Una desastrosa ejecución en Oklahoma reaviva el debate sobre la pena de muerte
El reo Clayton D. Lockett se convulsionaba y murmuraba media hora después de administrársele la inyección letal
Que un condenado a muerte fallezca de un ataque al corazón masivo, atado a la camilla donde se intentaba acabar con su vida, después de que se suspendiese su ejecución porque “algo no funciona” —como él mismo hizo notar a sus verdugos— ha abierto un nuevo frente en la batalla legal que desde hace algunos años rodea a las ejecuciones en Estados Unidos. Clayton Lockett vivió durante 43 minutos después de que se le inyectase el primer fármaco de los tres que componen el protocolo para acabar con la vida de alguien mediante la inyección letal. Barack Obama aportaba ayer la opinión de la Casa Blanca y calificaba la ejecución de Lockett de “inhumana”.
Según los testigos presentes en la penitenciaría de McAlester (Oklahoma), Lockett sufrió brutales convulsiones y se retorció en la camilla mientras intentaba deshacerse de las ataduras. En su forcejeo, con la mandíbula tensada, el preso logró pronunciar varias palabras que indicaban que algo no marchaba como debía. “Fueron momentos de gran caos”, declaró Dean Sanderford, uno de los abogados del reo, a la prensa local. El médico que supervisaba la ejecución vio en la pantalla que controla las pulsaciones del corazón que una de las tres líneas –correspondientes cada una de ellas a uno de los tres fármacos que se inyectan- se había vuelto muy errática y que la vena del preso había explotado.
Fue entonces cuando los responsables de la prisión decidieron cerrar las cortinas que cubren el cristal que separa la sala de ejecuciones de la habitación donde están los familiares del condenado, de la víctima, los abogados y la prensa. La única información que existe a partir de ese momento es que se paró la ejecución y que el preso moría en la camilla unos diez minutos más tarde de un ataque al corazón masivo, según informó Robert Patton, director del Departamento de Prisiones de Oklahoma. La Gobernadora del Estado, la republicana Mary Fallin, emitió un comunicado en el que aseguraba que “Lockett quedó inconsciente después de que se le administraran los fármacos correspondientes”.
La esperpéntica ejecución y las dudas sobre lo sucedido hicieron que el Estado cancelara otra condena que debía de llevarse a cabo horas después y se aplazara, al menos, durante 14 días, según Patton. “Fue una tortura”, acertó a decir el abogado de Lockett. Adam Leathers, copresidente de la Coalición de Oklahoma para Abolir la Pena de Muerte, acusó al Estado de haber “torturado a un ser humano con un malvado experimento inconstitucional”.
Si fallaron los fármacos o el procedimiento en sí puede que se sepa en los próximos días pero lo que de momento vuelve a estar en la mesa de debate y en la presión de los grupos contrarios a la pena muerte es la brutalidad de un sistema arcaico que convierte a EE UU en el único país de Occidente que mantiene en su ordenamiento jurídico la máxima pena. Junto a Arabia Saudí, China, Irán y Yemen, EEUU es uno de los países que más personas somete a la máxima pena cada año.
La opinión pública estadounidense rechaza la pena de muerte como nunca antes en los últimos 40 años. Su probable inconstitucionalidad por violar la Octava Enmienda de la Constitución estadounidense, que prohíbe castigos crueles e inhumanos, puede que algún día devuelva el tema al Tribunal Supremo que la reinstauró en 1976 tras quedar suspendida un tiempo.
En los últimos años, la pena de muerte ha sufrido algo que nunca fue contemplado cuando el doctor Jay Chapman, un forense –precisamente- de Oklahoma, inventó la inyección letal, ya que consideraba que se mataba a animales con “más humanidad que a las personas”. A Chapman le repugnaban la silla eléctrica y la cámara de gas y en un perverso acto de evolución inventó el famoso cóctel de tres fármacos. Lo que no pudo calcular es que su método sufriría un duro revés por algo tan básico como el desabastecimiento de uno o varios de los componentes.
En el otoño de 2010, los centros penitenciarios de EE UU se quedaron sin pentotal sódico, el anestésico que se usaba en las penas capitales para dormir al reo antes de inyectarle en vena las otras dos sustancias que acaban con su vida (el bromuro de pancuronio, que paraliza todos los músculos -excepto el corazón- y corta la respiración, y el cloruro de potasio, que detiene el corazón, provocando, ya sí, la muerte). Las farmacéuticas alegaron entonces problemas logísticos para no vender la anestesia a los correccionales pero como telón de fondo estaba su intención de dejar de formar parte de la atávica práctica de la pena de muerte.
El estado de Oklahoma utiliza tres sustancias: midazolam para provocar la inconsciencia; bromuro de vecuronio para detener la respiración y cloruro de potasio para parar el corazón
Desde entonces, los 32 Estados que todavía mantienen en sus códigos penales la pena de muerte en EE UU han experimentado nuevos medicamentos con seres humanos vivos, con resultados trágicos en la mayoría de los casos, que han llevado a paralizar las ejecuciones en varios Estados, como es el caso de Ohlahoma ahora pero lo fue antes de California, Kentucky o Arizona. En la tarde noche del martes, Oklahoma usaba por primera vez en la ejecución de un reo el fármaco conocido como midazolam, un sedante que se vende bajo la marca comercial de Versed y que supuestamente es la benzodiacepina de efecto más rápido del mercado.
Hasta ahora, este fármaco se utilizaba solo para tranquilizar a un paciente durante una intervención sin importancia, ya que este permanece despierto. Según se recoge en la Biblioteca Nacional de Medicina, situada en el recinto del Instituto Nacional de Salud de Bethesda (Maryland), el midazolam puede “amenazar seriamente la salud al causar problemas respiratorios”.
“El papel del primer fármaco que se inyecta es crucial”, asegura Richard Dieter, del Centro de Información para la Pena de Muerte, grupo que vigila la aplicación de la máxima pena. “Si este no funciona, el efecto de los dos siguientes fluidos que se aplican pueden provocar un dolor atroz”, finaliza Dieter.
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