Ortega desata una feroz persecución política en Nicaragua para mantenerse en el poder

Aislado internacionalmente, con sanciones impuestas por EE UU, el sandinista lanza una cacería de opositores, periodistas y disidentes

Daniel Ortega junto a su esposa y vicepresidenta, Rosario Murillo, en una imagen de marzo de 2019, en Managua.Alfredo Zuniga (AP)

Las palabras del fallecido comandante Tomás Borge, oscuro y temido personaje de la revolución sandinista de Nicaragua, parecen hoy salidas de una sombría profecía. Daniel Ortega recién se había instalado de nuevo en el poder en 2007, cuando Borge sentenció: “Todo puede pasar aquí, menos que el Frente Sandinista pierda el poder… cueste lo que cueste”. Y el coste ha sido alto, con una estra...

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Las palabras del fallecido comandante Tomás Borge, oscuro y temido personaje de la revolución sandinista de Nicaragua, parecen hoy salidas de una sombría profecía. Daniel Ortega recién se había instalado de nuevo en el poder en 2007, cuando Borge sentenció: “Todo puede pasar aquí, menos que el Frente Sandinista pierda el poder… cueste lo que cueste”. Y el coste ha sido alto, con una estrategia política de tierra arrasada, en la que el exguerrillero sandinista nacido de la lucha contra la dictadura de Somoza está dispuesto a eliminar a cualquier adversario o acallar todo tipo de disidencia. Ortega se ha instalado en la represión y la persecución política para mantener el poder en el país centroamericano, a través del control del aparato de justicia, eficiente a la hora de levantar casos contra los opositores; la instrumentalización de la Asamblea Nacional, a sus órdenes para aprobar leyes que criminalicen la crítica y, sobre todo, su dominio sobre la Policía Nacional, el órgano represivo del régimen. “Eliminar toda candidatura, toda oposición, es el objetivo de una dictadura en agonía. Por eso recurre a la represión masiva. Nada le ha funcionado”, ha dicho Dora María Téllez, exguerrillera sandinista, otrora compañera de armas de Ortega y hoy voz crítica desde la oposición, detenida el domingo en Managua.

Represión en Nicaragua

No es que Ortega haya jugado bajo las reglas de la democracia cuando volvió a la presidencia en 2006 tras casi dos décadas como candidato opositor en Nicaragua y de perder tres elecciones consecutivas (frente a Violeta Chamorro en 1990, Arnoldo Alemán en 1996 y Enrique Bolaños en 2001). Al contrario, entonces comenzó una estrategia para desmantelar la de por sí frágil institucionalidad nicaragüense, apoyado en parte por la millonaria cooperación petrolera que llegaba de la Venezuela de Hugo Chávez, usada para amedrentar a la prensa independiente, comprar medios de comunicación, acallar las voces críticas y desarrollar una política clientelar para mantener el favor de los más pobres, bajo su lema “arriba los pobres del mundo”.

Su primera estrategia fue contra el periodismo, implementada por su esposa Rosario Murillo, hoy convertida en su vicepresidenta. El Gobierno controló las licencias de radio y televisión, ejerció presión económica contra los periódicos, a través de impuestos y otros tributos o poniendo trabas a la entrega del papel en las aduanas. Luego llegaron los grupos de choque, hordas fanatizadas financiadas por el Frente Sandinista, para amedrentar a opositores y reventar manifestaciones, con especial énfasis en un inicio contra las mujeres, que plantaron cara con valentía al nuevo régimen. Y a partir de 2008, con los comicios municipales de ese año, llegaron los fraudes electorales para expandir su poder político territorial y garantizarse el control de todo el aparato de elecciones. Aprovechándose de una oposición débil, dividida y sin legitimidad frente al electorado; del poco interés que Nicaragua generaba internacionalmente y de una alianza estratégica con los empresarios, que permitían los desmanes del sandinista a cambio de hacer jugosos negocios, Ortega fue construyendo su autocracia, pero sin poner atención en la que se convertiría en la piedra que pondría en jaque su proyecto: una naciente clase media que exigía más derechos.

El golpe no se lo esperaba y llegó en la primavera de 2018. Ortega impuso unas reformas de la seguridad social que afectaban a las pensiones y que fueron rechazadas por los empresarios, porque imponían a la patronal el pago de mayores cuotas. Las primeras manifestaciones fueron tímidas, pero reventadas con violencia por los grupos de choque. Las imágenes de jubilados sangrando por las palizas generaron una indignación nacional que devino en protestas masivas, en las que se exigía el fin del régimen. Una de esas primeras protestas, que convocó a decenas de miles de nicaragüenses, fue financiada por los empresarios, en una afrenta directa a Ortega. Pasmado por la rebelión ciudadana y el interés internacional que despertó, el Gobierno decidió recurrir a la violencia. La respuesta inicial vino de la esposa de Ortega, Rosario Murillo, quien dio la orden a sus subalternos: “Vamos con todo”. La policía, los grupos de choque y un cuerpo parapolicial provisto de armas de guerra, impusieron el terror en las ciudades, atacaron manifestaciones y desmantelaron barricadas. El saldo, de acuerdo a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), fue de 328 asesinados, centenares de presos políticos y miles de exiliados. Para la ONU y la OEA, Ortega cometió crímenes de lesa humanidad en Nicaragua.

Lejos de intentar hallar una salida política en la llamada Mesa de Diálogo, instalada con el auspicio de la Iglesia y el cuerpo diplomático asentado en Managua, Ortega ha decidido instalarse en la violencia política. Tras neutralizar las protestas, el mandatario ha iniciado la nueva etapa de la represión: el encarcelamiento de sus críticos y sobre todo de quienes aspiran a enfrentársele en las elecciones previstas para noviembre. Y para ello ha usado a la Asamblea Nacional, que ha aprobado leyes que permiten criminalizar a opositores, y al sistema de justicia, con jueces que, en palabras de Dora María Téllez, “son verdaderos sicarios, que tienen hecho el machote [los borradores de las acusaciones] y solo ponen el nombre del nuevo preso”. Los primeros perseguidos fueron los aspirantes a una candidatura por la oposición, con especial escarnio contra Cristiana Chamorro, hija de la expresidenta Violeta Barrios de Chamorro (1990-1996) y de Pedro Joaquín Chamorro, héroe nacional asesinado por la dictadura somocista. Cristiana Chamorro apenas había anunciado su interés de participar en el proceso electoral, cuando despertó grandes simpatías entre los nicaragüenses. Fue entonces cuando la maquinaria de justicia se ensañó contra ella, levantando un caso de lavado de dinero a través de su fundación —que lleva el nombre de su madre—, una organización que durante décadas apoyó al periodismo independiente. En el caso contra Chamorro han sido citados varios periodistas y en medio fue nuevamente asaltada la redacción de la revista Confidencial, que dirige su hermano Carlos Fernando Chamorro. Un juez de Managua impuso casa por cárcel [arresto domiciliario] a la candidata. A ella le siguieron el exdiplomático Arturo Cruz, el académico Félix Maradiaga y el exviceministro de Hacienda Juan Sebastián Chamorro García.

La condena internacional llegó de voz de los funcionarios de la Administración de Biden, que ha exigido la liberación de los presos, ha catalogado de “dictadura” al régimen y ha impuesto nuevas sanciones contra funcionarios y una hija de Ortega. Él, sin embargo, ha decidido tensar más la cuerda y ha desatado la segunda etapa de esta nueva ola represiva. Al primero que le ha pasado la factura es a José Adán Aguerri, expresidente del Consejo Superior de la Empresa Privada (COSEP), quien lideró la mesa del diálogo de 2018 por parte de los empresarios, convertido, sin quererlo, en un personaje opositor. Ortega, que le había dado a los empresarios libertades para hacer negocios —siempre y cuando las ganancias también lo beneficiaran— vio como una afrenta la nueva postura de Aguerri, detenido el martes en Managua. A él le siguió esa misma noche Violeta Granera, destacada activista, y un día después José Pallais, uno de los juristas más lúcidos del país y quien también formó parte de la mesa del diálogo. A los nicaragüenses les ha conmovido la entereza de Pallais, quien estoico esperó a la policía afuera de su casa. Estas figuras de la oposición fueron acusadas de “incitar a la injerencia extranjera en los asuntos internos”, un delito contemplado en la Ley de Defensa de los Derechos del Pueblo a la Independencia, la Soberanía y Autodeterminación para la Paz, aprobada en diciembre por la Asamblea Nacional.

El periodista Carlos Fernando Chamorro ha catalogado esta nueva escalada represiva del régimen como “un nuevo golpe de Estado contra el derecho constitucional de los nicaragüenses a elegir y ser electos en libertad”. Para Chamorro se trata de una estrategia con dos posibles fines: mantenerse en el poder por la fuerza, porque unas elecciones libres representan “una amenaza letal para la sobrevivencia del régimen”, o instaurar en Nicaragua una dictadura bajo un estilo parecido al de Cuba y Venezuela. Dos escenarios que cumplen la sombría profecía del fallecido comandante Borge, de que el Frente Sandinista debe mantenerse gobernando en Nicaragua “cueste lo que cueste”.

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