La nueva fase de los campos de reeducación en Xinjiang
“Lo que estamos viendo construir ahora son instalaciones de máxima seguridad”, según el experto Nathan Ruser
Shahnura tiene 18 años y nunca ha sabido el nombre de su abuela paterna. “En casa, el tema de la familia de mi padre nunca se toca”, cuenta por teléfono esta joven uigur desde Alemania, donde nació después de que sus padres se exiliaran. Toda la rama paterna ―10 hermanos― se encuentra en paradero desconocido en Xinjiang, asegura, sin que las redes de contacto que mantiene la comunidad uigur en el exilio den razón de ellos. Tampoco de los hermanos de su madr...
Shahnura tiene 18 años y nunca ha sabido el nombre de su abuela paterna. “En casa, el tema de la familia de mi padre nunca se toca”, cuenta por teléfono esta joven uigur desde Alemania, donde nació después de que sus padres se exiliaran. Toda la rama paterna ―10 hermanos― se encuentra en paradero desconocido en Xinjiang, asegura, sin que las redes de contacto que mantiene la comunidad uigur en el exilio den razón de ellos. Tampoco de los hermanos de su madre: “De mi tía no sabemos nada. De mi tío, dicen que murió”. De su abuela materna ―a la que solo ha podido ver una vez, hace seis años― sí tienen noticias, a través de fuentes indirectas: tras más de un año en un campo de reeducación en Xinjiang parece que ha podido volver a casa. También parece, según les han dicho, que ha regresado muy enferma.
A 5.000 kilómetros de donde se encuentra Shahnura, en el sur de Xinjiang, en las afueras de la ciudad de Kashgar en dirección suroeste, se halla un enorme complejo de edificios paralelos, rodeados por un muro. Un letrero lo identifica como una escuela para funcionarios del Partido Comunista de China. Algo que parecen confirmar los grandes ideogramas, en color rojo, sobre los edificios más cercanos a la carretera. “No olvidar nunca la intención original, recordar siempre la misión” es la consigna que, una y otra vez, el Partido ha repetido durante los fastos de su centenario este año.
Pero parte del muro está rematado con alambradas. Al fondo, se distinguen dos torretas. La imagen aérea tomada por Google Maps en esas coordenadas parece mostrar, en una esquina, un grupo de personas en formación. En torno al complejo hay varias prisiones. Es uno de los centros de detención que, repartidos por todo Xinjiang, han llegado a acoger, según organismos de la ONU y ONG, a centenares de miles de uigures, quizá más de un millón, dentro de la campaña de reeducación contra el extremismo islámico que China ha lanzado desde 2016. Nathan Ruser, del Australian Strategic policy Institute (ASPI) y autor del informe Documenting Xinjiang’s Detention System (Documentando el Sistema de Detención en Xinjiang), confirma que parte de los edificios pueden haber cesado de usarse como centro de reeducación, pero al menos uno de los bloques aún conserva esa función.
Durante dos años, China negó de modo sistemático que mantuviera estos campos, pese a crecientes pruebas documentales: imágenes vía satélite, licitaciones públicas, testimonios de familiares de internos. Finalmente en 2018 reconoció su existencia, como centros de formación profesional donde ―aseguraba― se impartían también conocimientos de mandarín y educación cívica. Esas instalaciones eran imprescindibles, según Pekín, para desarraigar cualquier tipo de ideas extremistas islámicas después de años de atentados en la región que desencadenaron una escalada en las medidas de seguridad chinas. También, aseguraban las autoridades, para que los internos adquirieran una capacitación que les permitiera encontrar trabajos dignos y alejarles de influencias radicales. Antiguos internos, en cambio, hablan de una intensa vigilancia, guardias armados, maltratos o incluso torturas en caso de no progresar lo suficientemente rápido.
En esa época, el sistema de campos engulló en su interior, como un gran agujero negro, a uigures y otras minorías musulmanas, de todo tipo de clase social, edad y formación. Campesinos en zonas rurales, trabajadores sin estudios, amas de casa. Pero también empresarios, líderes de opinión, imanes de las mezquitas, músicos y escritores, académicos. Organizaciones como Amnistía Internacional o Human Rights Watch denuncian que puede bastar recibir llamadas desde el extranjero, no usar el móvil o llevar barba para resultar sospechoso y acabar en uno de estos centros.
La familia de Shahnura niega que sus familiares hicieran nada malo. Cree que a la abuela materna, una empresaria acomodada de algo más de 60 años ―nadie en la familia está seguro de la edad exacta―, la internaron como represalia por el exilio de ellos. “Fue en 2015, yo entonces tenía doce años. El año que el Gobierno chino sí dio pasaportes a los uigures (aunque China mantiene una dura política de concesión de pasaportes a uigures, por razones que nunca han quedado aclaradas las autoridades provinciales relajaron esas medidas durante unos meses en 2015)”, recuerda la joven. “Nos vimos con mi tía y mi abuela en Estambul durante dos días. La única vez que las he visto. Ellas consiguieron un pasaporte y viajaron al extranjero por primera vez. Mi madre no había visto a mi abuela en 17 años”.
Su abuela, cuenta, estaba nerviosa. Les contó que en su casa había tenido que quemar su Corán y adornos con inscripciones que parecían árabe. Que su hijo, el tío de Shahnura, un hombre muy religioso y que había estudiado en Egipto, había tenido que quedarse en Xinjiang como garantía de que ellas regresarían.
“Cuando volvimos a Alemania, las llamamos. Mi abuela dijo que todo estaba bien, pero que no volviéramos a llamarla. Y desde entonces no pudimos volver a contactar. Nadie cogía el teléfono nunca. Intentamos conseguir noticias a través de las redes sociales, pero tampoco” -explica la joven-. “En noviembre de 2019 recibimos un mensaje de otra gente: mi tía estaba desaparecida, mi tío estaba muerto y mi abuela, en un campo de reeducación”.
De la familia de su padre, asegura, se sabe aún menos. Que en 2013, según su versión, sus tíos empezaron a recibir presiones de las autoridades para que convencieran a la familia en Alemania de regresar o de colaborar con la Policía. “Entonces detuvieron a su hermano mayor. Y no hemos sabido nada más de ellos. Mi padre no quiere hablar nunca de ese tema. Yo no sé el nombre de mi abuela, ni el de mis primos de esa rama de mi familia”.
En 2019, Pekín aseguró que los internos se habían “graduado” y los centros quedarían desmantelados, o dedicados a otras funciones. Desde entonces, parte de los cerca de 385 centros que el ASPI llegó a identificar en su informe se han cerrado o reconvertido a otras funciones: edificios oficiales, escuelas del Partido o, en las grandes ciudades, internados para estudiantes procedentes de zonas rurales.
Pero los campos no han desaparecido por completo. En su informe, ASPI encuentra que desde 2019, aproximadamente unos 65 han ampliado sus instalaciones o se encuentran en construcción, en una señal de que China aún retiene, y planea seguir reteniendo, grandes números de uigures y otras minorías musulmanas en Xinjiang. En Kashgar, uno de ellos comenzó su construcción en enero de 2020. El mayor, con capacidad para unos 10.000 internos según la agencia de noticias AP, se encuentra en Dabancheng, en las afueras de Urumqi, la capital de la región autónoma.
“Lo que estamos viendo construir ahora son instalaciones de máxima seguridad, con muros muy altos, torretas cada cien metros, alambradas, mientras que los que se están dejando de usar son los de baja seguridad”, en donde se alojó a los internos más dóciles, explica Ruser.
“Parte de los que estaban detenidos en las instalaciones con menor seguridad han sido evaluados como que han mostrado un progreso suficiente y se han ‘graduado’ y salido de esos centros. Pero también hay aquellos de los que se ha decidido que no han avanzado lo suficiente y bien se les ha transferido y sentenciado formalmente a prisión o a estas instalaciones de alta seguridad”, agrega el experto.
La amenaza de acabar en uno de ellos sigue ahí, en caso de mostrar demasiado interés por la religión o algún otro comportamiento que las autoridades consideren sospechoso. Los sistemas de vigilancia, sea a través de cámaras, aplicaciones en el móvil o informantes, continúan siendo omnipresentes.
Un informe de la ONG Uighur Human Rights Project calcula que desde 2014 más de un millar de imanes y otras personalidades religiosas han sido detenidas por su papel como líderes de comunidades o sus enseñanzas islámicas. De ellos, el 41% ha sido enviado a prisión, lo que “ilustra la intención del Gobierno chino no solo de criminalizar la expresión o práctica religiosa, sino también considerar a los imanes delincuentes debido a su profesión”, apunta el estudio.
Otras figuras intelectuales y culturales también han desaparecido. “Comediantes, músicos folclóricos, músicos pop… no estamos hablando de disidencia cultural, es todo aquel que tenga un papel destacado en la cultura uigur”, explica el profesor Rian Thum, experto en cultura uigur del Instituto de China en la Universidad de Manchester. La inmensa mayoría de ellos continúa retenida, en situación incierta, y la suerte de algunos se va conociendo solo con cuentagotas. En 2019 un vídeo en la página web de la radio estatal china confirmaba que el poeta y músico folclórico Abdurehim Heyit, conocido como el “rey del dutar” por su dominio de este laúd de dos cuerdas, estaba detenido, después de que el rumor de su muerte causase una dura reacción de Turquía. Hace dos semanas se confirmó que la antropóloga Rahile Dawut, una de las mayores expertas mundiales en la cultura rural uigur, se encontraba en prisión, después de dos años en paradero desconocido. La sentencia exacta se desconoce.
Quien sí ha vuelto a casa, aunque su familia no sabe desde cuándo exactamente, es la abuela materna de Shahnura. “Alguien nos dijo que había oído que estuvo en los campos, pero que ya ha podido volver a casa. Pero parece que no está bien. Nos dicen que tiene problemas de corazón, diabetes. Y problemas mentales. Que no recuerda nada. Ya no sabe quién es”.