El Estado más rico de Brasil se seca
La peor sequía de los últimos 91 años seca los azudes y arroyos del noroeste del estado de São Paulo: “Hasta hace cuatro años plantábamos sin tener que regar, solo con el agua de la lluvia”
“Si lo piso, ¿me va a morder?”, pregunta, curioso, el pequeño Rafael, de 3 años. Su madre, Graziela Reinolde, de 37 años, responde que no. “Está muerto, déjalo ahí”, dice, mientras observa el cadáver seco del cangrejo que llama la atención de su hijo. A su alrededor, muchas cosas también parecen muertas. Como el azud de la pequeña finca rural que alquila la familia, donde la tierra agrietada alberga ahora los restos de peces que desde hace tiempo no tienen dónde nadar. O parte del naranjal del que viven, pero cuyas hojas deshidratadas se cierran en un intento de conservar la poca humedad que a...
“Si lo piso, ¿me va a morder?”, pregunta, curioso, el pequeño Rafael, de 3 años. Su madre, Graziela Reinolde, de 37 años, responde que no. “Está muerto, déjalo ahí”, dice, mientras observa el cadáver seco del cangrejo que llama la atención de su hijo. A su alrededor, muchas cosas también parecen muertas. Como el azud de la pequeña finca rural que alquila la familia, donde la tierra agrietada alberga ahora los restos de peces que desde hace tiempo no tienen dónde nadar. O parte del naranjal del que viven, pero cuyas hojas deshidratadas se cierran en un intento de conservar la poca humedad que aún queda. En la zona rural de Estrela D’Oeste, en el noroeste del estado de São Paulo, hace meses que no llueve. “Es la peor sequía que he visto en mis más de 30 años de vida en el campo”, dice el patriarca Antônio Reinolde, de 43 años, la tercera generación de su familia que se dedica a la tierra.
La propiedad que alquila la familia Reinolde está junto a la carretera Euclides da Cunha, que rinde homenaje al periodista y escritor de Los sertones. En su obra cumbre, alaba la determinación de los habitantes del sertón, y dice que “la sequía no les asusta (...) es un complemento de su atormentada vida”. Pero estas palabras no traducen la desesperación que sienten quienes dependen del agua para vivir. “He pensado muchas veces en dejarlo; de hecho, mucha gente que conozco ha dejado la tierra. Uno de mis primos se hizo camionero. Porque somos pobres y sufrimos mucho con esta situación [de sequía]. No sabemos lo que vamos a ganar ni cuándo, actualmente nos quedamos a cero cada fin de mes”, dice Antônio, que trabaja en la pequeña propiedad alquilada con su mujer Graziela y su hijo mayor, Daniel, de 13 años. Los tres observaron, incrédulos, como el azud se secaba por primera vez en décadas: de los miles de litros de agua de la lluvia y del arroyo, que llegaba a desbordarse e inundar el camino de tierra, “dificultando que pasáramos”, solo quedó un pequeño charco de barro.
Buena parte de la región noroeste de São Paulo se encuentra en una situación crítica, sufre los impactos de la emergencia climática que afecta a todo el mundo de diferentes formas. Lo que para muchos es una imagen lejana, personificada en el deshielo de la Antártida, está impactando directamente en el estado más rico de Brasil. El desequilibrio en el clima tiene un efecto devastador en la hidrología del país, que encarece las facturas de la luz en las ciudades (ya que los embalses de las centrales hidroeléctricas están vacíos, lo que aumenta el uso de las centrales termoeléctricas), provoca inundaciones en Manaos (con la concentración de gran parte de las lluvias en un corto período) y la pérdida de cosechas ante la peor sequía de los últimos 91 años en el sudeste y centro occidente del país. La crisis climática también acentúa fenómenos atmosféricos como La Niña, que favorece la sequía en la región.
Un informe publicado en julio por el Centro Nacional de Monitoreo y Alertas de Desastres Naturales (Cemaden), organismo del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación, señala una situación de “sequía extrema” (la segunda categoría más grave) en el noroeste del estado São Paulo, que pone en riesgo más del 80% de la actividad agropecuaria y en “alto riesgo” la agricultura familiar. El documento del Cemaden también afirma que “no hay expectativas de que la actual crisis hídrica mejore en los próximos tres meses”, teniendo en cuenta la estación de sequía.
Pero las cosas no siempre han sido así en la región que forma parte de la llamada huerta de São Paulo, en el interior del estado. “Hasta hace cuatro años plantábamos sin tener que regar. Solo con el agua de la lluvia”, cuenta Antônio. Según el campesino, este año las últimas lluvias fueron en marzo. Y no fueron suficientes para llenar el azud, seco desde finales del año pasado. Del arroyo Açoita Cavalo, que también abastecía el pequeño lago de la familia, solo quedaron peces muertos. Un campo de maíz entero que la familia Reinolde plantó a principios de año ya ha desaparecido, conllevando unos daños de 2.300 dólares. “Todo se secó y las mazorcas se retorcieron y cayeron al suelo”, dice. “Esto nunca había ocurrido antes”.
Para sobrevivir, tuvieron que invertir en un costoso sistema de bombeo de agua y riego para salvar parte de la cosecha. Entre bombas y tuberías, se gastaron 1.150 dólares. La factura de la luz aumentó 200 dólares y el gasto mensual subió otros 600 por el diésel de la bomba que lleva el agua del pozo —cuya perforación costó más de 1.500 dólares— a los campos. Aun así, solo han conseguido regar el 70% de la plantación de limones y naranjas, y la diferencia entre la parte que recibe agua y la que no es visible. Las hojas del naranjal deshidratado se retuercen y se ponen oscuras, y el fruto es agrio y de escaso valor comercial.
Los impactos de la sequía en el noroeste de São Paulo no solo los sufren los pequeños agricultores de la región. Las centrales hidroeléctricas de Água Vermelha y Marimbondo, ambas situadas en el río Grande, casi en la frontera con en estado de Minas Gerais y cerca de Estrela D’Oeste, funcionan con embalses al 14,3% y al 11,7% de su capacidad total, respectivamente. Son dos de los niveles más bajos de todo el sistema nacional de producción de energía, según datos del Operador Nacional del Sistema Eléctrico.
Deudas, falta de clientes y sequía
A pocos kilómetros, la familia Barbosa Marques también lucha como puede contra la sequía para ganarse la vida con sus tierras, también alquiladas. Los hermanos José, de 51 años, João, de 40, Marcelo, de 32, y su hijo Davi, de 12, hacen lo que pueden para intentar salvar la cosecha, condenada por la falta de agua. Preveían recoger una tonelada de papaya, que se va a quedar en 250 kilos: sin agua, más de la mitad de los frutos no se desarrollarán. Donde antes estaba el arroyo Viadão, que abastecía el azud local, ahora hay un descampado con hierba. La situación es tan grave que ni siquiera el riego da abasto. “Regamos dos horas al día solo para mantener las plantas vivas, cuando lo ideal serían ocho horas”, dice José. Porque no hay suficiente agua. “Si dejas la bomba encendida durante más tiempo, todo se seca. Aunque tuviéramos todo el dinero del mundo para pagar el agua, no tenemos de dónde sacarla”, explica.
A la falta de agua se suma la deuda de 20.000 dólares por la compra de equipos y maquinaria en un momento en que el horizonte de la sequía no era tan árido. Para intentar paliar los costes, han vendido una de las máquinas agrícolas que compraron el año pasado, que echa tierra sobre el tronco de los papayos para que no se caigan con el peso de la fruta. Este duro trabajo ahora tendrá que hacerse a mano. El único patrimonio que les queda a los hermanos es un tractor de los años 80. “Vamos al banco para intentar conseguir un préstamo con buenas condiciones y no conseguimos nada, porque no tenemos ninguna propiedad [tierra] a nuestro nombre”, se lamenta Marcelo. Para rematar la situación, con las escuelas cerradas debido a las medidas restrictivas impuestas por la pandemia de coronavirus, surgió otro problema para la familia Marques. Una parte de la producción de fruta la vendían a través de programas de suministro de comidas a escuelas municipales y estatales. Sin clases, los hermanos perdieron a uno de sus principales clientes.
“Poco a poco, la agricultura familiar está desapareciendo y solo quedan los grandes productores”, afirma resignado Claudinei Ferreari, de 53 años, presidente de la Cooperativa de Agricultura Familiar de Fernandópolis, ciudad vecina a Estrela D’Oeste, que cuenta con 26 cooperativistas. “Nuestra generación, de 40 a 60 años, se quedará en el campo, porque es lo que sabemos hacer. Pero los jóvenes no querrán esta vida difícil”, dice. Es el caso de Davi, el hijo de Marcelo Barbosa Marques, que ayuda a su padre y a sus tíos. “Quiero ser biólogo. No veo futuro en la agricultura”, explica. A pesar de su corta edad, sabe lo que ocurre en el país. “Es el calentamiento global. Por eso está todo seco. Lo veo en la televisión”, afirma. El mayor de los tíos, José, añade: “Pronto tendremos guerras por el agua”.