La vida es bella, pero no tanto
Los juegos de Abdalla con su hija para burlar el estruendo de las bombas en Siria conquistaron las redes y les abrieron las puertas de Turquía. Tres meses después, la huida se ha puesto cuesta arriba
La conversación se retomó en la madrugada del pasado 24 de abril. Desde entonces, la cosa no es que haya mejorado para la familia del sirio Abdalla Mohamed. Más bien al contrario. “Me deshice de una pesadilla”, relataba en aquel contacto, “y otra pesadilla vino”. La charla, a fuego lento, ha proseguido durante las siguientes semanas. Tienen el agua al cuello. Abdalla, junto a su familia, ...
La conversación se retomó en la madrugada del pasado 24 de abril. Desde entonces, la cosa no es que haya mejorado para la familia del sirio Abdalla Mohamed. Más bien al contrario. “Me deshice de una pesadilla”, relataba en aquel contacto, “y otra pesadilla vino”. La charla, a fuego lento, ha proseguido durante las siguientes semanas. Tienen el agua al cuello. Abdalla, junto a su familia, protagonizó el pasado mes de febrero una de las pocas historias con final meridianamente feliz que ha dejado la guerra en Siria. Un vídeo en el que este joven de 32 años arrancaba la carcajada de su hija, Salwa, de tres años, jugando a que las bombas eran simples petardos, arrasó en las redes. En pocos días, esa escena —que a tantos recordó a la película La vida es bella, de Roberto Benigni—, junto con la mediación de Turquía, les permitió huir de su país. Al otro lado de la esquina esperaba el mazazo de la crisis de la covid-19.
No es Abdalla el primer papá que juega a esconderle la guerra a un hijo con la imaginación. Pero aquellas sonrisas, la de él y la de la niña, contagiosas, sedujeron a medio mundo —la madre no aparece mucho ante las cámaras—. “¿Es un avión o un proyectil?”, le preguntaba Abdalla en aquel vídeo a su hija. “Un proyectil”, adivinaba Salwa. “Cuando caiga hay que reírse”, decía el padre. “¡Ha caído!”. Se tronchaban. Aquello llegó a las redes el 15 de febrero; 11 días después, la familia, natural de Saraqib, una de las zonas castigadas por la ofensiva del régimen sirio en la provincia de Idlib, estaba cruzando la frontera hacia Turquía con el plácet del ministro de Interior turco, Süleyman Soylu. Un éxito.
Han pasado más de tres meses. “Desde que entré en Turquía”, dice Abdalla, “he permanecido sentado en mi casa por culpa del coronavirus”. Este antiguo proveedor de servicios de Internet no encuentra trabajo y menos desde que la emergencia sanitaria obligó al confinamiento, también en Turquía. Pagan 200 dólares al mes por la vivienda en la que residen junto a un amigo, en la ciudad de Reyhanli, en la frontera —la mayor parte de los casi cuatro millones de sirios que han huido a Turquía viven fuera de campos de refugiados—. Su mujer y la niña están bien. Salwa sigue protagonizando los vídeos y fotos que Abdalla sube a la Red. Juega con las muñecas, baila, pinta, sonríe, pero… “Estoy enfrentando dificultades financieras”, deja caer en un mensaje Abdalla, “el dinero que tengo se está acabando, es una situación realmente difícil”.
Turquía no es Eldorado pese a todo. Los refugiados que entran y son registrados pueden acceder a sanidad y educación. Los que trabajan lo hacen en el sector informal, y eso pensaba hacer Abdalla. De lo que sea. Pero llegó el confinamiento y no hubo “de lo que sea”. Otra opción es optar al programa de la Media Luna Roja para los más vulnerables (18 euros al mes por persona). “Es para familias de tres hijos o más y ahí no estoy incluido, yo solo tengo una niña”, dice Abdalla con cierta sorna y un emoticono simpático. Es, efectivamente, un programa (1,7 millones de beneficiarios) que normalmente llega a familias numerosas, pero también a ancianos, mujeres solas, discapacitados…
- ¿Cómo pagáis la comida, Abdalla?
- Nos ayudan algunos amigos.
- ¿Qué tipo de trabajo buscas?
- Cualquier trabajo, no importa.
Según un informe reciente de la Federación Internacional de la Media Luna Roja (IFRC, en sus siglas en inglés), el 70% de los refugiados en Turquía perdió el empleo con la llegada de la pandemia. Se quedaron sin trabajo, menos ingresos, al tiempo que aumentaban sus gastos en artículos de higiene y sanitarios. “Estos refugiados”, dice Rubén Cano, responsable en la oficina de la IFRC en Turquía, “tienen muy difícil llegar a fin de mes, y me temo que va a ir a peor”.
“Hay un amigo turco que me está ayudando, pero el virus lo paró todo”, dice en otra conversación Abdalla. Ese turco se llama Mehmet Algan, de 34 años. Él fue quién subió a la Red el vídeo de padre e hija aquel 15 de febrero; el día en el que empezó todo. Y es él el que le echa una mano con los problemas de dinero y la búsqueda de empleo. “Después de llegar a Turquía les dejé un par de semanas para que se relajaran”, cuenta Mehmet en un intercambio de mensajes, “y luego hablé con el responsable de una ONG, pero no hubo oportunidad [de trabajo] con el inicio de la pandemia”. Lo seguirá intentando, dice, ahora que se despeja algo la emergencia sanitaria. Y será de lo que sea. “Desafortunadamente”, prosigue Mehmet, “para refugiados solo hay empleos no cualificados”.
Volvamos a Abdalla:
- ¿Sabe Salwa, tu hija, por qué está fuera de su casa?
- Sí, sabe que el ejército de Rusia y Bachar el Asad nos robaron la tierra.
- ¿Le dijiste la verdad sobre las bombas?
- Es pequeña, cuando crezca lo entenderá.
- ¿Pensaste alguna vez que escapar de la guerra sería tan difícil?
- Todo es más fácil que la guerra.