El hartazgo ciudadano estalla en Malí

Un presidente cada vez más acorralado se enfrenta a las protestas más graves de las últimas décadas lideradas por el islamista Dicko

Madrid -
Manifestantes junto a la mezquita de Badalabougou de Bamako, donde predica el imam Mahmud Dicko, el pasado día 12.MICHELE CATTANI (AFP)

Malí vive sus horas más difíciles. Un presidente cuestionado y cada vez más acorralado, el líder de la oposición secuestrado por los terroristas, un Parlamento deslegitimado, una justicia en el ojo del huracán por su falta de independencia, una élite política corroída por la corrupción, un Ejército desmoralizado tras ocho años de fracasos ante el yihadismo, tres cuartas partes del país golpeadas por la violencia, la educación colapsada, la sanidad bajo mínimos, un desempleo...

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Malí vive sus horas más difíciles. Un presidente cuestionado y cada vez más acorralado, el líder de la oposición secuestrado por los terroristas, un Parlamento deslegitimado, una justicia en el ojo del huracán por su falta de independencia, una élite política corroída por la corrupción, un Ejército desmoralizado tras ocho años de fracasos ante el yihadismo, tres cuartas partes del país golpeadas por la violencia, la educación colapsada, la sanidad bajo mínimos, un desempleo generalizado y la pobreza extrema desbocada. El hartazgo de toda una sociedad ha tomado las calles y exige la dimisión del presidente Ibrahim Boubacar Keita (IBK) desde hace meses, pero el calado de la crisis maliense invita a pensar que ni siquiera su caída alumbrará la salida del laberinto.

Hace dos fines de semana las calles de la capital Bamako se convirtieron en el escenario de una batalla campal. De un lado, miles de jóvenes enfurecidos que lanzaban piedras, quemaban neumáticos y saqueaban edificios oficiales, como la sede de la televisión pública y el Parlamento; del otro, policías y militares incapaces de contenerlos que pasaron de los gases lacrimógenos a disparar balas de verdad. Murieron al menos 11 personas y hubo decenas de heridos en las manifestaciones más intensas y multitudinarias que recuerda este país desde aquellas que trajeron la democracia hace casi tres décadas. Tras unos días de precaria calma, este lunes han vuelto a aparecer barricadas en la ciudad, lo que vislumbra que la batalla está lejos de haber terminado.

“Los manifestantes reclaman la dimisión de IBK, pero en realidad lo que el presidente encarna es el fracaso del Estado y de sus instituciones a la hora de proteger a la población, de luchar contra la corrupción, de ofrecerles condiciones socioeconómicas mejores. Es el fracaso de todo un sistema”, asegura Ibrahim Maïga, experto en Malí del Instituto de Estudios de Seguridad (ISS), “pero no es sino el último episodio de la larga crisis que sufre este país desde hace años que se manifiesta en las dificultades que atraviesa la población para sobrevivir, ahora acentuadas por las medidas adoptadas para luchar contra el coronavirus”.

Año 2012. Independentistas tuaregs reforzados por las armas procedentes de Libia y grupos yihadistas que se habían ido implantando en el norte de Malí a la sombra de la crisis argelina unen sus fuerzas y logran, en apenas tres meses de rebelión, hacerse con el control de todo el norte del país. Durante nueve meses, los radicales impusieron su ley. Sin embargo, cuando quisieron avanzar hacia Bamako se vieron frenados por una intervención militar francesa que aún prosigue vestida de otros ropajes. Si en 2013 el presidente François Hollande fue recibido como un héroe en Tombuctú y las mujeres bautizaban a sus hijos con su nombre, hoy buena parte de la población percibe a los militares franceses, incapaces de acabar con una violencia que se extiende e incluso se contagia a los vecinos Níger y Burkina Faso, como parte del problema.

Un año después del comienzo de la rebelión, IBK ganaba las elecciones con la promesa de recuperar la integridad territorial y devolver al país a la senda de la estabilidad, todo ello con la vitola de ser el presidente de mano férrea que necesitaba Malí. Siete años después todo ha ido a peor: Keita forma parte de la misma clase política desconectada de los ciudadanos que ha gobernado las instituciones en las últimas décadas, salpicada por un escándalo tras otro.

Hace dos fines de semana, los manifestantes también se abalanzaron sobre las oficinas de Karim Keita, hijo de IBK, diputado y la figura que mejor ilustra el nepotismo y la deriva del régimen. No fue casualidad. Un vídeo que se difundió en las redes sociales a principios de julio le mostraba de fiesta en un lujoso yate privado. Para el maliense medio que vive cortes de luz y agua y apenas llega a juntar el dinero para comer cada día, estas imágenes resultaban inaceptables. Hace unos días, Karim Keita se vio obligado a dimitir de su cargo de presidente de la comisión parlamentaria de Defensa.

La chispa

Sin embargo, la chispa que incendió la calle saltó el 30 de abril. Ese día, el Tribunal Constitucional publicaba los resultados definitivos de unas elecciones legislativas de escasa participación: el partido en el poder, Asamblea por Malí (RPM), pasaba de los 43 diputados que le otorgó la comisión electoral a 51, un aumento que le permitía mantener el control sobre un Parlamento de 147 escaños gracias al apoyo de sus aliados políticos. La triquiñuela era tan burda que marcó el comienzo de las protestas que se extendieron por todo el país pero que tenían su epicentro en Bamako. Y allí estaba, en el momento y lugar adecuados, el líder que llevaba años denunciando estos abusos, el hombre que había agrupado en torno a él a los descontentos, a los excluidos, a los desheredados: el imán Mahmud Dicko.

“Dudo de que tenga la ambición de ser presidente, es consciente de sus limitaciones. Pero no cabe duda de que pretende seguir ejerciendo influencia sobre la política a través de personas a las que pueda controlar o manejar. En el fondo, Mahmud Dicko tiene un proyecto moral”, señala Bakary Sambe, director del Instituto Timbuktú. Este líder de masas formado en el wahabismo, hoy convertido en el gran galvanizador de las protestas contra el régimen, lleva dos décadas marcando el paso a la clase política: en 2009 impidió la aprobación del Código de la Familia, que reconocía nuevos derechos a las mujeres, y hace dos años frenó la publicación de un manual de educación sexual porque hacía referencia a la homosexualidad. Además, fue el gran impulsor del diálogo con los yihadistas radicales.

En los últimos días, los gestos para rebajar la tensión se han multiplicado, desde la petición de perdón del primer ministro por la excesiva dureza exhibida por las fuerzas del orden, hasta la suspensión de nuevas protestas previstas para el pasado viernes. IBK ha cedido en muchas de las demandas del autodenominado Movimiento 5 de Junio-Agrupación de Fuerzas Patrióticas (M5-RFP) de Dicko y sus aliados, una heterogénea mezcla de opositores de izquierdas y políticos expulsados de los círculos de poder: el presidente anunció un gobierno de unidad nacional, disolvió el Tribunal Constitucional y todo apunta a una repetición de las elecciones en los distritos objeto de polémica.

La comunidad internacional teme las consecuencias de una nueva desestabilización en el ya desfondado Malí, del que procede buena parte de la violencia yihadista que ha costado la vida, solo en la primera mitad de 2020, a más de 4.000 personas. La figura de Dicko genera inquietud y las llamadas a mantener un Estado laico se multiplican. El último intento de mediación de los países de África occidental insistía en el diálogo, pero manteniendo a IBK en el poder. Fue un fracaso. El predicador sigue jugando al palo y la zanahoria: mientras reclama calma con una mano, con la otra insiste en reclamar su trofeo más preciado, la cabeza del presidente Keita servida en una bandeja de plata. La crisis maliense está lejos de haber terminado.

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