El día que los robots provocaron un cataclismo económico: 5 de febrero de 2018
La inteligencia tecnológico-digital puede escapar al control humano y provocar que billones de dólares se volatilicen en segundos. Lo cuenta Agustín Fernández Mallo en su nuevo libro sobre capitalismo, religión e identidad, premio de Ensayo Eugenio Trías
Piense en esto: 15.00 horas del 5 de febrero de 2018. En cuestión de minutos, el índice Dow Jones de la bolsa de Nueva York cae 1.500 puntos. Dos billones de dólares acaban de volar; una pérdida de dinero hasta ese momento impensable para tan corto espacio de tiempo. Minutos más tarde, la caída se extiende por todas las bolsas del planeta; de Fráncfort a Tokio, el desastre es irrefrenable. Nadie sabe quién o qué lo ha provocado. Al contrario que ...
Piense en esto: 15.00 horas del 5 de febrero de 2018. En cuestión de minutos, el índice Dow Jones de la bolsa de Nueva York cae 1.500 puntos. Dos billones de dólares acaban de volar; una pérdida de dinero hasta ese momento impensable para tan corto espacio de tiempo. Minutos más tarde, la caída se extiende por todas las bolsas del planeta; de Fráncfort a Tokio, el desastre es irrefrenable. Nadie sabe quién o qué lo ha provocado. Al contrario que en anteriores desplomes bursátiles, no existe ninguna razón económica evidente, ni súbitos conflictos armados en distantes ni próximas geografías, ni ningún plan de desempleo masivo de trabajadores en alguna empresa multinacional. La única explicación es nueva, tan nueva que resulta increíble: “Los operadores bursátiles han operado demasiado rápido”. Pero ¿quiénes son esos tan veloces operadores bursátiles? Son robots. Sí, se trata de bots. Son ellos quienes súbitamente, autoacelerados, han provocado la caída.
Lo curioso del caso es que tales bots —al fin y al cabo herramientas virtuales que operan mediante algoritmos— (...) habían sido concebidos para todo lo contrario: además de realizar transacciones económicas más rápidamente que los humanos, debían controlar también las clásicas escaladas irracionales propias de los brókeres y equilibrar el mercado mundial. Por su condición de máquinas desafectivas, debían trabajar al margen de las pulsiones emocionales humanas y ejecutar, al mismo tiempo, lo que en la jerga financiera se conoce como “operaciones de alta frecuencia”, operaciones que consisten en intercambios monetarios de gran rapidez —compraventa en milisegundos—, de tal modo que la variable de la siempre dubitativa o incluso malintencionada mano humana quedara desactivada. Demasiado optimismo, demasiada fe en las máquinas. Nadie previó que dejar sin posibilidad de reacción a los operadores bursátiles humanos podría abrir la puerta al cataclismo económico. No estaba previsto que los bots se autoaceleraran, en teoría había suficientes mecanismos de control; no ocurrió así, los bots acabaron convirtiéndose enteramente en operadores autónomos, diríamos que con vida propia.
En términos generales, los bots bursátiles operan en red, aparecen y desaparecen sin dejar rastro, manejan algoritmos ensamblados que sirven a una operación determinada y luego, estimulados por otras predicciones de bolsa que llegan de su propia red de bots, migran a otro lugar para, en cuestión de milisegundos, realizar otra operación. Los operadores de bolsa humanos se quedan, por lo tanto, al margen de tales maniobras, viéndose obligados a ceder la toma de decisiones a tales sistemas expertos digitales, convertidos, así, en sistemas que, de algún modo y bajo ciertas condiciones —como es el caso del 5 de febrero de 2018—, pueden llegar a autoconstruirse, cobrar vida al margen de los tiempos y espacios adecuados a la cognición humana.
Como ocurre casi siempre, la realidad supera las prospecciones propuestas por la imaginativa ciencia ficción. Por eso hay que decir que no hablamos de un gran cerebro que, en la sombra y al modo de las narrativas futuribles clásicas, controla la bolsa y nuestras vidas, sino más bien de todo lo contrario: una red compuesta por una miríada de microoperadores automáticos, bots que, en sí mismos e individualmente, no son nada, carecen de poder real, pero que, combinados y operando en red, conforman un espacio virtual real, a su modo, inteligente. En este sentido, tienen más que ver con leyendas infantiles tales como la legión de hormigas que, por causa de su repentina complejidad organizativa, destruyen el mundo —como en Cuando ruge la marabunta—, que con el unitario cerebro HAL que, a modo de deidad suprema, aparece en 2001. Una odisea del espacio. Sea como fuere, en tales bots hemos delegado una fracción cada vez más amplia de nuestra toma de decisiones.
Esta práctica va mucho más allá de las operaciones en la bolsa, incluye actividades como el control, en su base primaria, del tráfico aéreo de los aeropuertos, o simplemente, la búsqueda activa de posibles destinos vacacionales, que nos vienen sugeridos por anuncios que asaltan nuestras pantallas en función de todos esos datos personales que, consciente o inocentemente, hemos proporcionado previamente en las redes a las empresas de consumo y de ocio. De este modo, los bots, por medio de una ingente capacidad de almacenamiento de datos, y ayudados por su alta velocidad de procesamiento y su sofisticación algorítmica, conducen a tareas de automatización que, en un momento dado, pueden escapar a nuestro control. Y lo hacen por una especial característica que poseen, quizá la que más inquietará al usuario que se adentre a pensar en qué consiste la ontología de toda esta selva de datos y patrones y decisiones: la facultad interpretativa de tales microrrobots. Porque quien interpreta —quien es capaz de interpretar—, en mayor o menor grado, está adquiriendo una dimensión autónoma —no exactamente teatral sino performativa— mediante la cual decide comportarse ante una situación de un modo u otro; en este caso, toman la decisión en función de una multitud de datos combinados con unas reglas algorítmicas tan complejas que puede decirse que tienen la apariencia de vida propia. Y a efectos prácticos, la tienen. Evalúan opciones de causa y efecto entre varias posibilidades, prevén un escenario y deciden en función de patrones que ellos mismos han creado.
Todo ello estimula la aparición de una nueva clase de ontología que, estrictamente, no está en lo objetual ni en lo animal ni en lo humano. Cierto que no se trata de una inteligencia artificial en el sentido propio de la común ciencia ficción —término que, en estas páginas, por confuso y demasiado ligado a la fantasía, evitaremos en la medida de lo posible—, pero sí de algo que podemos llamar inteligencia tecnológico-digital.
Tal clase de ontología, dotada de su inteligencia tecnológico-digital, funciona como una agrupación de redes en red, entes a su modo vivientes en tanto en cuanto cumplen, en primer lugar, la regla básica de la termodinámica de los sistemas vivos, aquella por la cual un sistema abierto es aquel que, a través de sus paredes y fronteras, intercambia tres clases de materiales con su entorno: materia, energía e información, y, en segundo lugar, porque esos intercambios derivan de la toma de decisiones autónomas en el sentido de imprevisibles y contingentes para un observador externo, es decir, para nosotros, los humanos. Así procede la red de bots automatizados, al punto de que adquiere las características de los procesos autocatalíticos, procesos que aprenden, evolucionan por feedback, como lo hacen los seres vivos inteligentes. En efecto, aquel 5 de febrero de 2018, en cuestión de milisegundos, los bots compraron y vendieron por su cuenta tal cantidad de acciones en bolsa que no es sólo que se colapsara el sistema bursátil humano, sino que puede decirse que los bots crearon su propio hábitat, un espacio útil y complejo en el que podrían seguir funcionando indefinidamente con sus propias reglas, su propio ecosistema y medio ambiente, perjudicial para las reglas establecidas por el humano pero beneficiosas para el nuevo “sistema bot”.
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