Muere a los 84 Madeleine Albright, la primera mujer que dirigió la diplomacia de Estados Unidos
Nacida en Praga, su familia huyó del nazismo y del comunismo. Fue secretaria de Estado durante la Administración de Bill Clinton y una de las figuras femeninas más poderosas del siglo XX
Madeleine Albright, primera mujer en dirigir la diplomacia de Estados Unidos y una de las figuras femeninas más poderosas del siglo XX, ha muerto este miércoles a los 84 años, a causa de un cáncer. Hija de unos refugiados checos, huyó dos veces de la tiranía —primero del nazismo, luego del comunismo―, y simbolizaba esa idea América que embelesa a propios y a ajenos: la idea de que en ese país una niña que llega a los 11 años escapando del horror de Europa puede alcanzar las esferas más altas del poder en el nuevo mundo.
El presidente Bill Clinton la nombró secretaria de Estado (1997-200...
Madeleine Albright, primera mujer en dirigir la diplomacia de Estados Unidos y una de las figuras femeninas más poderosas del siglo XX, ha muerto este miércoles a los 84 años, a causa de un cáncer. Hija de unos refugiados checos, huyó dos veces de la tiranía —primero del nazismo, luego del comunismo―, y simbolizaba esa idea América que embelesa a propios y a ajenos: la idea de que en ese país una niña que llega a los 11 años escapando del horror de Europa puede alcanzar las esferas más altas del poder en el nuevo mundo.
El presidente Bill Clinton la nombró secretaria de Estado (1997-2001) y fue el primer alto cargo de un Gobierno estadounidense en visitar Corea del Norte para tratar de abrir una vía de negociación. Defendió la expansión de la OTAN y el intervencionismo en conflictos como el de Bosnia. Ejerció de feminista antes de comprender lo que significaba. Y era endiabladamente simpática, también cálida, en las distancias cortas.
Para la posteridad queda su baile al son de Macarena, que enseñó al ministro de Botswana en la mismísima Organización de Naciones Unidas, o el desparpajo con el que contaba su famosa disputa con Colin Powell, cuando este era el jefe del Estado Mayor Conjunto, a cuenta de la guerra de Bosnia. “Ambos éramos nuevos en el cargo y Powell era ese hombre grande y guapo que venía en uniforme con medallas de lado a lado, que explicaba muy bien las cosas que podían hacerse y que nunca quería usar la fuerza. Y al final le dije: ‘General Powell, ¿para qué está reservando todo este Ejército?’. Y se enfadó mucho conmigo”, relataba al EL PAÍS en una entrevista de 2018.
La suya es una historia propia de novela. Fue al convertirse en secretaria de Estado cuando descubrió que su familia era de religión judía, originariamente, pero que abrazó el catolicismo durante la Segunda Guerra Mundial y jamás le contaron nada a ella. Un periodista lo sacó a la luz cuando indagó sobre ella para un perfil. Albright supo entonces que también que 26 miembros de su familia habían muerto en campos de concentración.
En su despacho de Washington tenía colgada una copia enmarcada del registro de entrada a Nueva York de varios ciudadanos, refugiados políticos, correspondiente al 11 de noviembre de 1948. Figuraba entre los nombres el de Marie Jana Korbelová, una niña que iba a convertirse en una de las mujeres más poderosas de Estados Unidos. Había nacido en Praga en 1937. Su padre, un diplomático, huyó de la antigua Checoslovaquia en 1939 a Londres con la invasión nazi y tuvo que volver a hacerlo en 1948 cuando los comunistas tomaron el país.
En Estados Unidos destacó como estudiante, se graduó en Ciencias Políticas en la elitista universidad femenina de Wellesley —en la que también estudió Hillary Clinton— y se doctoró en la de Columbia. Después se dedicó a la docencia, asesoró en política exterior al presidente Jimmy Carter y a tres candidatos presidenciales demócratas: Michael Dukakis, Walter Mondale y un joven Bill Clinton que la catapultaría primero como embajadora ante Naciones Unidas y después a la cúspide del Departamento de Estado. Se casó en 1959 con Joe Albright, miembro de una familia de empresarios periodísticos de Colorado, de quien se divorció en 1983.
Como diplomática, le quedaron algunas espinas clavadas, como Ruanda y los Balcanes. “Había acabado la guerra del Golfo y Clinton había dicho que éramos indispensables. No estábamos haciendo lo suficiente en Bosnia ni lo bastante pronto, y tampoco hicimos nada con Ruanda, y parte de ello tuvo que ver con que no tuvimos la información correcta”, contaba en 2018. En el genocidio y la ola de violencia sexual de 1994 de Ruanda murió un millón de personas. Con el conflicto de Bosnia, Estados Unidos votó en contra de intervenir en el terreno. Tenía salidas más políticas que diplomáticas, en ocasiones.
En 1996, cuando el régimen de Fidel Castro derribó dos avionetas del grupo anticomunista Hermanos al Rescate, los militares que ejecutaron la operación presumieron de sus “cojones”, según recogieron unas grabaciones. En una reunión del Consejo de Seguridad de la ONU, y diciendo la palabra en español, con la ‘j’ en acento estadounidense, Albright respondió. “Esto no son cojones, es cobardía”. En el debate entre halcones y palomas, la doctrina Albright se calificó en su día de “multilateralidad asertiva”, aunque acabó mutando en la doability, traducido al castellano: pragmático o que es factible acometer.
Se mantuvo activa hasta casi el final de sus días, como analista política, presidenta de la consultora estratégica Albright Stonebridge o profesora de la Universidad de Georgetown. Y escribió libros sin cesar. El penúltimo, Fascismo, una alerta, salió al inicio de la Administración de Donald Trump y repasaba ese concepto resbaladizo y manoseado del autoritarismo, advirtiendo de que tenía más de método que de ideología. Dedicaba un capítulo entero al presidente ruso, Vladímir Putin, bajo el título ‘El hombre del KGB’: “No jura obediencia a los artículos de la fe democrática, pero no renuncia explícitamente a la democracia. Desdeña los valores occidentales mientras profesa identificarse con Occidente [...] Dice mentiras evidentes sin inmutarse y cuando comete una agresión, culpa a la víctima”, escribió. El presidente Barack Obama le concedió el 2012 la medalla presidencial de la libertad, el honor civil más alto de Estados Unidos, y calificó su vida de inspiración.
Como ha ocurrido con otras veteranas del poder, su figura cobró un nuevo impulso y reconocimiento en los últimos años al calor de la ola feminista y el Metoo. En las últimas firmas de sus libros se podían ver largas colas de mujeres jóvenes. Aunque también levantó ampollas, como cuando en 2016, en la turbulenta campaña presidencial de Hillary Clinton, dijo: “Hay un lugar especial en el infierno para las mujeres que no apoyan a otras mujeres”. Había sufrido el sexismo femenino en propia piel: “Me he encontrado que con frecuencia las mujeres no se ayudan entre ellas. Yo fui madre de gemelos y, después de eso, volví a estudiar, y quienes me lo ponían más difícil eran mujeres, que me preguntaban por qué no estaba con mis hijos”, rememoraba hace unos años.
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