El día en que Brasil tembló: los cabos sueltos del amago de golpe bolsonarista, seis meses después
Un total de 211 de las casi 1.300 personas inculpadas tras el asalto al Congreso sigue en prisión preventiva. En este proceso se investiga también al expresidente
8 de enero de 2023. Brasilia, capital de Brasil y ciudad de burócratas, amanece más desierta que de costumbre. Han pasado siete días desde que Luiz Inácio Lula da Silva regresó al poder arropado por 300.000 seguidores en una fiesta que acaba sin incidentes. Como los peores temores no se han materializado, cunde una sensación generalizada de alivio. Es domingo. El nuevo (y antiguo) presidente visita una ciudad de São Paulo afectada por unas inundaciones, los ...
8 de enero de 2023. Brasilia, capital de Brasil y ciudad de burócratas, amanece más desierta que de costumbre. Han pasado siete días desde que Luiz Inácio Lula da Silva regresó al poder arropado por 300.000 seguidores en una fiesta que acaba sin incidentes. Como los peores temores no se han materializado, cunde una sensación generalizada de alivio. Es domingo. El nuevo (y antiguo) presidente visita una ciudad de São Paulo afectada por unas inundaciones, los recién llegados ministros montan sus equipos, las principales autoridades de la república están de vacaciones de Año Nuevo, como medio país, y Jair Bolsonaro rumia su derrota en Florida (EEUU).
Aunque las alertas sobre una versión brasileña del asalto al Capitolio estaban ahí, el ataque de miles de bolsonaristas al corazón de la democracia pilló a casi todos por sorpresa. Seis meses después de aquel día infame que ya es parte de la historia brasileña, las investigaciones policiales, judiciales y periodísticas permiten dibujar una imagen más nítida del ataque y algunas derivadas.
Las alertas
Cuando a Bolsonaro le quedaban cuatro días en el poder, la agencia de espionaje interno (ABIN, por sus siglas en portugués) entregó al Gobierno saliente y al Gabinete de transición que lideraba Lula un informe con una alerta concreta. Atentos todos porque “los boinas rojas” están en Brasilia, venía a decir. Se refería a un grupo de ocho militares con un pasado de actitudes antidemocráticas que habían llegado al campamento que ultras bolsonaristas levantaron, tras el triunfo de Lula, ante el cuartel general del Ejército para reclamar a los militares que perpetraran un golpe. El documento, entregado a una comisión parlamentaria y revelado por el diario Folha de S.Paulo, advertía: “Se estima que tienen capacidad, motivación y medios para planear, ejecutar o dar apoyo a un acto extremista violento”. El temor era que los boinas rojas atacaran la ceremonia de investidura.
Hacía semanas que los bolsonaristas acampados ante cuarteles por todo el país transmitían un enigmático mensaje a quien quisiera escucharles: viajarían a la capital porque algo importante iba a ocurrir allí, sin más detalle. Con Lula estrenando su tercer mandato, empezaron a circular alegremente entre los internautas bolsonaristas invitaciones para acudir a “la fiesta de Selma” el domingo 8 de enero en la plaza de los Tres Poderes, flanqueada por el Congreso, la Presidencia y el Tribunal Supremo. Usaban lemas como “la libertad no se gana, se conquista” y el término Selma sustituía a ¡Selva!, clásico grito de guerra de los militares brasileños, bregados en la Amazonia.
Y había una manifestación convocada por los acampados. Marcharían hasta el corazón institucional de Brasil —ocho kilómetros—, así que el viernes diez agencias gubernamentales debatieron el despliegue de seguridad. Pero el domingo solo 400 agentes fueron desplegados. Los miles de bolsonaristas, con camisetas de la Canarinha y envueltos en banderas de Brasil, fueron escoltados por la policía hasta la última barrera de seguridad, algunos uniformados se hicieron selfies con ellos… En un instante, la marcha pacífica era un asalto en toda regla.
Los invasores
Muestra de la severidad de los jueces, 211 de los 1.400 detenidos por el asalto siguen en prisión preventiva medio año después, aunque Brasil es un país extremadamente garantista. Los arrestados son un grupo variopinto de personas que, convencidas falsamente de que una conspiración de jueces y medios le robó la elección a Bolsonaro, se plantaron un día en la capital para hacer algo al respecto mientras los camioneros cortaban carreteras. Entre los detenidos, destacan los hombres mayores de 45 años, perfil más típico del votante bolsonarista, pero también hay jubiladas con nietos, limpiadoras, nutricionistas, camioneros, 23 agentes de la policía militar y algún influenciado en redes… Personas que habitan un universo paralelo y que jamás imaginaron acabar entre rejas.
El Tribunal Supremo ya ha acusado formalmente a unos 1.300, casi todos. Lo hizo en sesiones virtuales sin las deliberaciones en directo entre los magistrados que eran la norma hasta la pandemia. Los detenidos en plena invasión son acusados de abolición violenta del Estado democrático, pertenencia a una banda criminal armada, golpe de Estado y daños y deterioro del patrimonio público, delitos que pueden sumar penas de 30 años; los aprehendidos en el campamento afrontan una pena por incitación, cuatro años máximo. Y un agente está procesado por omisión del deber. Los jueces han analizado las denuncias en bloques de 250 detenidos.
El plan es juzgarlos en grupos de 30 en los próximos meses en Brasilia. La policía también busca a los financiadores e instigadores, acusación esta última que pesa sobre Bolsonaro, que ha sido inhabilitado hasta 2030, pero no por el asalto, sino por desinformar y deslegitimar el proceso electoral. El Congreso también creó una comisión de investigación, a la que esta semana acudió el secretario particular de Bolsonaro, el teniente coronel Mauro Cid, al que la policía le encontró en el móvil conversaciones golpistas con otros militares. Mantuvo silencio para no incriminarse; está encarcelado por falsificar cartillas de vacunación.
Las complicidades
El expresidente Bolsonaro ha sido interrogado por la policía porque el Supremo le acusa de alentar el asalto, pero por el momento ese caso no se ha traducido para él en ninguna otra medida. Uno de los personajes claves en la trama es el comisario de policía Anderson Torres, que fue ministro de Justicia del ultraderechista hasta el 31 de diciembre. Al día siguiente, 1 de enero, mientras Lula asumía la presidencia, Torres se convertía en el secretario de Seguridad Pública de la capital (por tanto, responsable político de las fuerzas de seguridad). Lo primero que hizo en el cargo fue tomarse unas vacaciones en familia ¿Dónde? En Florida, donde estaba Bolsonaro. No consta si se encontraron. A su vuelta a casa, fue encarcelado después de que los investigadores localizaran en su casa un borrador de decreto de estado de excepción para invalidar la victoria de Lula.
La imagen sobre la actitud y las acciones de los militares en aquellas críticas horas todavía es muy nebulosa. Tras el asalto, el presidente Lula relevó al jefe del Ejército y también al único ministro militar de su Gobierno. Los bolsonaristas soñaban con que las Fuerzas Armadas cortaran el paso a la izquierda en este país que sufrió una dictadura (1964-1985). Y, aunque Bolsonaro es popular entre la tropa e importantes generales de la reserva, algunos altos mandos han criticado actitudes y políticas del expresidente de extrema derecha.
El Día D
El ministro de Justicia, Flavio Dino, un antiguo juez y gobernador, era aquel domingo del verano austral una de las pocas autoridades que se había quedado en Brasilia. Estaba pendiente de la manifestación de los ultras. Tanto el gobernador del Distrito Federal, Ibaneis Rocha (aliado de Bolsonaro), como el ministro de Defensa, José Mucio, (de Lula), le comunican ese 8 de enero que la protesta transcurre en calma, así que el ministro se va a comer en familia.
Pronto, el shock: miles de bolsonaristas acaban de saltarse la barrera de contención. Inmediatamente, Dino se va al despacho, una estancia acristalada a dos pasos del epicentro de la violencia que hizo temblar los cimientos de la democracia. Aunque estaba en alerta, cuando miles de personas invaden el Congreso —en las imágenes aéreas son un flujo veloz de hormiguitas verdes y amarillas—, se queda de piedra, como sus compatriotas : “Lo viví perplejo e indignado, porque había un despliegue policial muy pequeño, distinto de lo que decía la documentación”, ha contado a BBC Brasil. Al principio, sintió una enorme impotencia porque en Brasil la policía que se despliega en la calle depende de los gobernadores y no logró comunicarse con el gobernador Rocha, apartado del cargo por Lula en pleno frenesí. Rápidamente, el ministro Dino se puso manos a la obra, “tomando decisiones que legalmente no me competen”. La movilización de cientos de agentes neutralizó el ataque ultra.
Uno de los policías que durante tres horas se enfrentaron a los bolsonaristas ha contado que impedir que invadieran el lugar más sagrado de la soberanía popular, el plenario de la Cámara de Diputados, “era una cuestión de honor”. Añade, en un documental, que los ultras decían que los militares iban a acudir en su ayuda. Y rememora el momento más chocante: “Me impactó ver a gente de rodillas, rezando” mientras otros extremistas arrasaban con cristaleras, mobiliario y obras de arte.
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