Los jesuitas Javier Campos y Joaquín Mora: una vocación misionera en la sierra Tarahumara segada por el narco
Los sacerdotes defendían desde hace décadas las tradiciones indígenas en esta región de Chihuahua azotada por la violencia. El doble asesinato refleja un aumento de la vulnerabilidad de los misioneros
Al jesuita Javier Campos lo llamaban El Gallo porque sabía imitar el cacareo mejor que nadie. También cacareó cuando, a principios de mayo, bajó de su comunidad en la sierra Tarahumara, en el noroeste de México, para asistir a una asamblea de la diócesis. Los asistentes lo recuerdan contento. Iba a cumplir 50 años de sacerdote en esta región azotada por el crimen organizado y que, sin embargo, no quería abandonar. En la reunión, le regalaron un pastel y le cantaron las mañanitas. Mes y medio después, él y su compañero jesuita Joaquín Mora fueron ...
Al jesuita Javier Campos lo llamaban El Gallo porque sabía imitar el cacareo mejor que nadie. También cacareó cuando, a principios de mayo, bajó de su comunidad en la sierra Tarahumara, en el noroeste de México, para asistir a una asamblea de la diócesis. Los asistentes lo recuerdan contento. Iba a cumplir 50 años de sacerdote en esta región azotada por el crimen organizado y que, sin embargo, no quería abandonar. En la reunión, le regalaron un pastel y le cantaron las mañanitas. Mes y medio después, él y su compañero jesuita Joaquín Mora fueron asesinados este lunes a balazos dentro de su iglesia, señal de que la violencia alcanza ya incluso a los que se limitan a predicar la paz. La comunidad misionera alerta sobre un aumento de la inseguridad y la ruptura de los códigos que regían las relaciones con el narco.
Cerocahui es una pequeña población de unos 1.000 habitantes donde la presencia jesuita se remonta al siglo XVII. Ubicada a tres horas de Creel, la ciudad más cercana, y rodeada de barrancos, la localidad chihuahuense se caracteriza por su lejanía. Allí Campos y Mora celebraban misa en la parroquia de San Francisco Javier, una iglesia hecha de roca oscura, con aspecto sólido y coronada por dos cúpulas amarillas. Ese era el centro de la misión pero los jesuitas atendían, además, a unas cuarenta comunidades indígenas dispersas que sumaban alrededor de 25.000 personas.
Javier Campos y Joaquín Mora conocían la sierra como la palma de su mano. Campos, de 79 años y nacido en Ciudad de México, era el superior de la orden en la región, donde llevaba desde los 30. Solía calzar botas vaqueras para caminar a gusto por los caminos de terracería y se dejaba ver hasta en las comunidades más apartadas. Mora, de 81 años y nacido en Monterrey, llevaba 23 años en la zona y vestía con pantalones de mezclilla y una camisa a cuadros. Era más tranquilo que Campos y hablaba peor el rarámuri, pero también es recordado como un gran misionero.
A ambos sacerdotes los unía un compromiso con los pueblos indígenas de la sierra. Veían a los rarámuris como un tesoro, un baluarte del sentimiento de comunidad frente a la individualista sociedad actual. La Planeación Estratégica diseñada por la orden para la región refleja ese gran respeto por las culturas locales. El documento plantea, entre otros objetivos para el periodo que va de 2021 a 2023, “fortalecer” las tradiciones autóctonas, “respetar” y “no suplir” el sistema de ministerios y servicios indígenas, y “conocer a profundidad” la cosmovisión rarámuri.
Cuando la diócesis tenía alguna duda sobre tradiciones locales, la persona a quien consultar era Campos, cuenta el jesuita Jorge Atilano, encargado de las obras sociales en la orden. “La cosmovisión del pueblo lo enamoraba. Javier conocía los ritos, los bailes, las diferencias lingüísticas. Era la autoridad moral de la diócesis, un gran defensor de las tradiciones autóctonas”, señala por teléfono. “Lograba integrar lo indígena con lo cristiano. Incluso en celebraciones con el obispo, en ordenaciones sacerdotales, él llevaba el mando, decía en qué momento se incluían el rito y las danzas indígenas”.
En una ocasión, Atilano vio a un grupo de feligreses bailando en círculo alrededor de la cruz atrial de piedra, en el patio frente a la iglesia. Bailaban a ratos hacia la derecha, a ratos hacia la izquierda. Le preguntó a Campos qué significaba aquello. El jesuita le explicó que el círculo hacia la derecha era para pedir por los vivos y hacia la izquierda, por los difuntos. “Era nuestro gurú sobre la cultura rarámuri”, afirma Atilano.
Mora no llevaba tanto tiempo como Campos, pero sentía un apego similar por la sierra. Él era hogareño, de trato fácil, y muy cercano a las familias. Pese a sufrir de achaques, el jesuita se negaba a dejar esta región inhóspita. La orden le ofreció trasladarlo a las enfermerías que tienen en Ciudad de México y en Guadalajara para atender sus problemas de salud. Era chocar contra un muro. “Este es mi lugar, es mi gente”, respondía él.
Durante sus largos años en la sierra, los jesuitas aprendieron a convivir con el narco. No había más remedio. La presencia de las fuerzas de seguridad en la zona es escasa y el principal escudo de los misioneros son los lazos profundos que los atan a la comunidad. “Todos sabemos los riesgos que corremos”, explica por teléfono el padre Joel Cruz, párroco de Creel y amigo de los asesinados. “La sierra es una región muy marginal. No tenemos la presencia permanente del Ejército, la Guardia Nacional viene y se va. El crimen se ha impuesto. Vivimos en un clima de tensión a veces explícita y a veces disimulada”. Los sacerdotes de la zona viajan solo en camionetas con el logo de la diócesis y evitan hacerlo de noche. En México, 30 curas han sido asesinados en la última década, según el Centro Católico Multimedial.
A finales de mayo, Javier Campos acudió a una reunión con otros 25 jesuitas que trabajan en comunidades indígenas y habló de los problemas de Cerocahui: falta de agua, tala ilegal, alcoholismo, migración y, por supuesto, el narcotráfico. “Tiene el monopolio de la cerveza, los cigarros, los aguajales, la cota a la minería... Hay un gran control por parte del narcotráfico en los territorios”, dijo el jesuita, según un recuento de la reunión. Campos se preguntó entonces: “¿Cómo ayudar a la gente que es expulsada por el cambio climático, el narco, la pobreza?”.
Pese a la preocupación por el avance de la violencia, los jesuitas habían encontrado una manera de convivir con el narco, sin molestarse mutuamente. Tenían como política no recibir ayuda de ellos, aunque se la ofrecieran. Tratarlos como feligreses, parte de la comunidad a la que atendían, y nada más. Campos explicaba a menudo que en una ocasión una camioneta lo siguió por un camino y le hizo señas para que parara. Él frenó. Eran miembros de una banda criminal. Sin embargo, cuando lo reconocieron se relajaron. “Ah, eres tú Gallo; nada más queremos que nos cantes”, dijeron. Él soltó un cacareo. Los otros rieron y dieron media vuelta.
La frágil convivencia se rompió este lunes. Un guía turístico local entró a la iglesia huyendo de unos sicarios que lo perseguían para matarlo. Campos y Mora salieron a defenderlo y fueron acribillados. Pese a las súplicas de un tercer sacerdote para que dejaran los cadáveres, los sicarios los subieron a una camioneta y se los llevaron. Además de los dos jesuitas y el guía asesinados, otras cuatro personas de la comunidad fueron secuestradas por la misma banda. El principal sospechoso es un líder criminal de la zona, José Noriel Portillo, alias El Chueco, según la prensa local.
El suceso ha convulsionado a los sacerdotes de la zona. “Estamos tristes, adoloridos. Eran conscientes de los riesgos, pero creo que no lo preveían”, opina Joel Cruz. “Ellos se sentían con mucha confianza porque había códigos de convivencia”, coincide Jorge Atilano. “El lunes los códigos se rompieron y eso nos pone en una situación de gran preocupación”. La orden pensaba evacuar temporalmente a los otros dos jesuitas de la parroquia de Cerocahui. Sin embargo, ellos han dicho que irse de allí en este momento equivale a abandonar a la comunidad y que se quedan a seguir con su misión.
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