Hay un juez en Estados Unidos que lo decide todo
El presidente del Supremo, el conservador John Roberts, ha inclinado la balanza en las decisiones ajustadas de los últimos años. Recientemente se ha sumado a la minoría progresista en asuntos sobre el colectivo LGTB, inmigrantes y el aborto
Si en Estados Unidos se puede quemar la bandera nacional, como se ha visto estos días en algunos puntos del país durante las protestas contra el racismo, es porque el Tribunal Supremo dijo hace 31 años que es un acto protegido por la primera enmienda de la Constitución, que establece el derecho a la libertad de expresión. Si dos personas del mismo sexo se pueden casar en todo el territorio, es porque esa misma institución lo garantizó hace cinco años, como consagró el derecho al aborto en 1973 o terminó con ...
Si en Estados Unidos se puede quemar la bandera nacional, como se ha visto estos días en algunos puntos del país durante las protestas contra el racismo, es porque el Tribunal Supremo dijo hace 31 años que es un acto protegido por la primera enmienda de la Constitución, que establece el derecho a la libertad de expresión. Si dos personas del mismo sexo se pueden casar en todo el territorio, es porque esa misma institución lo garantizó hace cinco años, como consagró el derecho al aborto en 1973 o terminó con la segregación racial en las escuelas públicas en 1954. La máxima autoridad judicial ha moldeado la sociedad estadounidense a lo largo de la historia a base de sentencias trascendentales, a partir de pleitos particulares.
Un cuerpo de nueve jueces de cargo vitalicio media en los conflictos de una nación de estructura federal y extraordinariamente diversa, fijando un mínimo común constitucional en las reglas de juego, y en tiempos de tanta polarización política muchos desacuerdos políticos acaban en sus mesas. En este tribunal, hay un juez que se ha convertido en los últimos años –y especialmente en las decisiones de las pasadas semanas– en el árbitro último de la política y vida americana, el voto de desempate, el verso suelto: John Glover Roberts. Nacido en Buffalo (Nueva York) en 1955 y criado en Indiana, graduado cum laude de la Escuela de Derecho de Harvard, llegó al Supremo en 2005 a propuesta del presidente George W. Bush.
El presidente republicano optó por este jurista conservador y experimentado (era asistente del entonces presidente del organismo, al que relevó), que, además, le acababa de dar una alegría: formaba parte del tribunal que legitimó Guantánamo al anular el fallo que había considerado ilegales las comisiones militares del Pentágono para juzgar a los detenidos en esa base. Así se consolidó la mayoría conservadora del organismo, que tiene cinco jueces considerados como tal y nombrados por Gobiernos republicanos (a Roberts se añaden Clarence Thomas, Samuel Alito y los dos más recientes: Neil Gorsuch y Brett Kavanaugh) y cuatro progresistas designados por demócratas (Ruth Bader Ginsburg, Stephen Breyer, Sonia Sotomayor y Elena Kagan).
En el último mes, sin embargo, todas las miradas se han dirigido a Roberts, que ante tres batallas decisivas ha fallado con los jueces liberales e inclinado la balanza. Se ha pronunciado en contra de un intento del Estado de Luisiana de restringir el derecho al aborto, lo que la semana pasada anuló la ley con un resultado de 5-4. Unos días antes, se hizo pública la sentencia sobre los llamados dreamers o soñadores (los migrantes que llegaron a Estados Unidos sin papeles siendo niños), que estaban protegidos de la deportación por un programa especial de la Administración de Barack Obama que Donald Trump quiso dejar sin efecto. Roberts se sumó de nuevo a la minoría progresista y otro 5-4 frenó al actual Gobierno. Roberts consideró la acción arbitraria, aunque no blindó la legalidad de dicho programa. Y semanas atrás fueron él y Neil Gorsuch los conservadores que consideraron que no se puede despedir a un trabajador por ser gay o transexual, en una histórica votación de 6-3.
A John Roberts se le atribuye ahora, en parte, el papel de voto bisagra que se le reconocía a Anthony Kennedy, un conservador moderado que se retiró en 2018 y cuya opinión fue clave para que en 2015 ese mismo tribunal de mayoría conservadora legalizase el matrimonio gay en todo el país. Pero Roberts resulta mucho más decisivo de lo que fue Kennedy y no solo por el poder que le confiere ser el presidente del Tribunal (es lo que le convirtió, por tanto, en el juez que presidió el juicio político o impeachment de Trump en el Senado a principios de año). El historial de las sentencias del Supremo muestra que él ha formado parte de la mayoría en las 11 decisiones que la máxima autoridad judicial ha adoptado por la mínima (en un 5-4) desde que entró en el tribunal a mediados del año 2000. Y ha estado con la mayoría en prácticamente nueve de cada 10 ocasiones.
La profesora de Derecho Lee Epstein dijo la semana pasada en The New York Times que el juez nombrado en su día por Bush hijo “no es solo el actor más importante del tribunal, sino el más poderoso que ha habido desde al menos 1937”. Por aquel entonces presidía el órgano Charles E. Hughes, que fue clave para enfriar la crisis con la Administración de Roosevelt cuando tumbaron sus programas del New Deal.
Que un juez no vote alineado con los jueces que se le suponen de su perfil ideológico debería ser la normalidad. Estos juran defender la Constitución más allá de sus ideas o credos, pero en la práctica, la lectura de redactados abstractos en las leyes abre la puerta a que las interpretaciones resulten personales. Hasta tres jueces conservadores han considerador que la Ley de derechos civiles no protege a los gais de la discriminación en el trabajo. “Hoy debemos decidir si una empresa puede despedir a alguien simplemente por ser homosexual o transgénero. La respuesta está clara”, escribió, sin embargo, el conservador Gorsuch.
Roberts, que sí había fallado a favor de restricciones en un caso similar sobre Texas en 2016, cambió de tercio esta vez, a raíz del caso de Luisiana, por considerar que si el tribunal ya se había pronunciado al respecto años atrás, debía mantenerse aquel criterio, aunque él entonces estuviera en contra. “El resultado en este caso obedece a nuestra decisión de hace cuatro años de invalidar una ley de Texas casi idéntica”, explicó en su escrito particular. Días después, falló que las escuelas religiosas debían tener el mismo derechos a las ayudas estatales que otras privadas. Y en 2013 fue quien redactó la opinión que anuló un artículo de la Ley de Voto ideado en los sesenta para evitar la discriminación de las minorías.
El carácter vitalicio de los miembros del Supremo blinda la independencia de estos frente a los Gobiernos, aunque también les otorga un poder abrumador y su selección resulta, por tanto, una de las grandes decisiones de los presidentes, aunque luego debe aprobarse el nombramiento en el Senado. Así se explica el miedo que se ha despertado en la mitad del país, desde que Trump llegó al poder, cuando la juez e icono progresista Ruth Bader Ginsburg, de 87 años, ha sufrido algún percance de salud. El mandatario republicano ha logrado ya nombrar a dos jueces en menos de cuatro años de Gobierno (Gorsuch y Kavanaugh), consolidando la mayoría conservadora del tribunal, y ha designado otros 200 jueces federales. Entre los progresistas, además de Ginsburg, hay otro octogenario, Breyer, de 81. De ahí que futuro del Supremo esté tan presente en la campaña electoral. De momento, hay un juez que marca la pauta.
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