Y Reino Unido se rompió
Una tradición de eficacia burocrática y diplomática, la ventaja de una lengua universal como el inglés daban a Reino Unido un aura de credibilidad, mientras la City de Londres aportaba la base financiera, pero todo tiene su límite
Tanto fue el cántaro a la fuente, que al final se rompió. La coalición pro Brexit capturó el sistema político británico en 2016, y ha ido erosionando su credibilidad poco a poco hasta que, como pasa casi siempre, de repente la credibilidad se agotó y los mercados dijeron basta. Las bancarrotas, financieras o políticas, siempre siguen el mismo camino: gradualismo seguido de colapso. Gran Bretaña ...
Tanto fue el cántaro a la fuente, que al final se rompió. La coalición pro Brexit capturó el sistema político británico en 2016, y ha ido erosionando su credibilidad poco a poco hasta que, como pasa casi siempre, de repente la credibilidad se agotó y los mercados dijeron basta. Las bancarrotas, financieras o políticas, siempre siguen el mismo camino: gradualismo seguido de colapso. Gran Bretaña ha conseguido añadir un nuevo capítulo a la historia de las crisis financieras autogeneradas, a la historia de los cambios de gobierno y de las políticas económicas obligadas por la presión de los mercados.
Desde que la coalición pro Brexit se adueñó de las riendas políticas del país, el proceso ha seguido un patrón muy familiar: el uso y deterioro de las instituciones para su provecho político. Como cuentan Daniel Ziblatt y Steven Levitsky en el libro Como mueren las democracias (Ariel), es la erosión gradual de las normas democráticas lo que lleva a los colapsos democráticos. Tras el eslogan “Get Brexit Done” (que se podría traducir como ejecutar el Brexit), se ha escondido una lucha de poder dentro del partido conservador que ha generado una dinámica política que hace de Italia un oasis de estabilidad: desde 2016, Reino Unido ha tenido tres primeros ministros y seis ministros de economía, y es muy probable que la cuenta aumente antes de las elecciones del 2024.
El empleo del Brexit como arma política arrojadiza ―recuerden el segundo principio de la política; es mejor tener el problema que la solución― ha generado una pelea política permanente con su principal socio comercial, la Unión Europea. Mark Carney, que fue gobernador del Banco de Inglaterra, dijo en su día que la economía británica dependía de la “generosidad de los extraños” para financiar su endémico déficit por cuenta corriente. Si se es dependiente de otros, quizás mejor guardar buenas maneras políticas y económicas y llevarse bien con los vecinos.
Pero la coalición pro Brexit decidió que la generosidad de los extraños era irrelevante y siguió adelante con una serie de propuestas económicas que desafiaban la lógica de la economía. Las palabras de uno de sus ideólogos, Michael Gove ―“Ya tenemos bastante de expertos”―, han resultado proféticas, pero no en la dirección que él imaginaba. Una tradición de eficacia burocrática y diplomática, junto a la ventaja de su lengua universal, con el elegante acento de Oxford, aportaban un aura de credibilidad a Reino Unido, mientras la City de Londres dotaba al país de una base financiera. Pero todo tiene su límite.
La campaña electoral para la elección del nuevo primer ministro enfrentó a Rishi Sunak, que proponía un cuadro económico responsable (con un ajuste fiscal moderado de medio plazo para afrontar el difícil e incierto panorama económico), contra Liz Truss, que proponía un nuevo modelo económico basado en las bajadas de impuestos y las políticas de oferta, explícitamente ignorando las restricciones presupuestarias y las tensiones inflacionistas. Pero no solo eso: durante la campaña electoral, y para desviar la atención de su propia gestión gubernamental, el equipo de Truss atacó duramente la gestión del Banco de Inglaterra, para convertirlo en chivo expiatorio, responsable único de la inflación, y desdeñó la función de la Oficina de Responsabilidad Presupuestaria (OBR por sus siglas en inglés) y el papel de las reglas fiscales. Esto fue el culmen del uso oportunista de las instituciones para su provecho político y el culmen del deterioro de la credibilidad económica de Gran Bretaña.
Una vez confirmada la victoria de Liz Truss como nueva primera ministra ―recordemos, elegida por tan solo 80.000 miembros del partido conservador en un país de 68 millones de habitantes―, la guinda la puso el anuncio de las rebajas de impuestos, que no solo aumentaron el desequilibrio fiscal, sino que además fomentaron la sensación de despreocupación por la sostenibilidad macroeconómica. El fulminante despido de Tom Scholar, el funcionario de más alto rango del Ministerio de Economía, y la negativa a que la OBR hiciera una evaluación del impacto de las rebajas de impuestos, culminó el deterioro de la credibilidad.
El resto es historia. Tras un par de meses donde los activos británicos se comportaban ya con dinámica de mercados emergentes ―la libra esterlina se depreciaba y los tipos de interés aumentaban―, los mercados reaccionaron al anuncio de las bajadas de impuestos de manera violenta, forzando una intervención de emergencia del Banco de Inglaterra para estabilizar la liquidez del mercado de bonos soberanos. Tras unas semanas de altísima tensión entre el Gobierno, por un lado, y los mercados y el Banco de Inglaterra, por el otro, el Ejecutivo se ha visto forzado a reconocer su error y ha rectificado, el ministro de economía ha sido reemplazado tras solo 38 días en el cargo, y los impuestos en lugar de bajar, aumentarán.
La pérdida de credibilidad de la gestión economía británica perdurará en el tiempo, en detrimento del crecimiento económico y el bienestar de sus ciudadanos. Los shocks son transitorios, las instituciones perduran, y su deterioro también. La periferia económica europea se ha trasladado al norte, la prima de riesgo afecta ahora también a Gran Bretaña, y no cambiará, como mínimo, hasta las próximas elecciones.
Moraleja: la credibilidad nunca es ilimitada y, en tiempos económicos revueltos, el respeto a la instituciones, y la disciplina económica son imprescindibles.
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