La guerra en Siria deja una herencia de conflictos con los países de su entorno

El enfrentamiento entre Israel e Irán, dos enemigos regionales, se suma en el país árabe a la batalla de Turquía contra la autodeterminación kurda

Un miliciano kurdo observa la aldea destruida de Halimce, al este de la ciudad siria de Kobane, en enero de 2015.BULENT KILIC (AFP)

La Siria de hace una década no existe ni en los mapas. Dos regiones que ya no son sirias, los Altos del Golán (desde 1967) y el norte del valle del Éufrates (a partir de 2016), son escenario de contiendas que discurren en paralelo a la guerra civil en el país árabe, alentada por potencias globales y regionales. En torno a la primera se enfrentan Israel, que ocupó la meseta suroccidental siria antes de anexionársela en 1980, para impedir que Irán y sus milicias satélites chiíes, aliados estratégicos del régimen de Damasco en el conflicto, se afianzaran en su patio trasero. En la segunda las tropas ocupantes de suelo sirio son las de Ankara, que teme la creación de un cinturón kurdo en el límite fronterizo, asociado a su propia insurgencia kurda en el sureste de Anatolia. Son guerras con vida propia, aunque se hayan entrelazado en la conflagración de Siria, entre bandos que sienten la amenaza existencial de enemigos irreconciliables.

“Israel libra su propia campaña militar encubierta en medio de la guerra con el objetivo de desbaratar las acciones de Irán en Siria y el rearme de Hezbolá en Líbano”, precisa Ayman Mansour, investigador del Instituto de Estrategia y Seguridad de Jerusalén. La ambigüedad en la soterrada batalla que libra con su archienemigo regional se ha tornado en los últimos años en lucha a cara descubierta, reconocida en público por el propio primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu.

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El analista Mansour, un druso (minoría religiosa de Oriente Próximo) israelí y exmiembro del Consejo de Seguridad Nacional del primer ministro, considera en su última publicación para el centro de investigación geopolítica, que el objetivo de expulsar a Irán de Siria puede resultar demasiado ambicioso y que está más al alcance de las Fuerzas Armadas de Israel torpedear los intentos de Teherán de consolidar sus posiciones en torno a los Altos del Golán y suministrar a Hezbolá armamento estratégico, como misiles con sistema de guiado de alta precisión.

Para el Estado judío, la principal amenaza en Siria sigue estando focalizada en la fuerza Al Quds, cuerpo expedicionario de los Guardianes de la Revolución iraní, un pilar básico en el frente de apoyo del régimen de Bachar el Asad, incluso tras la muerte de su jefe, el general Qasem Soleimani en un ataque de EE UU en Bagdad al inicio de 2020. Pero el mayor riesgo de conflicto a gran escala para Israel se concentra en el acelerado rearme de Hezbolá, la milicia chií con la que sostuvo una guerra abierta en 2006. Los aliados libaneses de Teherán se han dotado en la última década de un arsenal de más de 130.000 cohetes de corto y medio alcance, entre los que se incluyen algunas decenas con guía de precisión. Ambos contendientes prefieren mantener la partida en tablas. Un ataque a gran escala con misiles contra territorio israelí acarrearía previsiblemente otra guerra en Líbano de consecuencias imprevisibles. El Ejército israelí recurre con frecuencia a las advertencias de los proverbios bíblicos ––”Si la lluvia cae sobre nosotros, el diluvio se abatirá sobre ellos”–– para tratar de mantener ese statu quo.

Hasta que las fuerzas leales a El Asad recuperaron en 2018 el control de la frontera del Golán, Israel había mantenido la estrategia de establecer una zona tapón de seguridad con fuerzas rebeldes afines, a las que respaldaba con un discreto apoyo humanitario y logístico. En centros sanitarios del norte de Israel y en una clínica de campaña en la misma frontera llegaron a ser atendidos unos 3.000 heridos sirios, entre ellos, hombres en edad militar. Además de medicinas, ropa y alimentos, estas milicias pudieron llegar a recibir dinero en metálico para pagar sueldos a sus combatientes y comprar armas y municiones. El contingente de observadores de la ONU en el Golán (UNDOF, en sus siglas en inglés) dio cuenta de los continuos contactos entre tropas israelíes y rebeldes sirios en la frontera.

El Ejército israelí despliega vehículos blindados en los Altos del Golán en agosto de 2019. ATEF SAFADI (EFE)

Un frente de 900 kilómetros de frontera turca

A orillas sirias del Éufrates y a lo largo los 900 kilómetros de frontera con Siria, en gran parte sembrados de muros y alambradas, Turquía cierra el paso a las Unidades de Protección del Pueblo (YPG), la milicia kurda rebelde aliada de Estados Unidos, ahora asociada con fuerzas árabes suníes en el Frente Democrático Sirio en el control del tercio nororiental del país. Su estrecha colaboración con la guerrilla independentista del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), alzada en armas desde hace cuatro décadas contra el poder central de Ankara, es una línea roja infranqueable para el nacionalismo religioso que encarna el presidente Recep Tayyip Erdogan. A la ocupación militar efectiva del cantón de Afrin y de otros dos enclaves, Turquía añade la teórica misión de supervisar la seguridad en Idlib, en el extremo oriental de la frontera, con un despliegue de patrullas y puestos de vigilancia que equivalen a una cuña armada para frenar el avance del Ejército de Damasco y sus aliados sobre el último bastión insurrecto.

País miembro de la OTAN realineado con Rusia e Irán, tras haber plantado cara a Moscú en Siria, el interés nacional de Turquía es impedir a toda costa un Estado kurdo de más de 40 millones de habitantes a caballo de Siria y Turquía, y de Irán e Irak. Pese a su papel central en la derrota del ISIS sobre el terreno, los kurdos difícilmente podrán alcanzar mayor autodeterminación que sus hermanos de Irak. El expresidente Donald Trump les cedió como compensación de guerra el control sobre los yacimientos de petróleo sirio. Su sucesor en la Casa Blanca, el demócrata Joe Biden, no ha mostrado voluntad de volver a desplegar más fuerzas especiales sobre el terreno para amparar al YPG.

Las naciones victoriosas sobre el Imperio Otomano en la Primera Guerra Mundial ya prometieron a los kurdos un Estado, por su colaboración en la derrota turca, en el tratado de Sèvres (1920), pero se lo negaron sin contemplaciones en la conferencia de Lausana (1922-23).

La ocupación turca del norte de Siria, en fin, refleja un nada oculto expansionismo y lleva camino de establecer una nueva realidad sobre el terreno, como la impuesta por Israel en los Altos del Golán. Precisamente los tratados en los que las potencias occidentales se repartieron hace un siglo los despojos de la dominación otomana en la región privaron a Turquía de provincias en las actuales Siria e Irak con población turcomana, de lengua y cultura turca, que aún sigue observando a Ankara como antigua metrópoli colonial.

Culpables de una tragedia sin excepción en todos los frentes

Nadie se libra en la guerra siria de ser señalado por el dedo acusador de Amnistía Internacional (AI). Ni las fuerzas del régimen de Damasco, que han arrojado barriles bomba durante una década contra sus ciudadanos, ni las milicias de la oposición, que también han torturado y maltratado a civiles. Ni el despiadado Estado Islámico derrotado hace dos años en el campo de batalla del Éufrates ni los yihadistas de Hayat Tahrir al Sham aún atrincherados en su bastión de Idlib. Ni los soldados turcos ocupantes en el noroeste junto a milicianos locales, ni las Unidades de Protección del Pueblo kurdas que dominan el noreste con apoyo de Estados Unidos. Tampoco la aviación norteamericana, que arrasó Raqa, capital del ISIS; ni la rusa, que sembró de explosiones y metralla medio país.

Las prohibidas bombas de racimo y armas químicas han matado y herido a decenas de miles de civiles y destruido instalaciones esenciales como hospitales y escuelas. Por ello Amnistía Internacional responsabiliza en primer lugar al régimen del presidente Bachar el Asad de los crímenes de guerra y contra la humanidad investigados por una comisión de juristas creada por la Asamblea General de la ONU en 2016. La apertura de procesos al amparo del principio de justicia universal en países como Alemania, que ha condenado recientemente a un exagente de inteligencia sirio por detención ilegal y torturas, ofrecen un primer destello de esperanza sobre una rendición de cuentas de los culpables.

“Los miembros (permanentes) del Consejo de Seguridad tienen el deber de ayudar al pueblo de Siria, pero le han abandonado. Diez años después del inicio de la guerra, quienes perpetraron horribles crímenes contra la humanidad siguen infligiendo un inmenso sufrimiento a la población civil mientras se evaden de la acción de la justicia”, advierte Lynn Maalouf, directora adjunta para Oriente Próximo de la organización humanitaria. En un comunicado difundido este viernes reclama el fin de los vetos cruzados en el órgano de Naciones Unidas a fin de encausar a los autores de las atrocidades.

Rusia y China han ejercido el veto al menos en 15 ocasiones durante la última década en la guerra mundial a escala reducida que se libra en el país árabe. “Los Estados [involucrados en el conflicto] han puesto sus intereses por encima de las vidas de millones de niños, mujeres y hombres al permitir que la historia de terror de Siria sea interminable. Sin justicia, el sangriento ciclo proseguirá”, recalca Maaluf en nombre de AI.

El régimen sirio restringe el paso a la ayuda humanitaria internacional y mantiene las detenciones arbitrarias y malos tratos, pero las milicias insurgentes cometen también torturas y secuestros en su reducto noroccidental de Idlib. A lo largo de los diez últimos años, todas las partes en conflicto han causado miles de muertes injustificadas, provocado un masivo desplazamiento interno de población y forzado el exilio de cinco millones de civiles. Ahora más que nunca, sostiene Amnistía Internacional, la justicia es más importante que nunca en Siria.

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