Madeira, una isla blindada contra la lluvia
Funchal convierte los fondos comunitarios en estructuras que reducen hasta en un 60% los efectos catastróficos de los aluviones
Cuando llueve en Madeira, los vecinos miran con recelo hacia las montañas. La pequeña localidad de Ribeira Brava (12.400 habitantes), al oeste de Funchal, quedó sumergida en el lodo en 2010. La villa se encuentra enclavada en la costa, agobiada por la inmensidad de unas cumbres de hasta 1.000 metros de altitud. Dos cuencas naturales que se cierran en forma de i griega y una inclinación del terreno brutal fueron determinantes para que el aluvión cargado de troncos, piedras y lodo arrasara con todo lo que encontraba a su paso en apenas un par de horas. Fue la peor catástrofe de la isla atlántica en 100 años, según el Gobierno regional. Ocho años después, la isla se ha blindado a prueba de riadas gracias a los fondos de la Unión Europea (UE).
La señora Guida Jesús, de 50 años, aún se emociona al recordar aquel 20 de febrero de 2010. “Fue un sábado muy difícil. Estaba siempre lloviendo y de repente vi piedras y trozos de árboles cayendo de la montaña”, relata en una cafetería frente a la escuela donde trabaja como secretaria. La mujer y su esposo, Heider, creyeron que si no huían, morirían. Y rápidamente cogieron el coche camino a casa de su madre, Teresa, que se encuentra en lo alto de la ladera, más protegida de las riadas que la suya, justo en el punto donde se unen las dos cuencas del río que atraviesa la Serra de Água (Sierra del agua). Era cuestión de tiempo que desapareciera bajo el barro y Guida lo sabía. “Cruzamos un puente, y cuando me volví para mirar, ya no estaba. ¡Pasaron sólo dos o tres minutos!”, exclama.
Pero lo peor para Guida no fue la destrucción total de su pueblo, o la desaparición de su hogar bajo el lodo, sino la angustia de creer haber perdido a su hijo mayor, Tomé, que entonces tenía 12 años. “Estaba jugando al fútbol y no supe de él en dos días”, recuerda mientras intenta —sin ningún éxito— contener las lágrimas. Madre e hijo finalmente se encontraron 72 horas después de la riada, pero el dolor del recuerdo aún está a flor de piel. El curso que viene, el joven empieza su carrera en la prestigiosa Universidad de Cambridge (Reino Unido).
El caso de Guida es tan solo un ejemplo de las 600 familias (en una isla de casi 255.000 habitantes, según la Dirección Regional de Estadística de Madeira) que perdieron su casa o, lo que es peor, a algún ser querido, durante los aluviones. Murieron 49 personas, ocho nunca fueron halladas y los daños fueron valorados en mil millones de euros. Las autoridades regionales, sin embargo, actuaron rápido.
Gracias a las infraestructuras de contención levantadas con los fondos comunitarios de Solidaridad, Feder y de Cohesión —pero sobre todo a la velocidad de reacción de los Ayuntamientos y ciudadanos—, la isla se blindó, y ahora los vecinos se sienten protegidos ante catástrofes naturales difíciles de controlar.
En los tres valles que cruzan la isla de norte a sur (San João, Santa Luzia y João Gomes) se yerguen como centinelas unas presas de retención: una especie de hileras de bloques de cemento que hacen las veces de colador de restos de árboles, rocas y sedimentos que caen a toda velocidad de las cimas volcánicas a las poblaciones costeras. La separación entre los bloques es mayor en las estructuras más altas y se va cerrando conforme se avecina al mar, de forma que los sedimentos más grandes y peligrosos son los primeros que se quedan atascados y las ramas y lodo quedan retenidos más abajo, explica Sérgio Lopes, geógrafo de la Secretaría Regional de Equipos e Infraestructuras de la isla. "Se trata de hacer una retención progresiva de material sólido" que ha conseguido reducir el riesgo para las personas hasta en un 60%, resume el técnico a los pies de una de estas construcciones.
Con los fondos de la UE, Madeira ha diseñado un complejo entramado de estrategias para prevenir a la población de una tragedia como la de 2010. “Ahora está todo mucho, mucho mejor”, reconoce Guida. La vegetación de las cimas (ahora pinos) está siendo sustituida por casi dos millones de especies endémicas que resisten mejor a los incendios y retienen mejor el agua; se han construido canales en las cuencas (también se han profundizado los que ya existían), y se han limpiado las riberas de los ríos. “Nada de esto hubiera sido posible sin el dinero europeo”, sostiene Bruno Pereira, director regional de Asuntos Europeos y Cooperación Exterior, desde el mirador de Funchal mientras recorre con el dedo de arriba a abajo el camino de escombros que dejaron las riadas de 2010.
El centro de Funchal, la capital del archipiélago atlántico, se quedó “intransitable” aquel fatídico sábado, relata Pereira. Y para la inmediata recuperación de la normalidad fue crucial el Fondo de Solidaridad de la UE. En comparación con otras zonas catastróficas del país luso, Madeira respondió a las necesidades de las decenas de miles de afectados en tiempo récord: entre dos y tres meses. El diplomático admite que la maquinaria comunitaria se mueve despacio y por eso las administraciones locales y muchas empresas privadas decidieron adelantar todo el dinero necesario para la limpieza (7,5 millones de euros), el realojo de los vecinos en pabellones temporales (381.000 euros) y el arreglo del tendido eléctrico y demás fuentes de energía (7,2 millones) con la promesa de que todo el dinero adelantado sería restituido por el Fondo de Solidaridad. “Es cuestión de confianza [en que el dinero llegará]”, revela. Madeira recibió 31,4 millones de euros del Fondo de Solidaridad después de las inundaciones de 2010 y 3,6 tras los incendios de 2016.
Ocho años después, Guida por fin ha vuelto a su casa de color rosa chicle. “Mi hijo dice que es la casa de la Barbie”, bromea. Vive más tranquila, aunque las lluvias y el clima cambiante le preocupan: “Si llueve, intento no pensar. [Lo de 2010] no puede volver a pasar. No va a volver a pasar”.