¿Por qué le hacemos tantas fotos a la niña?
Es como si pensáramos que al guardar imágenes de todos sus momentos, tomadas desde todas las perspectivas posibles, tuviéramos grabada la vida de mi hija y nos hubiéramos rebelado al paso del tiempo
Tengo fotos de mi niña recién nacida en el hospital, de mi niña viendo su primer desfile de gaiteros, de mi niña disfrazada de duende. Tengo fotos de mi niña expuesta por primera vez a un periódico, de mi niña mirando por el ventanal de una cafetería, de mi niña jugando ...
Tengo fotos de mi niña recién nacida en el hospital, de mi niña viendo su primer desfile de gaiteros, de mi niña disfrazada de duende. Tengo fotos de mi niña expuesta por primera vez a un periódico, de mi niña mirando por el ventanal de una cafetería, de mi niña jugando con su abuela, que luego se murió. Tengo fotos de mi niña sonriendo con una gran variedad de matices, de mi niña con sus primos de Barcelona, de mi niña pegando pegatinas en la ventana del tren de alta velocidad.
Tengo fotos de mi niña comiéndose el primer gajo de una naranja y poniendo la cara que se pone cuando se come uno el primer gajo de una naranja, que es la misma que se pone cuando se chupa un limón. Tengo miles de fotos de mi niña haciendo todo tipo de cosas, y eso sin contar los centenares de vídeos, algunos archivos de audio y el retrato a lápiz que le hizo un amigo que es artista. Y eso que solo tiene año y medio.
Hemos tratado de sacárselas de extranjis, para que no vea que la enfocamos con el móvil (¿qué demonios será ese aparato?), y tampoco es que se las saquemos todo el rato, pobrecilla, pero aun así se van acumulando día a día y tenemos tantas imágenes de nuestra niña que, cuando nos ponemos a mirarlas, a clasificarlas, a ordenarlas, a descargarlas y a ponerlas a buen recaudo en una copia de back up, me doy cuenta de que más que información lo que hemos generado es ruido.
Hay demasiadas fotos de mi niña, tantas que algunas ya no sabemos dónde y por qué las sacamos, ni qué hacer con ellas ahora. A veces me pongo a hacer criba, pero me resulta difícil: es como si no quisiéramos perder ninguno de los momentos que han quedado grabados de la vida de Candela, y que se perderán en el océano del tiempo y que ya no volverán. Es como si pensáramos que al guardar fotos de todos sus momentos tomadas desde todas las perspectivas posibles, tuviéramos, en realidad, grabada su propia vida, y nos hubiéramos rebelado al paso del tiempo.
En el fondo es eso, lo de siempre, el paso del tiempo. Soy de naturaleza cronófoba, de modo que cuando nació Candela me pregunté cómo afectaría su crecimiento a mi miedo feroz a los relojes. Me dijeron que con los bebés el tiempo pasa volando, que “los días pasaban lento, pero las semanas rápido”, y otros tantos adagios de la sabiduría popular. En realidad, las primeras etapas, los primeros meses de Candela, se me hicieron muy lentos, porque estábamos tensos y ocupados, y la niña lo llenaba todo de novedad e inquietud, haciendo así el tiempo más espeso.
Eso me producía una sana sensación de serenidad con la que afrontar la llegada de ese nuevo ser tan desvalido y hermoso. Sin embargo, ha llegado un momento en el que el tiempo va recobrando su brío habitual, y opera con normalidad sobre Candela, que va creciendo a mayor ritmo del que me gustaría, que ya tiene alrededor de seis dientes, mayormente incisivos y, a veces, una mirada de carácter reflexivo y soñador, como de adulto. Y entonces vive uno sin disfrutar del todo el presente por estar atribulado por el futuro.
Le he dicho a Liliana que tal vez convendría alimentar un poco menos a Candela o meterla a ratos en una caja de zapatos, a ver si así no crece tanto, y hemos fantaseado con que acuda gateando, en pañales, a su primer día de Universidad, si es que en el futuro la Universidad sigue sirviendo para algo. Pero todas las soluciones al transcurrir de los días nos acaban resultando ilusorias. También es cierto que, si bien a priori nos da pena que Candela crezca, cuando efectivamente crece ya no nos da tanta: la Candela que hay ahora, la Candela realmente existente en cada momento, nos vale y nos fascina.
Nuestra niña se va transformando poco a poco y tenemos profundos debates sobre si es ya una niña o todavía sigue siendo un bebé, hay veces que nos parece una cosa, otras veces nos parece otra. Dicen que la pena auténtica llega cuando llega la adolescencia y el mundo de la niñez se pierde para siempre. Por ahora cada etapa, cada pequeño cambio y descubrimiento, es una aventura y una satisfacción. Que siga así, nos vamos acostumbrando. De hecho, últimamente le estamos haciendo demasiadas pocas fotos, para mi gusto.
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