No hay una ola ultra en las democracias: es una corriente de fondo

Las victorias de Wilders y Milei son el más reciente episodio de un fenómeno variopinto que arrancó con Trump y que refleja cambios sociales duraderos

El líder de la extrema derecha neerlandesa, Geert Wilders, junto a Frans Timmermans, del partido GroenLinks/PvdA, durante el encuentro que celebraron este viernes en La Haya.Remko de Waal (EFE)

No es una ola: es una corriente de fondo. El avance desde hace una década de candidatos y partidos ultranacionalistas, populistas o de extrema derecha en las democracias de Europa y América ha tenido altibajos. Acelerones y frenazos y, de nuevo, acelerones. El último, esta semana, con la victoria, con unos días de diferencia, de Javier Milei y ...

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No es una ola: es una corriente de fondo. El avance desde hace una década de candidatos y partidos ultranacionalistas, populistas o de extrema derecha en las democracias de Europa y América ha tenido altibajos. Acelerones y frenazos y, de nuevo, acelerones. El último, esta semana, con la victoria, con unos días de diferencia, de Javier Milei y Geert Wilders en dos países tan dispares como Argentina y Países Bajos. El éxito en las urnas de Milei, elegido presidente, y Wilders, que no tendrá fácil encontrar una mayoría para ser primer ministro, llega después de las derrotas de la derecha nacionalista en países como España y Polonia. En el Reino Unido, los laboristas se ven a las puertas del poder después de una travesía del desierto de casi tres lustros.

Pero el año próximo también es el de las elecciones al Parlamento Europeo, donde pueden consolidarse los avances derechistas. Y en Estados Unidos, Donald Trump, inspirador y máxima expresión de este movimiento, podría regresar a la Casa Blanca.

No existen las olas en la política: la realidad es más incoherente. Lo que existe son corrientes de fondo. El desafecto en la política. El rechazo a las élites. Las desigualdades económicas y territoriales. El sentimiento de una identidad amenazada. El resentimiento. Y, en este primer cuarto del siglo XXI, pocos han sabido captar tan bien este descontento y estos miedos como los Trump, Wilders, Milei y otros miembros de esta variopinta familia ideológica.

“Si el populismo prospera es porque, precisamente, atrae a una población que se siente injustamente tratada y despreciada”, dice el historiador Pierre Rosanvallon en una sala del Collège de France, la augusta institución educativa en París, donde es profesor honorífico. “Ante esto surge un doble chivo expiatorio: las élites y los inmigrantes”.

Hay una diferencia entre fenómenos populistas del pasado, como fueron el People’s Party en EE UU a finales del siglo XIX o en Francia el poujadismo en los años cincuenta, y los actuales, dice por teléfono otro historiador, Marc Lazar. Antes eran “pequeños brotes de fiebre que desaparecían bastante rápido”. Ya no. “Desde hace una treintena de años”, resume Lazar, “nos hallamos ante un ciclo de protesta populista duradero y arraigado en la sociedad. Puede tener fracasos, puede tener victorias, pero el fenómeno está aquí porque se corresponde a tres crisis profundas en nuestras sociedades”.

Tres crisis

La primera es la crisis de la democracia representativa. “Hay una desconfianza y un rechazo de la clase política y las instituciones, y la sensación de que los responsables políticos están alejados de las preocupaciones de la población”, explica Lazar, profesor en Sciences Po de París y en la universidad LUISS de Roma. “Estos movimientos populistas de derechas se presentan no como movimientos autoritarios, como en el pasado, sino como los más democráticos, los más cercanos al pueblo”.

La segunda crisis es social. No son solo las desigualdades. También “la sensación, en una parte de la sociedad, de que no se la toma en consideración”, dice el historiador.

La tercera crisis es cultural y tiene que ver con la identidad: “¿Uno es francés? ¿O europeo? ¿Neerlandés o europeo?” A esto, Lazar añade la inmigración: “El pluralismo cultural y religioso y los atentados islamistas provocan miedos e inquietudes que los populistas de derechas instrumentalizan”.

Sucedió el pasado fin de semana en Crépol, pueblo de 500 habitantes en lo que podría llamarse la Francia profunda. Se celebraba un baile. Irrumpió un grupo de jóvenes armados con cuchillos. Un adolescente de 16 años fue asesinado. Hay varios detenidos. Podría ser un simple suceso, pero era algo más. En las crónicas periodísticas se dio a entender que los agresores eran chicos de una localidad de extrarradio próxima de la cercana ciudad de Valence. Es decir, chicos de origen inmigrante. La víctima era un joven local.

Todos los ingredientes confluyen en Crépol: la idílica Francia rural perturbada por la violencia ciega venida de fuera y el fantasma del conflicto civil, repetidamente agitado por políticos e intelectuales de la extrema derecha francesa.

“Ya nadie está a salvo en ningún lugar”, declaró a la revista Valeurs Actuelles Marine Le Pen, aspirante a suceder al presidente centrista Emmanuel Macron en 2027. “Se ha sobrepasado un nuevo umbral”. En Dublín, mientras tanto, estallaban disturbios xenófobos tras el apuñalamiento de tres niños y una mujer. Esto es Europa, otoño 2023.

Marine Le Pen, presidenta del partido Reagrupamiento Nacional de Francia, habla durante el encuentro Identidad y Democracia en Lisboa, este viernes.TIAGO PETINGA (EFE)

“Algo pasa”. El ensayista Dominique Moïsi menciona los disturbios en Dublín, las elecciones en Países Bajos y las europeas que en Francia, salvo sorpresa, ganará el partido de Le Pen. “En una parte de la población hay una sensación de pérdida de control sobre sus propias vidas y la sensación, también, de que ante esta pérdida de control, los políticos y la política ya no son creíbles”.

Transición

¿Qué está ocurriendo? “Aparece un hecho nuevo”, cuenta Moïsi, “que pueden ser los fenómenos migratorios y la cuestión de la seguridad, que se le asocia. O incluso la inteligencia artificial y las nuevas tecnologías. Ya no se reconoce el mundo en el que vivimos, es un mundo que da miedo. En este contexto, la extrema derecha es algo que nunca se ha probado, o al menos no desde hace mucho tiempo, por lo que aparece como el último recurso”.

El ensayista Alain de Benoist, pope de la llamada “nueva derecha” en los años ochenta y referente internacional del populismo de esta década y de figuras de esta extrema derecha, responde por correo electrónico tras las victorias de Wilders y Milei: “Es evidente que hay una ola, impulsada por el rechazo de los viejos partidos de gobierno, que está en el corazón de la actual crisis de la democracia liberal. Estos resultados son característicos de una época de transición entre el mundo de antes y el mundo de después”.

Hay un punto en común entre estos movimientos, según De Benoist: el estilo populista. Porque, afirma, “el populismo no es otra cosa que un estilo, lo que significa que puede combinarse con las políticas e ideologías más diferentes. A ello se añade el común denominador del rechazo a la inmigración”.

¿Las diferencias? “Muy grandes”, responde. “El Reagrupamiento Nacional de Marine Le Pen, que llega ante todo a las clases populares y cuyo electorado congrega a un gran número de electores de izquierdas y de extrema izquierda, es un movimiento ante todo hostil al liberalismo económico y favorable al no alineamiento de Francia con las posiciones de EE UU. Más o menos lo contrario de las posiciones delirantes de Milei, que quiere reemplazar la moneda nacional y disminuir los servicios públicos con la motosierra”.

“Estas derechas prosperan en un clima en el que la misma idea de futuro parece cancelada, donde todo es distópico, catastrófico”, apunta, en un café parisino, Pablo Stefanoni, autor de ¿La rebeldía se volvió de derechas? (Siglo veintiuno editores). “No parece haber un horizonte y estas derechas permiten, como se dice en Argentina, patear el tablero”.

Quizá la última época en la que todavía hubo un futuro fueron los años noventa, tras la caída del Muro de Berlín. Era una utopía liberal. La de la globalización feliz y la expansión imparable de los derechos humanos y la democracia. Se truncó primero con los atentados de 2001, y más tarde con la crisis financiera de 2008, la crisis migratoria de 2015, la pandemia de 2020 y la crisis medioambiental. Y, entretanto, irrumpe Trump. Y el Brexit. Y los gobiernos ultranacionalistas en Polonia y Hungría. Y Vox en España y los gobiernos apoyados por la extrema derecha en la Europa nórdica, modelo durante décadas de convivencia y valores democráticos. Y en Italia, una heredera del neofascismo: Giorgia Meloni. Y, finalmente, Wilders en otro escaparate de la Europa más próspera y democrática, Países Bajos. Y en la otra orilla del charco, el fenómeno Milei con su “anarco-capitalismo” ideológico y sus exabruptos que reviven el Trump de 2016.

El expresidente Donald Trump, antes de su intervención en el instituto de Secundaria Fort Dodge Senior High School, el 18 de noviembre en Fort Dodge, Iowa. Jim Vondruska (Getty Images)

Y, sin embargo, el mismo periodo es de la doble victoria de Macron contra Le Pen en las presidenciales en Francia, el retorno de los socialdemócratas en Alemania, las mayorías de izquierdas en España, la victoria de Joe Biden sobre a Trump. ¿Hay algo en común en todo esto? ¿O es todo demasiado caótico para hablar de olas y tendencias?

América Latina

“Si uno compara América Latina con Europa, por ejemplo, en América Latina falta un tema nuclear para la extrema derecha europea, que es el islam”, dice Stefanoni. “Lo que hay es una reacción antiprogresista que toma formas distintas. Han instalado la idea de que ahora las élites son de izquierdas y la gente común puede encontrar en la derecha un escudo para defender sus libertades y sus intereses”.

Aparece también lo que él llama una “emoción insurreccional de derechas”. Se vio con el asalto al Capitolio, las manifestaciones durante la pandemia en Alemania, el asalto a las sedes gubernamentales en Brasil tras la derrota de Jair Bolsonaro o las protestas de estas semanas ante la sede de PSOE en Madrid: “En 2010 los movimientos de indignados eran de izquierdas. Ahora son de derechas”.

No todos siguen la misma vía. En Francia, Le Pen obliga a sus diputados ―el primer partido de oposición en la Asamblea Nacional― a llevar corbata. Evitan los insultos y los exabruptos. Al mismo tiempo, se relaja el cordón sanitario que les impedía entrar en los salones del poder y ser homologados como un partido republicano. Ya no son antisistema. Quieren ser el partido del orden; no el de los altercados. La guerra en Oriente Próximo acelera la mutación de un partido fundado hace medio siglo por simpatizantes de la Alemania nazi y que hoy pretende abanderar la lucha contra el antisemitismo.

“El Frente Nacional, hoy Reagrupamiento Nacional, son dos cosas: un movimiento populista implantado sobre una extrema derecha histórica”, dice el profesor Rosanvallon. “Si no, no obtendría estos resultados. Mire en Italia, todavía es más claro”.

En Italia, la derecha de origen fascista gobierna ahora alineada con la UE y la OTAN. Meloni intenta institucionalizarse, a diferencia de Trump o Bolsonaro, quienes, como recuerda Stefanoni, “gobernaron contra el Estado”. Milei ha ganado ayudado por el apoyo de la derecha tradicional y su candidata, Patricia Bullrich, formará parte de su Gobierno.

¿Qué hacer?, se preguntan progresistas y liberales. ¿Cómo atender a las inquietudes sobre la inmigración, por ejemplo, o sobre el coste para los trabajadores de las medidas contra el cambio climático? “No podemos ceder en nuestros principios”, dice Dominique Moïsi. “Al mismo tiempo, si no tenemos respuestas a los problemas que los populistas plantean, fracasaremos”.

Nada es inevitable. Lo señalaba a esta semana la alcaldesa de París, la socialista Anne Hidalgo, en un desayuno con un grupo de periodistas. “Pese a todo, un Pedro Sánchez logra hacer ganar un Gobierno en España, y es una buena noticia para el clima y para España”, dijo. “Y en Polonia es una buena noticia para el clima y la democracia que los progresistas y centristas que no son climatoescépticos y son proeuropeos hayan ganado”.

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