El avance talibán amenaza los derechos y libertades de los afganos
La milicia islamista promete estabilidad a sus interlocutores extranjeros, mientras utiliza la vía militar para imponerse
El portavoz de los talibanes, Zabihullah Mujahid, destacaba el viernes que se había realizado “el primer vuelo desde territorio bajo control del Emirato Islámico”, como se autodenominan esos extremistas suníes. Tal alharaca, en medio de una ofensiva que les ha permitido tomar la mitad de las capitales de provincia de Afganistán en una semana, señala el empeño de sus dirigentes por transmitir que la vida sigue con normalidad bajo su férula. Los t...
El portavoz de los talibanes, Zabihullah Mujahid, destacaba el viernes que se había realizado “el primer vuelo desde territorio bajo control del Emirato Islámico”, como se autodenominan esos extremistas suníes. Tal alharaca, en medio de una ofensiva que les ha permitido tomar la mitad de las capitales de provincia de Afganistán en una semana, señala el empeño de sus dirigentes por transmitir que la vida sigue con normalidad bajo su férula. Los testimonios de quienes huyen de su avance dicen otra cosa. ¿Debemos temer a los talibanes? ¿Intentan reimponer el retrógrado régimen que derribó la intervención de Estados Unidos en 2001? ¿O han cambiado?
La respuesta a esas preguntas es compleja. Aunque desde la muerte de su fundador, el clérigo Omar, en 2013, se han sucedido varios líderes al frente del movimiento y se han rejuvenecido sus filas, todos se han opuesto a la presencia de las tropas extranjeras y a reconocer al Gobierno de Kabul, que tachan de títere de Occidente. Sin embargo, en las zonas que han ido conquistando desde que volvieron a reorganizarse a mediados de la primera década de este siglo, han mostrado cierta flexibilidad en la gestión.
Algunos estudiosos les atribuyen un mayor pragmatismo que se reflejaría en su intento de tender de puentes con el exterior, a través de China, Rusia, Irán y Pakistán (sus patrocinadores regionales), a quienes prometen estabilidad a cambio de apoyo. El grupo, aseguran, necesita que la ayuda internacional siga fluyendo y no se pueden permitir el aislacionismo que mantuvieron durante el quinquenio que gobernaron (1996-2001). De ahí su promesa de que van a respetar las embajadas. Pero si de cara al exterior buscan ofrecer una imagen más amable, su intento de imponerse por la vía militar (aunque sea una táctica para negociar desde una posición de fuerza) pinta mal para los afganos.
De momento, decenas de miles de personas han huido de su avance durante las últimas semanas. Los relatos de ejecuciones extrajudiciales, asesinatos por venganza, matrimonios forzados de niñas y otras violaciones de derechos humanos contradicen las declaraciones de los portavoces talibanes de que intentan no dañar a los civiles. Muchos afganos no necesitan ver esas atrocidades para temer su regreso. El recuerdo de su brutalidad sigue fresco.
A primeros de mayo de 2001, pocas semanas después de que los talibanes destruyeran los Budas gigantes de Bamiyán, aterricé con un avión de Naciones Unidas en Kabul. La ciudad era entonces la capital del Emirato Islámico de Afganistán y su calendario marcaba el año 1422. Salvo por algunos coches desvencijados que recorrían las calles, la fecha parecía adecuada para un país que lapidaba a las adúlteras, amputaba las manos a los ladrones y proscribía cualquier tipo de entretenimiento, incluido volar cometas.
Sin industria, ni centros comerciales, ni cafeterías, Kabul era en realidad un pueblo grande cuyos habitantes apenas salían de casa. Niñas y mujeres lo tenían prohibido, salvo acompañadas por un varón, como tenían prohibido estudiar, trabajar e incluso reír y hacer ruido al andar. Los hombres que no comulgaban con esa interpretación extrema del islam temían cruzarse con alguno de sus defensores y que les encontrara la barba demasiado corta o los reclutara para la milicia. Así que intentaban no demorarse más de la cuenta en la calle. A las diez de la noche empezaba el toque de queda y no se levantaba hasta media hora antes de la primera oración del día que, como las otras cuatro, era de obligado cumplimiento.
Seis meses después, Estados Unidos desalojó del poder a esos barbudos en represalia porque habían dado cobijo a Al Qaeda, el grupo responsable de los atentados del 11-S. Los afganos lo celebraron echándose a las calles. Ahora, los talibanes sienten que, con su lucha, han logrado expulsar a los invasores extranjeros. Más allá del respaldo social que suscitan en zonas rurales (en especial entre los pastunes de los que surgieron y que constituyen la mitad de la población), la reconstitución de la milicia islamista ha sido posible porque sus miembros encontraron refugio en el vecino Pakistán (uno de los tres países que reconoció al régimen talibán) y porque la corrupción ha minado la frágil estructura del nuevo Estado y la moral de las fuerzas armadas.
No está claro cuánto han cambiado los talibanes, pero Afganistán es un país muy diferente del que sometieron hace 25 años. Los casi dos tercios de sus 38 millones de habitantes nacidos desde entonces han crecido con televisión (prohibida durante el gobierno de los extremistas), teléfonos móviles e internet, lo que ha roto su aislamiento incluso en las zonas rurales, donde aún vive la mayoría de la población. Las mujeres, en particular, han alcanzado derechos sin precedentes en educación, acceso a la sanidad y trabajo. Todo eso está en peligro ahora.