¿Para qué quiere AMLO la revocación?
Se trata de un ejercicio de ratificación de López Obrador. El presidente ha decidido tonificar el músculo de su movimiento a escasos dos años de la renovación sexenal
La revocación de mandato es una novedad para las y los mexicanos de toda edad, pero de una retorcida manera la inauguración de esta herramienta de participación ciudadana incluye la amenaza de traer de vuelta uno de los traumas históricos de México: las elecciones tuteladas.
La consulta del 10 de abril más que en avance podría derivar en un grave retroceso. Desde Palacio Nacional se ha decretado que en el escenario de que en ese día no se registre una copiosa y favorable votación a favor del presidente –poco p...
La revocación de mandato es una novedad para las y los mexicanos de toda edad, pero de una retorcida manera la inauguración de esta herramienta de participación ciudadana incluye la amenaza de traer de vuelta uno de los traumas históricos de México: las elecciones tuteladas.
La consulta del 10 de abril más que en avance podría derivar en un grave retroceso. Desde Palacio Nacional se ha decretado que en el escenario de que en ese día no se registre una copiosa y favorable votación a favor del presidente –poco probable lo primero, descontado lo segundo— el culpable será el Instituto Nacional Electoral, en particular, y el marco legal que norma los comicios mexicanos, en general. Porque no les gustará cómo debuta una aislada innovación legal, querrán cambiar toda la ley comicial.
Lo más significativo es que formalmente el proceso de la revocación saldrá bien, o muy bien de hecho. La ley en esta materia, por cierto promovida con todas sus ventajas y limitantes por la actual administración, demostrará una vez más que las instituciones electorales sirven, cosa de hecho ya está ocurriendo.
Porque así se monten menos casillas de las que el gobierno demanda (reclamo tramposo porque al INE no se le dio el presupuesto requerido para desplegar un esquema de urnas tipo elección presidencial), es previsible que como ha sucedido en todo el siglo las mesas de votación se instalen, los votantes acudan y los votos se registren sin mayor contratiempo. Y, sobre todo, que el conteo de las papeletas sea confiable. Se dice fácil, pero tener eso, votaciones confiables, costó décadas de muertes, frustración y rezago.
Entonces, si el gobierno quería una consulta y eso tendrá, si su movimiento ha sido capaz de activar este mecanismo y se advierte que desde el oficialismo hay en marcha una gran movilización para ratificar a su líder, si todo el país está inmerso en si queremos acudir a votar para que Andrés Manuel López Obrador se vaya o siga, por qué AMLO parece –una vez más— enervado con la marcha de las cosas, incluso cuando por supuesto nadie cree que ni remotamente pueda perder su chamba o siquiera enfrentar un resultado reñido.
Puesto de otra manera: ¿qué es lo que realmente el presidente de México busca con esta revocación que nadie pidió sino él? La respuesta obvia pero insuficiente es que ha lanzado el ejercicio para afianzar su popularidad o su centralidad en el debate, pero descontado que eso ya lo ha logrado incluso antes de que culmine el ejercicio programado para el Domingo de Ramos, la verdad debe estar en otra parte.
Consultas y asambleas son parte indiscutible del quehacer político de Andrés Manuel desde sus inicios como dirigente en su natal Tabasco. Ese talante es explotado por el mandatario para subrayar la consistencia del discurso de que el pueblo es quien decide, lo mismo para instalarse en plantón en el Centro Histórico de la capital tras las elecciones de 2006, que para cancelar en 2018 el aeropuerto que se construía en Texcoco, pasando por supuesto por preguntar en 2021 sobre si se deben juzgar a expresidentes de la República.
Así se ha construido la legitimidad lopezobradorista para estos mecanismos participativos, y la coronación de los mismos será en el segundo domingo del abril en curso, cuando ni más ni menos López Obrador se ponga en manos de sus seguidores, de su pueblo.
Todos estos ejercicios promovidos por Andrés Manuel, empero, han acarreado consecuencias de calado más allá de su movimiento. Si bien no pudo impedir la asunción de Felipe Calderón como presidente, el vigor del plantón de 2006 derivó en cambios institucionales que fueron vistos como concesión para aplacar la sonora protesta de quienes reclamaban fraude. El entonces Instituto Federal Electoral y su correspondiente ley de entonces, cuya presidencia fue descabezada, pagaron buena parte de esos costos.
Y si hiciera falta demostrar la contundente forma en que AMLO usa los resultados de estas movilizaciones, baste recordar que justo el mes pasado, en ocasión de la apertura del aeropuerto Felipe Ángeles, se reactivó la discusión sobre lo conveniente o no que fue sepultar el NAIM, terminal aérea frustrada mediante una consulta que ni siquiera tuvo carácter legal y fue todo menos masiva. Haiga sido como haiga sido ese remedo de referéndum fue usado, exitosamente, como vox populi vox dei para cancelar Texcoco.
En sentido opuesto se podrá alegar que el año pasado el Gobierno tropezó con la consulta para enjuiciar a los expresidentes de la República. Pocos votos (ni la quinta parte de los necesarios para que fuera vinculante), y nada competida: su improcedencia –la aplicación de la ley no se consulta— quedó evidenciada en la desproporción de quienes votaron a favor o en contra (9 a 1) de algo que es obligación del presidente que juega a lavarse las manos apelando al pueblo cada vez que le conviene no enfrentar obligaciones o fracasos.
No es descartable, sin embargo, que López Obrador haya visto los resultados del ejercicio contra los expresidentes como un doble termómetro: pudo concluir que usar a sus predecesores de piñata sí enciende a su feligresía pero casi nada a los ajenos, y que había de revisar las capacidades de acarreo de los operadores morenos, pues solo lograron 7 millones de votos, lejos de la cuarta parte de lo alcanzado en 2018 cuando fue elegido.
Mas hoy estamos ante una consulta sin precedente. No solo porque es una novedad incluida en la ley durante este sexenio y a petición de López Obrador, sino porque lo que está en juego no es el derrotero de una forma de protesta, el de una obra “corrupta” o el de los mandatarios del pasado inmediato. Es que se ha decidido poner un espejo para preguntarse cuánta aceptación tiene el líder indiscutible y sin sanedrín alguno del movimiento. De forma que para el gobierno no hay escenario en que las cosas salgan mal.
Porque se trata, sustancialmente, de un ejercicio de ratificación de López Obrador. El presidente ha decidido tonificar el músculo de su movimiento a escasos dos años de la renovación sexenal. Y la mejor manera de hacerlo es pidiendo a su base que le refrenden su adhesión plena, sin matices: quiero que sigas, por lo visto en estos tres años y medio y por cualquier cosa que venga, no te vayas. Y quiero que veas que votaré y promoveré el voto cada vez que sea necesario. Amén.
Así que la revocación será usada, primordialmente, para cerrar filas. Y en esta ocasión el movimiento no se puede quedar demasiado lejos del 40 por ciento del padrón electoral, la cifra que hace vinculante los resultados de la consulta. Nadie espera que acuda tan importante volumen de ciudadanos, equivalente al 37,3 millones de votos, pero entre ese techo y el suelo de los 7 millones de la votación para enjuiciar expresidentes estriba el reto de Morena.
El presidente cuenta con la mayoría de las gubernaturas, con el control en el Congreso y con un equipo tan alienado que incluso abandonan su cargo público para irse a promover la revocación, como es el caso del subsecretario de seguridad Ricardo Mejía Berdeja. Y tiene una aprobación de 58% (según el sitio Oraculus). Una marca bien posicionada, y tan nutrido y encendido grupo de colaboradores que no conciben diferencia entre función pública y de partido, debiera traducirse en una jornada histórica para AMLO el 10 de abril.
Si así no ocurriera, si se repite un mal resultado –y es debatible qué es un mal número, por ejemplo Morena convocó a 16,7 millones en las elecciones intermedias-, AMLO podría verlo como la oportuna señal de que su equipo ha sucumbido a las grillas internas –mucho pueblo para tan poco partido— pero sobre que sus adversarios han logrado, por medio del INE, acotarle sus márgenes para impedirle movilizaciones a modo.
El mal resultado sería motivo de una corrección en lo interno, que hará en privado; jalón de orejas y fuertes reclamos, como lo hizo con Claudia Sheinbaum luego de que Morena perdiera el año pasado media capital, pero prácticamente cualquier resultado, más malo o más bueno, será utilizado en el plano público de forma explosiva.
Esos serían los objetivos de Andrés Manuel con la revocación: no se somete al mismo para dar ejemplo democrático, sino para acaparar la atención de la vida pública, para afinar su maquinaria electoral rumbo a las siguientes citas –6 estados en 2022, 2 pero importantísimos en 2023, y por supuesto la sucesión presidencial en 2024-- y para liberarse de las camisas de fuerza que impone la ley a las autoridades para que no interfieran en los comicios.
Lo primero empobrece el debate público –otra vez todo lo nacional se trata de él y solo de él--, lo segundo evidencia que Morena ha ido más lejos que otros partidos a la hora de aprovecharse de la posición pública para hacer proselitismo partidista, pero lo tercero significa el riesgo de un retroceso histórico.
Si Andrés Manuel logra utilizar el resultado de la revocación para energetizar su intención de modificar la ley y las instituciones electorales no hay misterio de la orientación que buscarán esos cambios.
El garlito de que se buscará un marco regulatorio y organizativo más democrático y económico, una nueva manera de lograr la representación en el Congreso al eliminar plurinominales y más legitimidad de las autoridades electorales es eso, un artificio para quitar las amarras, caras y redundantes, cierto, de un sistema construido precisamente por la desconfianza en quienes detentan el poder.
Incluso en el escenario de que urgiera mejorar el marco normativo de la revocación misma, esa corrección nada tendría que ver con retocar una ley electoral que limita muchas cosas, es cierto, pero no ha impedido lo fundamental: procesos de elección de autoridades aceptados hoy por todas las fuerzas electorales.
Al final de cuenta resulta evidente que la revocación no es ni siquiera sobre AMLO. Es un instrumento para fortalecer a su movimiento, por un lado, y para socavar los límites del poder –discursivos y operativos-- que han hecho que las elecciones sean tan equitativas y limpias como hemos logrado que sean hasta hoy.
No hay sistema legal a prueba de la trampa, lo vimos en Sinaloa el año pasado, donde se denunciaron acciones del crimen organizado. Pero los principales problemas de las elecciones mexicanas están lejos de ser los árbitros federales, el costo mismo de los procesos o incluso la cantidad de legisladores en el Congreso.
Y tampoco hay problema en incorporar nuevas figuras de participación ciudadana, como la revocación, que sin embargo al manipularse podría pasar de agradecible avance a caballo de Troya que en su debut fue usado como ariete para desmontar los controles ganados en medio siglo.