podremos transmitir.

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