La ley del plomo que gobierna Guadalajara
El terror de embolsados y descuartizados, secuestros a plena luz del día, balaceras y enfrentamientos entre el narco y el Ejército sacuden con impunidad desde la periferia hasta zonas exclusivas de una de las principales capitales del país, sede cultural y turística de México
Sus manos eran grises y enormes la mañana que lo encontraron. Estaban amarradas a la espalda por una cuerda y la mitad de su cuerpo tapado por una bolsa de basura. Al descubierto quedaba su ropa interior y unos pantalones, casi del mismo color que sus puños, arrastrados hasta las rodillas. Del muerto nadie sabía nada más. No era el único de este miércoles. Diez minutos después, en la otra punta de una de las capitales más importantes del país, encontraban así a otros dos. La muerte y la barbarie se descubren desde temprano en cunetas y arcenes, en caminos de tierra y a veces, en plena acera. U...
Sus manos eran grises y enormes la mañana que lo encontraron. Estaban amarradas a la espalda por una cuerda y la mitad de su cuerpo tapado por una bolsa de basura. Al descubierto quedaba su ropa interior y unos pantalones, casi del mismo color que sus puños, arrastrados hasta las rodillas. Del muerto nadie sabía nada más. No era el único de este miércoles. Diez minutos después, en la otra punta de una de las capitales más importantes del país, encontraban así a otros dos. La muerte y la barbarie se descubren desde temprano en cunetas y arcenes, en caminos de tierra y a veces, en plena acera. Unos crímenes diarios, anónimos e impunes que sacuden con saña desde la periferia hasta las zonas exclusivas de Guadalajara, sede cultural y turística de México.
A unos tres kilómetros de donde se localizó el primer cuerpo, un grupo de hombres vestidos con polos blancos y azul celeste platicaba alrededor de un hoyo de golf en el lujoso residencial Las Cañadas, en Zapopan, dentro del área metropolitana de la capital. Un golden retriever impoluto corría airoso escapando de la señora de la limpieza de una de las enormes casonas construidas frente al campo de césped recién cortado. Albercas, parques y hasta un centro comercial, para que ninguno de sus pobladores salga si no lo desea de este complejo. Si lo hacen, corren el riesgo de encontrar una bolsa de basura con un cadáver torturado, cuyos verdugos ni siquiera se tomaron la molestia de esconder.
Guadalajara, como la mayor parte del país, convive desde hace años con estas dos realidades. Durante mucho tiempo fue así, confiando en que la muerte se quedara en los barrios pobres, que no alcance las banquetas bien asfaltadas donde miles de tapatíos circulan, mientras a solo unos minutos en coche hay una guerra y bajo el suelo hay enterrados miles de desaparecidos. Que los balazos no alcancen a las suburban.
Se trata de la tercera ciudad más importante del país, con cinco millones de habitantes en su zona conurbada, después de Ciudad de México y Monterrey (Nuevo León). Es la sede de la feria del libro en español más importante del mundo —la Feria Internacional del Libro de Guadalajara—, núcleo urbano principal para los Estados del centro y noroeste del país. Y durante mucho tiempo se impulsó desde el Gobierno una prometedora campaña para atraer a las empresas de tecnología más relevantes del mundo: el Silicon Valley mexicano, lo llamaban.
Además de ser la cuna del mariachi y el tequila, es también la tierra del cartel más poderoso de México, el de Jalisco Nueva Generación. Cuyo líder, Nemesio Oseguera Cervantes, El Mencho, se ha convertido en uno de los más buscados por la DEA. Desde este punto del país ha extendido sus tentáculos para hacerse con el control del crimen organizado en México. Y aquí también tiene abierta su propia guerra, contra una escisión suya, financiada ahora por el Cartel de Sinaloa, llamado el de Nueva Plaza, que mantiene sitiados a plomazos a la mayoría de municipios que rodean la capital: descuartizados, embolsados y torturados aparecen cada día desde temprano en estas zonas.
De vez en cuando, la guerra que soportan los marginados revienta las frágiles costuras territoriales y alcanza al corazón financiero y político de la capital. Hace solo una semana, una de las escenas de terror que uno observa como una exageración en las películas de Hollywood o de los peores años de la batalla contra el narcotráfico, tocó a la puerta de uno de los centros de ocio de los más ricos de la ciudad.
En la entrada de un restaurante en Andares (Zapopan), un comando armado, que se movía con la sincronía de un batallón militar, irrumpía a punta de balazos de fusiles de asalto en uno de sus restaurantes más tradicionales. Mientras un grupo entraba al local para presuntamente llevarse a un hombre, otros disparaban desde fuera, como si el restaurante fuera un objetivo militar más y no un establecimiento familiar que ofrece antojitos mexicanos.
Los hombres dispuestos de chalecos antibalas, se retiraron después de una balacera monumental cargando a un hombre moribundo a la batea de una camioneta pick up. Y huyeron. Depositaron a su compañero herido de muerte en la puerta de una clínica donde falleció antes de que intentaran salvarle la vida. Y durante todo el recorrido, casi 10 kilómetros, plagado de cámaras de vigilancia y presencia policial, nadie les cortó el paso. No hay ni un solo detenido. Una escena de guerra que se saldó con un muerto, dos camareros heridos, un desaparecido —del que la Fiscalía no ha proporcionado ningún detalle— y más de una decena de hombres armados que se fueron de rositas. Hasta la próxima intervención.
El dueño del restaurante baleado, Los Otates, Bernardo Padilla, cuenta desde el local desierto de clientes seis días después cómo les ha afectado un evento como ese: “Esto genera miedo. Qué mala suerte que el tipo a por el que venían estuviera aquí. Por suerte hemos recibido la solidaridad del sector empresarial y hostelero y nos han apoyado en estos días difíciles”. El empresario, asfixiado como muchos otros por los cierres temporales derivados de la crisis sanitaria del coronavirus ahora enfrenta un nuevo reto: “Además ahora tenemos que sumarle la inseguridad, la mala imagen de un hecho que no tuvo nada que ver con nuestro negocio”, se lamenta Padilla, director general de este restaurante familiar que fundó su abuela hace 71 años.
En la zona metropolitana de Guadalajara, que incluye además de la capital de Jalisco a otros ocho municipios —Zapopan, Tonalá, Tlaquepaque, Tlajomulco, El Salto, Juanacatlán, Ixtlahuacán y Zapotlanejo— se cometieron en 2019 1.553 asesinatos, más de cuatro al día. Y en 2020, en plena pandemia, esta cifra descendió levemente a 1.369, casi 200 muertos menos. El Gobierno estatal, liderado por Enrique Alfaro —acérrimo opositor del presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador— celebraba la baja de homicidios ese año dejando de lado un macabro patrón: los cuerpos a menudo no aparecen y, por tanto no se cuentan. A esos dos años hay al menos que sumarle otros 406 cadáveres localizados en fosas clandestinas.
Hace también solo una semana, poco después del tiroteo de Zapopan, fueron encontradas hasta 18 bolsas de basura con restos humanos frente al estadio de fútbol de las Chivas, en el mismo municipio. Hasta ocho días después, los forenses todavía estaban componiendo aquel puzle humano de brazos, cabezas, piernas. Este jueves, las autoridades han confirmado que se trataba de seis víctimas, aunque solo han podido identificar a dos, que contaban con una denuncia por desaparición. Ninguno de ellos figura tampoco en las cifras de la muerte de Guadalajara.
Con menos escaparate que el tiroteo de Zapopan, la familia Flores fue testigo de otra escena de guerra que ha quedado marcada para siempre en las fachadas humildes de sus casas, ahora agujereadas por balazos de alto calibre, en Tlaquepaque. Una semana antes del tiroteo en el restaurante, una camioneta cargada de rifles, granadas y fajos de billetes serpenteaba a gran velocidad el laberinto de calles sin planificar de la colonia Lázaro Cárdenas. Dentro, cuatro hombres dispuestos a morir matando a militares. En sus talones, todos los efectivos posibles de la Guardia Nacional tratando de alcanzarlos.
“Los mañosos no contaban con que esa calle es una cerrada. Y cuando llegaron ahí, ¡pum! Que les caen encima los soldados”, cuenta a este diario Luis Manuel Flores, de 57 años. Flores señala hacia un punto que no está a más de cinco metros del cuarto donde dormía esa noche con su esposa. Desde la ventana que da a su habitación observaba cómo corrían los soldados de la Guardia Nacional —el nuevo cuerpo militar y civil creado por López Obrador— que acababan de cercar a los sicarios justo en la puerta de su casa. En la esquina de una calle de no más de 10 metros de ancho.
Justo ahí, tres de los cuatro integrantes fueron acribillados a balazos de un calibre que dejó irreconocibles sus cuerpos. “Le digo que dispararon de tan cerca, que sus cabezas estaban como abiertas en flor”, cuenta Sagrario Pérez, de 32 años, nuera de Flores, que muestra horrorizada unas fotografías desde su celular. Desde debajo de las camas, tras las puertas cerradas de sus cuartos y con el miedo atravesando su cuerpo, la familia escuchó cómo fue abatido el último de esos hombres.
“Estaba todo tiroteado y se reía, no paraba de reír. Parecía el diablo”, añade Pérez. “¡Me pelan la verga!”, apunta Flores que gritaba ese hombre a los agentes. “No dejaba de disparar, yo creo que tenía en cada mano un fusil. Mientras los soldados cargaban, él no paraba. Como loco”, relata otra vecina, Jessica Guadalupe Rivera, de 26 años. Esa noche del 3 de febrero acabó también acribillado. Y los vecinos tuvieron que barrer los restos de sesos y algunos huesos de las puertas de sus casas.
A Flores le subió el azúcar a 500 y no ve por el ojo izquierdo desde entonces. Sueñan con aquella risa maníaca. Los niños juegan con una escoba a disparar a sus vecinos: “¡Alto! ¡Guardia Nacional!”. Y nadie del Gobierno se ha acercado a esta colonia pobre de la zona metropolitana a atender los destrozos de un enfrentamiento brutal entre el narco y las autoridades. Tampoco la Fiscalía ni el Gobierno federal ha proporcionado información alguna sobre aquel operativo. En este rincón de Guadalajara sus vecinos conviven con una crisis que supera la pandemia, no se observa un solo cubrebocas.
Desde el coche de José Luis Escamilla, reportero de nota policiaca para Notisistema, se escucha la frecuencia de radio de la Policía estatal. Escamilla ha aprendido, como todos los periodistas de sucesos de la capital jalisciense, a descifrar los códigos policiales que alertan del rostro cruel de esta ciudad. 11.54 horas del miércoles 17 de febrero: “57-13 en Gigantes y Doctor Pérez Arce”, un hombre lesionado por arma de fuego. “Un 97”, están pidiendo una ambulancia, está grave. Un 69 es un muerto y un 39-93, es un “objeto sospechoso”. “Siempre son cuerpos embolsados o encobijados”, explica Escamilla.
El reportero cuenta que no es que haya más trabajo ahora que antes, los muertos no se dejan de amontonar desde hace al menos cuatro años, que comenzó la guerra intestina entre los cárteles locales: “Lo que sorprende es que no suceda nada”, apunta. Ahí se encuentra una de las ciudades más importantes del país, ante la impunidad casi absoluta de sus crímenes.
A las 9.46 horas del miércoles 17 de febrero la policía alertaba por radio de un bulto sospechoso. “Masculino. Atado de pies y manos, cubierto con una bolsa de plástico de la cabeza a la cintura”. Ahí estaba, en la carretera a Saltillo, a unos minutos del club de golf. Si los criminales hubieran querido al menos ocultar el cadáver solo tenían que haberlo empujado unos metros hacia un barranco rocoso rumbo a la sierra.
Pero el cuerpo de las manos grises y enormes yacía visible en la cuneta. Solo un día antes y en esa misma curva, fueron encontrados ahí otros dos cuerpos: un hombre torturado y embolsado, y otro que agonizaba con un balazo en el cráneo. Ni siquiera los asesinos tuvieron que pensar en otra ubicación. Cualquier rincón de la zona metropolitana de Guadalajara es segura para ellos.
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