Francia se sume en la incertidumbre ante el desmoronamiento del Gobierno y con un Macron crepuscular
El presidente, desdibujado desde los Juegos Olímpicos y que comienza un viaje a Arabia Saudí, esperaba reaparecer a lo grande con los fastos del fin de semana en la catedral de Notre Dame
El primer ministro francés, Michel Barnier, se encuentra al borde del abismo, y no precisamente de una de esas blancas montañas de Saboya que amaba recorrer. El próximo miércoles, si se cumplen las amenazas de la izquierda y la ultraderecha, tendrá que abandonar la jefatura del Gobierno tan solo tres meses después de llegar al cargo. Sería el mandato más fugaz de la V República, víctima de un mecanismo parlamentario que no se aplicaba desde ...
El primer ministro francés, Michel Barnier, se encuentra al borde del abismo, y no precisamente de una de esas blancas montañas de Saboya que amaba recorrer. El próximo miércoles, si se cumplen las amenazas de la izquierda y la ultraderecha, tendrá que abandonar la jefatura del Gobierno tan solo tres meses después de llegar al cargo. Sería el mandato más fugaz de la V República, víctima de un mecanismo parlamentario que no se aplicaba desde 1968.
El gran negociador del Brexit, el hombre que doblegó a la diplomacia británica y alcanzó un buen acuerdo para los socios comunitarios tras la salida del Reino Unido de la Unión Europea, no ha sido hasta ahora capaz de encontrar una entente con los partidos de la oposición en Francia. Pero, en realidad, no es solo culpa suya. Todos los proyectiles disparados desde los frentes de la ultraderecha y la izquierda estos días llevaban su nombre, pero tenían como verdadero objetivo al presidente de la República, Emmanuel Macron.
La disolución el pasado junio de la Asamblea Nacional, cuando el macronismo disfrutaba de una mayoría relativamente estable en el Parlamento, fue un error histórico del que, probablemente, todavía no se han visto todas sus consecuencias. El universo ideológico del presidente perdió un centenar de diputados. Pero sucedió algo peor. Las elecciones legislativas generaron en el Reagrupamiento Nacional (RN), el partido de Marine Le Pen, la ilusión de una victoria ―en realidad, la formación resultó vencedora, con 11 millones de votos― que no se materializó gracias a la unión de casi todo el resto de fuerzas en la segunda vuelta de los comicios para frenar a la ultraderecha.
Por otro lado, el ganador de la contienda, el Nuevo Frente Popular, el artefacto que agrupó a las izquierdas, vio frustrada su legítima posibilidad de gobernar cuando Macron prefirió derechizar el Gobierno y encargar su formación al conservador Barnier, con quien pensó que podría convivir mejor. Ambos fenómenos generaron un enorme sentimiento de frustración, rabia e injusticia en la izquierda y en la ultraderecha. Un deseo de venganza que cristalizará el miércoles en la moción de censura que, presumiblemente, votarán conjuntamente.
Una vez eliminado Barnier de la ecuación, el objetivo de esos universos políticos antagónicos será lograr una pieza aún mayor: la dimisión del presidente, a quien consideran verdadero culpable de los problemas de Francia, y de sus propias formaciones.
“Macron, único responsable de la crisis financiera y política, debe irse para devolver la voz a los votos de los franceses”, escribió en la red social X Jean-Luc Mélenchon, líder de La Francia Insumisa. En el otro extremo, el vicepresidente del RN y alcalde de Perpiñán, Louis Aliot, recordó el doloroso trauma de su partido por no haber podido gobernar tras ganar gracias a un pacto “contra natura” entre los macronistas y la izquierda radical para bloquear a los candidatos de la ultraderecha. Aliot, peso pesado del partido, responsabilizó al jefe del Estado de la inestabilidad y también pidió abiertamente su dimisión.
Macron, como titulaba Le Monde este fin de semana, se consume en un lento crepúsculo a la espera de grandes momentos en la esfera internacional que le permitan recuperar el brillo de la estrella que fue. Pasado el éxito de los Juegos Olímpicos, no han vuelto los buenos momentos. Muchas de sus decisiones no han sido compartidas en su entorno, varios consejeros abandonaron su cargo tras la disolución de la Asamblea Nacional en junio.
Él decidió entonces ocuparse solo de las funciones reservadas en la Constitución al presidente de la República: las políticas de defensa y exteriores. Ahí podría encontrar su espacio. Pero si nada lo remedia, deberá ahora aplicarse para buscar un nuevo perfil a quien encargar la formación de un Gobierno que pueda sacar adelante unos presupuestos y hacer frente a los desafíos de una Francia con crisis abiertas por tierra, mar y aire. Nadie se lo pondrá fácil. El objetivo es su dimisión, algo que solo hizo Charles De Gaulle el 28 de abril 1969, tras perder un referéndum para la regionalización del Estado. Y sin el pararrayos de su primer ministro, la presión será cada vez más fuerte.
La apuesta de Macron por Barnier, más allá de cómo termine el miércoles la votación de la moción de censura, no ha funcionado. Lejos de lograr la estabilidad y de clarificar la situación, el Ejecutivo quedó involuntariamente en manos de Le Pen, que ha esperado el momento más doloroso para bajar el pulgar y hacer valer sus 11 millones de votos para sanar su rencor.
El presidente de la República, sin embargo, parece ajeno a todo estos problemas estos días. Pero cuando regrese de su viaje de Arabia Saudí el miércoles por la noche, podría encontrarse una Francia sin Gobierno. Lo mismo sucederá cuando reciba a todos los jefes de Estado que volarán a París este fin de semana para la inauguración de Notre Dame. Justo el momento que le iba a permitir volver a ser el Macron de otra época.