Vida y peripecias del viejo herbario de los aztecas
La Facultad de Medicina de la UNAM reedita un manuscrito de 1552, el ‘Libellus Medicinalibus’, con decenas de recetas y remedios del viejo Imperio. El original se resguarda en la Biblioteca Nacional de Antropología
Es raro ver libros antiguos expuestos al público, libros muy viejos, incunables. Aparecen a veces en los museos, exposiciones temporales, muestras de uno o dos meses. Pero son raras las colecciones permanentes, como si no valiera la pena acercarse, descartada toda profundidad: los cuadros pueden verse enteros desde el principio, pero los libros… Por eso es tan especial lo que ocurre esta mañana en la bóveda de tesoros de la Biblioteca Nacional de Antropología e Historia de Ciudad de México. Un grupo de 15 per...
Es raro ver libros antiguos expuestos al público, libros muy viejos, incunables. Aparecen a veces en los museos, exposiciones temporales, muestras de uno o dos meses. Pero son raras las colecciones permanentes, como si no valiera la pena acercarse, descartada toda profundidad: los cuadros pueden verse enteros desde el principio, pero los libros… Por eso es tan especial lo que ocurre esta mañana en la bóveda de tesoros de la Biblioteca Nacional de Antropología e Historia de Ciudad de México. Un grupo de 15 personas se ha juntado para ver un ejemplar antiquísimo, de 1552, expuesto por unas horas en un pequeño atril, visible, respirable.
Hay gestos de expectación entre los presentes, claro. El medio ayuda. La bóveda, un cuarto acorazado en el sótano del Museo Nacional de Antropología, sugiere misterio y solemnidad. “Tienen ustedes ante sí”, dice el maestro de ceremonias, el director de la Biblioteca, Baltazar Brito, “el documento de medicina indígena más importante del siglo XVI”. Todos miran enfrente, la mesa con su mantel blanco, una imagen aséptica, de hospital. Sobre el mantel, un librito más bien fino, de 15 por 20 centímetros, con un traje de terciopelo color vino y recuerdos de brillo dorado en el canto. No es solo un libro de medicina. Es probablemente el primer experimento de mestizaje literario de América.
El Libellus Medicinalibus Indorum Herbis, conocido también como códice De la Cruz-Badiano, es un milagro de 70 fojas de papel genovés, perdido y olvidado durante siglos, redescubierto en la Biblioteca Vaticana en el periodo de entreguerras. Elaborado por dos nahuas de la nobleza indígena que sobrevivieron a la conquista de Tenochtitlan, su contenido es testimonio del pasado mexica, pero también de aquel presente que empezaba a gestarse. Hermosos dibujos de plantas medicinales se mezclan en las páginas con sus nombres en náhuatl, además de descripciones de las recetas en latín, indicador de su primer destinatario, el emperador Carlos I. Un producto para una nueva era, una de las primeras delicatessen de la Nueva España.
La visita a la bóveda de los tesoros, hogar de 500 documentos, entre códices, libros, mapas y demás rarezas y exquisiteces, ocurre como homenaje a una nueva edición del Libellus. La Facultad de Medicina de la UNAM acaba de lanzar su propia versión del códice, un librito que reproduce fielmente el original, acompañado de dos documentos complementarios, la traducción al español de Ángel María Garibay y una colección de nuevos ensayos sobre el códice, que arrojan luz sobre la identidad y destino de sus autores, la importancia medicinal de las recetas, su vigencia, etcétera.
El lanzamiento de la nueva edición acompaña además la reinauguración de la sala que el Palacio de Medicina, una de las patas de la facultad, dedica al códice desde hace más de 20 años. Nuria Galland, responsable de la nueva edición del Libellus y de la exposición del Palacio, explica que “los muros de la sala van a recoger una selección de 40 especies que aparecen en el códice, conservados en glicerina, y que se siguen usando, con su terminología científica, su nombre nahua, su uso prehispánico y su uso actual”.
Es difícil encontrar un sitio mejor para la exposición. El Palacio ocupa una antigua casona del centro histórico de la capital, frente a la plaza de Santo Domingo. Construida a mediados del siglo XVIII, fue sede del tribunal de la inquisición por más de 80 años. Luego quedó en desuso, nadie la quería. Décadas de perseguir a brujas y herejes dejaron al edificio preso del estigma. Mitos y leyendas de fantasmas espantaron al más avezado comprador. A lo largo de los años, el Palacio fue sede del arzobispado, de la Lotería Nacional y de un cuartel militar, hasta que, mediado el siglo XIX, se convirtió en la escuela de medicina de la universidad.
Hoy, el Palacio apura su restauración. La sala del códice podrá visitarse desde finales de marzo. Una facsimilar desplegable permitirá a los visitantes ver el contenido del Libellus en la sala de la exposición, rodeado de las plantas de las que habla. Dice Galland que “al final, la muestra ayuda a complementar la historia de la medicina en México, la parte del México antiguo y el mestizaje, cuando se juntan los dos mundos”.
Cuidado con la herejía
Historiadora del arte, experta en el barroco español y, precisamente, en la inquisición, Galland fue una de las 15 personas que ingresaron a la bóveda de los tesoros de la Biblioteca para ver el original del Libellus. “Me conmovió mucho la intensidad de los colores”, explica. “Ninguna tecnología puede replicar el contacto con la materia. Y eso sentí que se reafirmó con el códice. No hay nada como la marca del tiempo, el campo simbólico alrededor de los objetos”, añade.
Galland sigue con los colores, que relaciona con las peripecias del libro. “Es un objeto que pasó por varias manos, por varias ciudades y existe todavía. Es testimonio del pasado, es fascinante, un tesoro maravilloso. El hecho de que tenga los colores tan vivos, me hace pensar que no fue usado. La gente lo veía, se maravillaba y hasta ahí”, cuenta.
La historia del Libellus parece sacada de una película de aventuras desde su misma gestación. En el año 1552, en la recién nacida Nueva España, el hijo del virrey Antonio de Mendoza, Francisco, encargó al Colegio de Tlatelolco un libro para regalar al rey Carlos I, una relación del saber medicinal indígena, recetas del viejo imperio hechas a base de plantas, minerales e incluso animales.
Era una idea, en la lógica renacentista de aquellos tiempos, de incorporar los saberes de los nuevos territorios, pero que escondía, en realidad, una pequeña trampa: las recetas debían ajustarse al talante del viejo reino y evitar todo lo que tuviera que ver con los dioses mexicas. No en vano, parte de la medicina mesoamericana tenía que ver con posibles enfados de sus deidades, una herejía para la todavía vigente inquisición.
No está clara la motivación de Francisco De Mendoza de hacerle un regalo al rey. Historiadores y académicos han apuntado varias posibilidades, la primera, ganarse el favor del monarca y conseguir que se interesara de nuevo por el Colegio de Tlatelolco, centro educativo para la nobleza indígena, que batallaba por conseguir financiación. Otra, compatible con la primera, es que De Mendoza tenía un fuerte interés en conseguir el monopolio para importar plantas medicinales de Nueva España a Europa. Sea como fuera, ambas cosas ocurrieron con el tiempo.
En el Colegio encargaron la empresa al médico del centro, Martín De la Cruz quien, según los estudiosos que han dedicado tiempo a su figura, nació antes de la conquista, en la década de 1510, y se formó como ticitl antes de la guerra con los españoles. El virrey y su hijo debían tenerle estima, porque para mediados de siglo le permitían viajar en burro y cargar una ballesta, privilegios poco habituales para los vencidos.
Como el libro era un regalo para el rey, el encargo fue que se escribiera en latín, no en náhuatl, lenguaje además oral, cuyo traslado al papel empezaba entonces a inventarse. De la Cruz recibió aquí la ayuda de Juan Badiano, mexica igual, versado en el manejo de la lengua de la vieja Europa. Dicho y hecho, se pusieron manos a la obra y en poco tiempo lo entregaron al hijo del virrey.
Un códice viajero
Parece que al viejo emperador del Sacro Imperio Románico Germánico, aquel librito tan bonito con las plantas medicinales de sus nuevos dominios, no le dijo demasiado. Se ignora si llegó a saber de él. Carlos I estaba por abdicar y su hijo, Felipe, pasó un tiempo fuera antes de asumir la Corona, a finales de década. Quién se ocupó de él en realidad fue la infanta Juana, regenta de España. Los historiadores asumen que ella recibió el códice a mediados de década y se lo llevó al Monasterio de las Descalzas Reales, en Madrid.
Ya en el monasterio, pasados los años, el códice pasó a los dominios de Diego de Cortavila, una de las máximas autoridades en el conocimiento de plantas medicinales en la época y boticario de la sobrina de la infanta Juana. Para entonces, Mendoza ya había conseguido el favor de la regente, que le había concedido el monopolio de importación de plantas de Nueva España.
El códice De la Cruz-Badiano se quedó en la biblioteca de Cortavila durante décadas, hasta que, en 1625, el sobrino del papa Urbano VIII, el cardenal Francesco Barberini, viajó a Madrid con la encomienda, entre otras, de recopilar material sobre plantas medicinales. Un ayudante suyo visitó a Cortavila y este le mostró el Libellus. Lo compró al instante y se lo llevó de vuelta a Italia. La pista se pierde, pero no hay motivo para pensar que el códice salió de manos de los Barberini, poderosa familia en la época.
Se sabe además que el Libellus como parte del fondo bibliográfico de los Barberini, se integró a la Biblioteca Vaticana a principios del siglo XX y ahí estuvo, perdido y olvidado, hasta que el investigador Charles Clark lo encontró, en 1929. El libro fue motivo de estudio y halago. Se hicieron nuevas ediciones en México y el extranjero. Pero no fue hasta 1990, cuando el papa Juan Pablo II, interesado en restablecer una relación próspera con el país americano, accedió a devolver el original.
Desde entonces, el Libellus duerme en la bóveda de los tesoros de la Biblioteca Nacional de Antropología. Se ha expuesto alguna vez al público, detrás de una vitrina, homenaje total a la frustración. ¿Qué siente uno cuando ve un libro en una vitrina y no puede pasar sus páginas? Como placebo, el Gobierno mexicano digitalizó el códice, igual que muchos otros, y hoy se puede consultar entero en internet.
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