Hacer retroceder el lucro: manual valiente para reorientar el rumbo del mundo

El gran pensador Edgar Morin desgrana en su nuevo libro las políticas humanistas que necesitamos para salvar a la humanidad y a la Tierra

Varias personas toman el sol en el eco-barrio des Batignolles, en París, en agosto de 2019.Lily FRANEY (Gamma-Rapho/ Getty Images)

El Comité de Salvación Pública fue creado por el Gobierno revolucionario en 1793 para afrontar los peligros mortales que acechaban a la República. No pensamos ni por un momento en imitar ese precedente que creó el Terror. Hoy necesitamos resucitar la noción de salvación pública para reunir las buenas voluntades de la Francia humanista y enfrentarnos a los peligros mortales que se acumulan alrededor de Francia, de Europ...

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El Comité de Salvación Pública fue creado por el Gobierno revolucionario en 1793 para afrontar los peligros mortales que acechaban a la República. No pensamos ni por un momento en imitar ese precedente que creó el Terror. Hoy necesitamos resucitar la noción de salvación pública para reunir las buenas voluntades de la Francia humanista y enfrentarnos a los peligros mortales que se acumulan alrededor de Francia, de Europa, de la humanidad.

Estos peligros requieren una nueva política que integre en su seno la ecología, cuyo alcance es a la vez capital y multidimensional, es decir, que atañe a todos los aspectos, ya sean políticos, sociales, técnicos o científicos.

Una política plenamente humanista es una política de la energía que sustituya lo más rápidamente posible por energías propias (solar, eólica, mareomotriz, geotérmica) las energías contaminantes (gasolina y carbón).

Es una política del agua que descontamine ríos y océanos.

Es una política de la ciudad que purifique el aire de las grandes aglomeraciones promoviendo las zonas peatonales, el transporte público eléctrico, la bicicleta, y que desarrolle unos ecobarrios que favorezcan la convivencia.

Es una política rural que haga retroceder la agricultura industrializada que esteriliza los suelos, estandariza unos productos infravitaminados, insípidos y portadores de pesticidas, y también una ganadería industrializada que concentra en las condiciones más atroces a millones de gallinas, cerdos y vacas. Una política que favorezca el retorno de la agricultura tradicional y los progresos de la agroecología. Una política que resucite la vida de las pequeñas ciudades y los pueblos, volviendo a abrir cafés, colmados, oficinas de correos y dispensarios.

Es una política económica que haga retroceder la omnipotencia del lucro mediante la redistribución de los recursos gracias a los progresos de la economía social y solidaria, de la agricultura saludable, de la alimentación local y sana, del consumo liberado del yugo de la publicidad.

Es una política de la producción que fomente el crecimiento de los productos útiles y necesarios para las personas y para la autonomía vital de la nación, y el decrecimiento de las producciones superfluas o de valor ilusorio.

Es una política de solidaridad que controle el desarrollo tecnoeconómico y apoye los entornos solidarios; que instituya un servicio cívico de ayuda a las víctimas y a los desheredados, y centros locales de solidaridad en todas las regiones.

Es una política de educación que dé un nuevo impulso a la laicidad y devuelva a los maestros su gran misión humanista. Una política que tenga como objetivo la formación de mentes inquisitivas, capaces de problematizar y de dudar, de autocriticarse y de criticar. Una política que reforme los programas integrando los temas que permiten comprender y enfrentar nuestros problemas vitales.

Es una política de reforma del Estado mediante la desburocratización y la eliminación de los ‘lobbies’ privados parasitarios.

Es una política civilizatoria que corrija los aspectos negativos cada vez mayores de nuestra civilización. Porque el desarrollo urbano no solo trajo el desarrollo individual, la libertad y el ocio. También generó una atomización tras la pérdida de la antigua solidaridad y un sometimiento a las coerciones organizativas propiamente modernas. El desarrollo capitalista ha provocado una mercantilización generalizada, incluidos los ámbitos donde regían los obsequios, el servicio gratuito, los bienes comunes no monetarios, destruyendo así numerosos tejidos de fraternidad.

La técnica ha impuesto, en sectores cada vez más extensos de la vida humana, la lógica de la máquina artificial, que es mecánica, determinista, especializada y cronometrada: el ‘métro-boulot-dodo’ (metro, curro y cama). Los guardias urbanos han sido sustituidos por semáforos, los porteros por interfonos, los empleados de banca por cajeros automáticos, las cajeras del súper por cajas de autopago, las voces humanas por contestadores.

El desarrollo industrial ha significado un aumento del nivel de vida, pero al mismo tiempo una disminución de la calidad de vida.

La política de civilización pretende rehumanizar y resocializar nuestras existencias. Pretende desarrollar la autonomía individual, la responsabilidad, la libertad, y luchar contra el egoísmo. Esta política de civilización humanizaría las Administraciones, humanizaría las técnicas, defendería y desarrollaría la convivencia y la solidaridad. Sería una política que reconocería la plena humanidad del prójimo.

Sería una política plenamente humanista.

¿Es posible, desde esta perspectiva, pensar en una política de la humanidad cuya misión sea continuar y desarrollar el proceso de la hominización en el sentido de una mejora de las relaciones entre humanos, de una mejora de las sociedades humanas y de una mejora de las relaciones entre los hombres y el planeta?

No podremos eliminar la desdicha ni la muerte, pero sí podemos aspirar a un progreso en las relaciones entre humanos, individuos, grupos, etnias y naciones. Renunciar al mejor de los mundos no significa renunciar a un mundo mejor.

Lo propio de lo humano es la unitas multiplex: la unidad genética, cerebral, intelectual, emocional del Homo sapiens demens, que expresa sus innumerables potencialidades a través de la diversidad de culturas. La diversidad humana es el tesoro de la unidad humana, que a su vez es el tesoro de la diversidad humana. Igual que hay que establecer una comunicación viva y permanente entre pasado, presente y futuro, hay que establecer también una comunicación viva y permanente entre las singularidades culturales, étnicas, nacionales y el universo concreto de una Tierra-patria de todos.

Salvar el planeta amenazado por nuestro desarrollo económico. Regular y controlar el desarrollo técnico. Garantizar un desarrollo humano. Civilizar la Tierra. He aquí unas perspectivas grandiosas capaces de movilizar las energías.

Sabemos que estas propuestas, aunque técnicamente factibles, se ven impedidas por conflictos virulentos y las regresiones actuales. Sabemos incluso que la resistencia a la degradación generalizada de la biosfera y de la antroposfera apenas está esbozada. Constatamos el poderío de las fuerzas regresivas y la continuación de la carrera hacia el abismo.

Sin embargo, nos quedan principios de esperanza.

El primero es apostar por lo improbable. Los procesos más importantes conducen a la regresión o a la destrucción, pero estas no son más que probables. La esperanza está en lo improbable. Como a menudo en los momentos dramáticos de la historia, los grandes acontecimientos salvadores han sido inesperados: la victoria de Atenas sobre los persas en 490-480 antes de nuestra era y el nacimiento de la democracia; la supervivencia de Francia bajo Carlos VII gracias a la Doncella de Orleans, Juana de Arco; la resistencia de Moscú, que salvó a la Unión Soviética en diciembre de 1941, y luego de Stalingrado, que aniquiló al ejército de Paulus en enero de 1943; la democratización de España por el heredero de Franco; el hundimiento del Imperio soviético en 1989 bajo el impulso de su dirigente Mijaíl Gorbachov.

El segundo principio de esperanza se basa en las posibilidades y la creatividad del ser humano. Las capacidades cerebrales del ser humano están en gran parte inexplotadas. Estamos todavía en la prehistoria de la inteligencia humana. Sus posibilidades son inconmensurables no solo para lo peor, sino también para lo mejor. Sabemos cómo destruir el planeta, y también tenemos la posibilidad de acondicionarlo.

El tercer principio de esperanza se basa en la imposibilidad de que dure infinitamente cualquier sistema que transforme la sociedad y a los individuos en máquinas. Toda máquina supuestamente perfecta comportará siempre fallos que la anquilosarán o la dislocarán. Y el orden más total y más implacable no podrá sustraerse, tarde o temprano, al segundo principio de la termodinámica: la inexorable desintegración.

Una nueva política humanista de salvación pública es el gran proyecto que puede despertar las mentes abrumadas o resignadas. Ya no es la esperanza apocalíptica de la lucha final. Es la esperanza valiente de la lucha inicial: requiere restaurar una concepción, una visión del mundo, un saber articulado, una ética, una política. Debe inspirar no solo una resistencia preliminar contra las fuerzas gigantescas de la barbarie que se están desencadenando, sino también un proyecto de salvación de la Tierra. Los que acepten el desafío vendrán de distintos horizontes, no importa con qué etiqueta. Serán los restauradores de la esperanza

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