El legado de Gorbachov: despreciado en Rusia, denostado en China y venerado en Occidente
En Berlín se le recuerda como el hombre que trajo la paz, en Moscú por crear el caos político y en Pekín le ridiculizan por acabar con su país
Mijaíl Gorbachov, último dirigente de la Unión Soviética como secretario general del Partido Comunista, ha sido aclamado en Occidente por haber puesto fin a la era de la Guerra Fría durante su mandato entre 1985 y 1991; por negociar la reducción de las armas nucleares con el presidente estadounidense Reagan; por dejar que la libertad de expresión y la democracia pluralista florecieran en el bloque del Este; por ayudar a retirar el Telón de Acero; y por permitir la reunificación de Alemania.
El Comité del Nobel incluso concedió a Gorbachov el Premio de la Paz en 1990, honrándolo por la “mayor apertura” que permitió “en la sociedad soviética”, por promover la “confianza internacional” y por contribuir a un “proceso de paz” que podría abrir “nuevas posibilidades para la comunidad mundial”. Desde esta perspectiva, Gorbachov fue el hombre que, por la naturaleza de sus acciones, con su idealismo y pragmatismo, logró y preservó la paz mundial en la agitación de los revolucionarios años de 1989-1991. Incluso en su país, Gorbachov acabó permitiendo que prosperara la autodeterminación algo que le costó el puesto. Pese a todas las guerras fronterizas posteriores, desde Osetia del Sur hasta Nagorno Karabaj, al desmoronarse la URSS se evitó una verdadera catástrofe, la de una Yugoslavia mucho más sangrienta y grande con armas nucleares.
Pero los rusos no tardaron en quedar desencantados con el hombre que abandonó su cargo discretamente cuando se disolvió la Unión Soviética, el día de Navidad de 1991. Apreciaban las muchas libertades que habían ganado. Pero le culpaban del caos político, de la delincuencia y la corrupción, y de las graves privaciones socioeconómicas que se produjeron en la Rusia postsoviética en la década de 1990, una turbulencia que, en cierto modo, sigue afectando a la política en el espacio postsoviético hasta el día de hoy. Para el presidente ruso, Vladímir Putin, la caída de la Unión Soviética representa “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”.
Gorbachov era un traidor, el líder que liquidó el imperio soviético, dejando a una Rusia humillada lamiéndose las heridas en los márgenes de Europa. Este desenlace es el que Putin se ha propuesto revertir: aplastando a los medios de comunicación, volviendo al autoritarismo, reforzando el aparato de seguridad, invadiendo Ucrania y aislando a Rusia de Occidente. Al fin y al cabo, como dijo en 2011, de haber estado en el lugar de Gorbachov, habría luchado “de forma constante, persistente y sin miedo” por “la integridad territorial de nuestro Estado... sin esconder la cabeza en la arena”. Así y todo, Putin se cuidó de no criticar nunca el legado de Gorbachov en su totalidad, mientras que este último nunca criticó al primero hasta el punto de cuestionar su legitimidad como líder. Es como si siempre hubieran intentado ignorarse mutuamente, aunque el Kremlin se ha esforzado activamente en deshacer los logros históricos de Gorbachov.
¿Qué es lo que distingue a Gorbachov en el ámbito internacional?
Hay que señalar que, pese a todos los cambios estructurales que hemos presenciado desde finales de la década de 1970 en la economía mundial, la tecnología y el equilibrio militar, así como la creciente relevancia transnacional del poder popular, Mijaíl Gorbachov fue un agente de cambio crucial tanto en su país como en el extranjero.
Se propuso preservar la Unión y hacerla más viable. Trató de reformar y revitalizar la URSS y reposicionarla para que siguiera compitiendo con Occidente, aunque de manera pacífica. Tenía objetivos claros y amplios, pero no tenía nada claro cómo alcanzarlos.
Tras comenzar con una reforma económica parcial, pronto se radicalizó, convencido de que la verdadera reestructuración solo funcionaría si se combinaba con la liberalización política. La perestroika y la glasnost fueron de la mano. Todo esto formaba parte del proceso de adaptación.
Su visión de Europa contemplaba un “hogar común europeo” en el que una Unión Soviética reformada tendría su sitio entre todas las demás naciones europeas. Su visión de las futuras relaciones entre Estados Unidos y la Unión Soviética incluía la cooperación y asociación entre superpotencias a pesar de las diferencias ideológicas, unas relaciones que iban más allá de la mera coexistencia pacífica, respaldadas por serios esfuerzos de control de armamento, especialmente a través de los tratados de Fuerzas Convencionales en Europa (FCE) y de Reducción de Armas Nucleares Estratégicas (START por sus siglas en inglés), firmados, respectivamente, en 1990 y 1991.
Gorbachov promovió una política basada en valores “universales”, “comunes” y “democráticos”. Creía en un acercamiento mutuo entre el este y el oeste, un acercamiento gradual sobre la base de normas y principios comunes, aunque en realidad sus reformas parecían un intento de que la URSS diese alcance a Occidente, volviéndose hacia él y emulando sus métodos.
Al abolir la doctrina Breznev y conceder a los satélites soviéticos la “libertad de elección”, acabaría por dejar marchar a los países del Pacto de Varsovia. Estaba convencido de que la Unión Soviética no solo podría vivir con esto, sino que, habiendo soltado lastre, prosperaría como consecuencia de ello.
Gorbachov también impulsó una apertura soviética al mercado mundial; y demostró estar dispuesto a trabajar a través de la ONU, como quedó de manifiesto en la diplomacia internacional de la Primera Guerra del Golfo. Pero cuanto más adaptaba y modificaba la Unión en el ámbito interno y su comportamiento en la escena internacional, más perdía el control como gestor del cambio, tanto en la periferia como en el centro del país.
Así pues, en el invierno de 1990-91, viró hacia los partidarios de la línea dura. Iba dando bandazos, socavando la economía dirigida y el monopolio comunista del poder en el centro, sin crear alternativas estables. En realidad, aunque trató de evitar en gran medida el uso de la fuerza militar (con las excepciones de Georgia en 1989 y Lituania en 1991), acabó presidiendo la destrucción del Estado multinacional soviético.
Puede que la intentona golpista en agosto de 1991 contra Gorbachov fracasara, pero como parte de su movimiento de descentralización de la política, el poder real había pasado a manos del recién elegido presidente ruso, Boris Yeltsin, que se encargaría de apartar sin contemplaciones al secretario general soviético. Por consiguiente, Gorbachov nunca llegó a la etapa de reinvención de la Unión Soviética. Esa fue su tragedia.
Los chinos consideraron que habían aprendido la lección de lo que veían como los errores de Gorbachov: la modificación excesiva y la pérdida del control de la gestión. Como reveló la masacre de Tiananmen en Pekín, en junio de 1989, el comunismo y el régimen de partido único siempre se preservarían por la fuerza. Las protestas políticas y el nacionalismo secesionista serían aplastados. Por tanto, no es de extrañar, que mientras que en Alemania Gorbachov siempre será recordado como el hombre que permitió la libertad, concedió la unidad nacional y procuró la reconciliación, en China se le ridiculiza como ingenuo e inmaduro, el líder comunista que falló a su patria al provocar su muerte.
Enfrentados al aumento de las tensiones internacionales en la actualidad y a la atroz guerra de Rusia en Ucrania, tal vez deberíamos recordar ante todo el valor de la humanidad de Gorbachov: su deseo de comprometerse, de crear confianza y de trascender los antiguos antagonismos a través de una diplomacia constructiva, y su deseo primordial de que todos los cambios se gestionaran sin poder coercitivo. Soñó con una Rusia más integrada, en la escena mundial y en Europa. Y fue él quien logró difundir tanta esperanza en la democracia e imbuir tanto entusiasmo en la gente, desde la plaza de Tiananmen hasta la Alexanderplatz, para impulsar una nueva era más pacífica después de la Guerra Fría.
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