Hasta siete horas diarias para recolectar agua: la resistencia de las campesinas de Acapulco
El ciclón Otis exacerbó la vulnerabilidad de las comunidades rurales de la costa de Guerrero, afectadas también por los sismos y las sequías. Las mujeres y las niñas son las más perjudicadas por los efectos del cambio climático
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En la región agraria de Acapulco, una postal habitual estampa sus paisajes. Por las empinadas colinas que atraviesan los poblados, desde la primera luz del día hasta que el sol se pone, figuras femeninas de todas las edades bajan cargadas con pesados baldes en sus cabezas. En estas comunidades marginadas, construidas sobre los cerros, las mujeres dedican todo su tiempo a trabajar: recogen leña para el fuego, mantienen las milpas, atienden las tareas domésticas y a sus criaturas y preparan las tortillas que saldrán a vender por los caminos. Pero, quizás, a lo que más tiempo dedican es a recolectar agua para sus familias.
“Nos levantamos bien tempranito. Acá nunca acaban los quehaceres”, dice Eveliana Romero, de 53 años, madre de nueve hijos y abuela de más de una decena de chiquillos. “Todos los días hay que ir del arroyo a la casa para traer el agüita en varios viajes”, relata la campesina de Apalani, localidad de unos mil habitantes en la Costa Grande de Guerrero.
Como ella, la mayoría de mujeres de esta región rural dedica hasta siete horas diarias para acarrear agua de los pozos comunitarios a sus hogares. Las más afortunadas cuentan con un burro, bestias de carga a los que las campesinas guían cuesta arriba y cuesta abajo, que llevan a modo de ánforas los bidones a cada costado de su lomo. “Pero yo no tengo uno. Por eso voy bien tempranito por ella”, dice Romero, que lleva haciendo la misma tarea desde que tiene memoria. “Siempre hubo mucho trabajo. Pero más desde que llegó la sequía y la tormenta nos dejó sin techos, sin cosecha. Con miedo”.
Apalani, donde nació Romero y de donde nunca salió, fue uno de los poblados del centro agrario de Acapulco que el 25 de octubre de 2023 azotó Otis, la tormenta tropical que marcó un punto de inflexión en la historia del Estado de Guerrero y en las ciencias meteorológicas. “Empezó a las 10 y no terminó hasta de madrugada. Aquella noche se fue el mundo, parecía que iba a desaparecer, zumbaba muy feo. Las láminas saltaron del tejado a la carretera, los trastes volaban. El viento se llevó los pajaritos, mató a los marranos. Por suerte, no hubo muertos. Pero ese susto no se quita”, confiesa la mujer.
Han pasado más de ocho meses desde que el ciclón arrasó la costa guerrerense y las comunidades van a necesitar años para recuperarse de lo que la tempestad destrozó en una sola hora. En la zona rural, se desbordó el río Papagayo, sobre el que se asientan tantos poblados. Sus aguas desbocadas inundaron parcelas y echaron a perder las cosechas. Se estima que el paso de la tormenta arrasó hasta el 80% del sector agrícola: cultivos de limones, jamaica, ajonjolí, las plantaciones de subsistencia. “Mi esposo tiene su milpita, pero Otis se lo tiró todo”, lamenta Romero, mientras prepara la comida del día. “Cuando hay suerte, compramos un pollo, huevo, aceite, carnita de res… Pero la mayoría de días, almorzamos tortilla con manteca de chuchi (cerdo) que le echamos al comalito”.
Las pérdidas materiales del desastre se vieron amplificadas por la escasez que vive la zona. “El paso del ciclón exacerbó la vulnerabilidad en la que ya se encontraban estas comunidades”, explica Isadora Hastings, una de las fundadoras de Cooperación Comunitaria, organización que trabaja con comunidades rurales en la reconstrucción de hogares. “Llevamos a cabo procesos de reconstrucción integral y participativa de la vivienda tradicional, producción agrícola y restauración ambiental para disminuir la vulnerabilidad de la población y de los ecosistemas”, detalla la arquitecta.
Sequía e inseguridad alimentaria
La falta de lluvias que resquebraja la tierra es otro problema en el Acapulco rural. La sequía de 2023 y de este año, junto a la falta de semillas, preludian la inseguridad alimentaria. Si bien las autoridades federales destinaron fondos a los damnificados por Otis a través del Programa de Bienestar, dicen que no les alcanza. “Quienes nos ayudan son las organizaciones”, asegura Romero bajo el techo de su casa a medio reparar. “El Gobierno dio dinero directamente a la gente, pero sin considerar la asesoría técnica”, señala Hastings.
Según explica la arquitecta, cuando al reconstruir no se tienen en cuenta las necesidades locales, “se compra material industrializado, que es más caro”, señala. “Esto impacta mucho en la calidad de vida. Pierden habitabilidad porque se reduce el espacio y empeoran los efectos de la temperatura. También van perdiendo su cultura constructiva, sus saberes tan valiosos sobre el procesamiento de los bienes naturales en materiales”, afirma.
El equipo de Cooperación Comunitaria llegó a estas comunidades mucho antes que azotara Otis. Desde hace diez años trabajan en la región de la montaña. En Cacahuatepec, el municipio cabecera del núcleo agrario de Acapulco, “se han hecho mapeos de riesgos con ocho comunidades para identificar las vulnerabilidades de las poblaciones y trabajar sobre las causas y no solo sobre los daños de Otis”, cuenta Hastings.
Guerrero ocupa el segundo lugar en sismicidad a nivel nacional. Está afectada por la inseguridad y la violencia debida a la penetración del crimen organizado y los conflictos comunitarios, además de la falta de infraestructura y programas públicos. “La política pública ha marginado a esta parte de la población. Las comunidades no cuentan con acceso a salud ni medicinas ni profesionales”, lamenta la arquitecta. Tampoco tienen sistemas sanitarios adecuados. “La gente hace sus necesidades detrás de la casa, al aire libre”, revela mientras a su alrededor pululan los puercos libres como perros callejeros, lo que se puede convertir en una fuente de enfermedades.
El mayor golpe de Otis a las mujeres
Además, “el acceso al agua es malo e inequitativo, y la calidad es nefasta”, enumera Hastings. Su equipo se enfoca en las necesidades de las mujeres, con quienes trabajan en diseñar mapas del terreno para detectar arroyos, fuentes y pozos y crear estrategias integrales de saneamiento doméstico y comunitario para mejorar sus espacios.
“Cuando suceden eventos como Otis, se visibiliza cómo las afectaciones impactan más en las mujeres y niñas”, dice Blanca Meza, responsable de Adaptación y Coordinación de Reducción de Riesgos sobre Desastres en Oxfam México, otra de las ONGs que se instalaron en la zona tras el paso del ciclón. Como destaca la cooperante, “son comunidades que dependen completamente de los bienes naturales para sobrevivir”. Necesitan su milpa para comer, la leña para los fogones y el agua para todo. Pero esos recursos están amenazados por el cambio climático que ya transforma los ecosistemas de México y que también afecta más a las mujeres. “Ellas sufren más los problemas derivados del agua en mal estado o por las condiciones en las que trabajan”, matiza Meza.
En la franja baja de Apalani se encuentra el lavadero donde las mujeres recolectan el agua y lavan. Un refugio ante el sofocante calor, donde el murmullo del agua que brota del arroyo se mezcla con las conversaciones de las mujeres que frotan con ahínco el jabón con la ropa en las pilas y con las carcajadas de las niñas que las acompañan.
“Nos gusta mucho este lugar porque siempre está fresco. Lo malo es que se enloda por la basura, los plásticos se acumulan y a veces huele muy mal por el agua contaminada”, cuenta una de las mujeres. El equipo de Cooperación Comunitaria ha identificado otro problema: mientras sus esposos se bañan en casa con el agua que ellas llevan a los hogares, las mujeres suelen hacerlo en el lavadero. Allí se asean con la ropa puesta por temor a que algún hombre las vea desnuda, lo que se convierte en otro foco de posibles infecciones y en un reflejo de la desigualdad de género.
En el tiempo que la cooperante de Oxfam lleva trabajando en la zona, su equipo ha constatado que parte de esta inequidad se debe a la temprana edad a la que las mujeres son madres. “Chicas de veintitantos que ya tienen muchos hijos, que dejan de estudiar para encargarse de la familia, para llevar a cabo las tareas comunitarias que no se les reconoce como trabajo; las niñas abandonan la escuela para ayudarlas...”, relata.
“En esta región, hay muchas mujeres de 25 años que no saben escribir más que su nombre, con un acceso muy limitado a la información”, continúa. Y eso perjudica a las campesinas que no tienen acceso igualitario a la tierra ni voz en la comunidad. ”Los ejidatarios toman las decisiones y las necesidades de las mujeres quedan fuera”, añade la funcionaria de Oxfam.
Sin embargo, ellas son “quienes sacan a la comunidad adelante, unas tremendas guerreras”, destaca Hastings al referirse a las mujeres y niñas campesinas de Acapulco. Las que cada día suben y bajan las cuestas cargadas con bidones de agua en la cabeza y traen la leña a los hogares, las que no poseen propiedades terrenales aunque son quienes las cuidan y administran: ellas son la verdadera resistencia de la región.