Los mil agujeros de la novela familiar: “Todas las herencias son legados envenenados”
Fernando Aramburu, Sergio del Molino, Aroa Moreno y Emiliano Monge charlan en la FIL sobre los entresijos de las narraciones que abordan historias familiares
Para Sergio del Molino, las herencias familiares son casi siempre un legado que nos aplasta. Ese es el motor de su última novela, Los Alemanes, premio Alfaguara, donde la cuarta generación de una familia alemana afincada en Zaragoza termina pagando las culpas de sus antepasados nazis. “Hay un secreto familiar que les va a destrozar la vida. Y eso es algo que más o menos nos sucede a todos. Solo unos pocos afortunados reciben una buena casa, al resto lo que nos toca es heredar la alopecia o la diabetes, las herencias nos condicionan la vida para mal, es un legado envenenado”, contó el escritor este lunes en la Feria Internacional de Guadalajara, FIL, en una mesa dedicada a bucear por los entresijos de la novela familiar.
Los personajes de su novela, que parte de una historia real que del Molino alimenta con la ficción, están construidos desde una especie de herida original. Una supuesta pureza alemana, la obsesión de sus bisabuelos, que ya no se corresponde con la realidad, un mundo delirante que va creando monstruos y fantasmas. A Emiliano Monge, esa historia le recordó otra que conoció en su infancia. El escritor mexicano estudió en un colegio fundado por exiliados republicanos españoles y al que seguían acudiendo los nietos y los bisnietos de los exiliados. Las canciones republicanas, los amigos que se fueron, los lugares que ya no existen. “La tragedia del exiliado es que es un extranjero en todos lados”, remató, “al volver se sienten extranjeros en su propia casa”.
En la nueva obra de Monge, especialista en novelar el material privado de la familia, sus personajes están siempre en búsqueda y siempre en presente. Son los familiares de los que no están, a los que tantas veces es imposible encontrar en un país, México, con más de 100.000 desaparecidos por la violencia del crimen organizado. En su caso, el motor de Los vivos no es tanto el destino trágico de una saga maldita, como en Los Alemanas, sino un limbo casi poético donde el tiempo se enrosca en un ahora eterno. De hecho, la novela empezó a gestarse hace más de una década, cuando estaba haciendo el trabajo de campo de otra novela sobre la migración. “Ahí me di cuenta que cuando a uno le entregan un testimonio de violencia, generalmente es algo que está en el pasado. Pero no es así con los familiares de los desaparecidos. Para ellos está pasando ahora, en un eterno presente”. Por eso sus personajes, muchas veces no recuerdan el pasado, están anclados en una herida siempre abierta.
La ausencia de alguien de la familia que ya no está también atraviesa la última novela de Fernando Aramburu. El niño, basada en la explosión de gas en un colegio de un pueblo del País Vasco en los ochenta que mató a decenas de menores, indaga en las distingas formas de afrontar el duelo por parte de una familia humilde del ese pueblo. Al escritor vasco, aunque residente hace décadas en Alemania, la historia le resonaba no solo por haber sucedido en su tierra. También porque él mismo trabajó muchos años como profesor de colegio, además de algún que otro guiño biográfico que nutrió la novela. “Yo no conocí a mis abuelos paternos y aproveché esos huecos para construir al abuelo de la novela que decide refugiarse en una ficción, negar la muerte del nieto y seguir viviendo con el fantasma a costa de romper con las relaciones sociales”. Cómo los personajes de Monge, el abuelo se aferra a la memoria para convertir el pasado en un presente que no acaba.
Desarraigo, exilio, identidades heridas, memoria y vínculos familiares. Los temas recurrentes del género, que dominaron la mesa de la FIL, están muy presentes también en la última novela de Aroa Moreno, La Bajamar. “Yo recibí un regalo para esta novela, que fue el testimonio de uno de los hijos de la guerra civil española, una mujer que había salido de un pequeño pueblo también del País Vasco a otro de Bélgica”. Esa mujer, ya anciana, es una de las tres narradoras -hija, madre y abuela- de la novela. Todas regresan tras distintas peripecias dolorosas a convivir juntas. Apenas se reconocen y pueden volver a tejer los vínculos familiares. Como dice Marta Sanz en la tapa del libro: “El dolor es enfermedad hereditaria”.