El camino más peligroso pero más directo

Baudelaire recomendaba embriagarse para sortear los embates del tiempo y atrapar lo nuevo

Charles Baudelaire, retratado por Courbet en 1847.

En la obra de Charles Baudelaire hay una serie de asuntos que fueron en su día estrechemente familiares para muchos. Más que familiares, se convirtieron en una suerte de educación sentimental. Una educación hecha a la contra, construida con el afán de aniquilar cualquier convencionalismo, con una marcada querencia por la distinción. Si hay que empezar por alg...

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En la obra de Charles Baudelaire hay una serie de asuntos que fueron en su día estrechemente familiares para muchos. Más que familiares, se convirtieron en una suerte de educación sentimental. Una educación hecha a la contra, construida con el afán de aniquilar cualquier convencionalismo, con una marcada querencia por la distinción. Si hay que empezar por algún lado, seguramente habría que hacerlo por la metrópoli. Al final de sus Pequeños poemas en prosa (Le spleen de París), escribe que ha subido a la montaña y que, desde allí, puede verse la ciudad: “Purgatorio, lupanares, infierno, hospitales, prisión”. Luego la llama “la enorme ramera” y le confiesa (“¡oh infame capital!”) que la quiere.

Esa tensión está ahí en su obra todo el rato. La fascinación por ese monstruo que lo devora todo y, al mismo tiempo, el desafío de conseguir no ser aplastado por el anonimato. Un bulevar puede ser más peligroso que el bosque o la pradera, dice Baudelaire, igual de un zarpazo te reduce a la nada, te tritura. ¿Qué hacer entonces? Pues lanzarse a la multitud, rendirse a ella, pero para hacerlo hay que tener determinadas condiciones. “No todos pueden darse un baño de multitudes: gozar de la muchedumbre es un arte; y solo puede darse un festín de vitalidad, a expensas del género humano, aquel a quien un hada insufló en su cuna el gusto por el disfraz y la máscara, el odio al domicilio, y la pasión del viaje”.

Esos asuntos que están en la obra de Baudelaire y que resultaron tan familiares para tantos y tantos: habría que ver si 200 años después de su nacimiento siguen todavía ahí, o si ya habitamos en realidad en otro mundo. El suyo es el de la gran ciudad, el del paseante que la descubre y recorre de manera incansable, el de los paraísos artificiales, el del hastío y el aburrimiento, el de las flores del mal, el de la figura del dandi: “El dandi debe aspirar a ser sublime sin interrupción; debe vivir y dormir delante de un espejo”, escribió, quién sabe ya si como una condena o como el único camino para alcanzar la salvación.

Es en El pintor de la vida moderna donde acaso Baudelaire explica con mayor claridad lo que terminó siendo una suerte de programa de vida, y lo que marcó de manera radical la fisionomía del futuro. El lugar de arranque es de nuevo la metrópoli: “La multitud es su ámbito”, explica, “como el aire es el del pájaro y el agua el del pez”, y es ahí donde tiene que ocurrir todo. “Nuestro personaje se ha puesto, así, en camino; corre, busca. ¿Y qué busca?”, se pregunta. “Busca ese algo que cabe denominar la modernidad…”. “Extraer lo eterno de lo transitorio”, considera después. Pero el peso está siempre en lo transitorio, en lo que cambia, en lo fugaz: la novedad permanente. Atrapar cuanto sucede vertiginosamente, de eso se trata, y para hacerlo conviene “no sentir el horrible fardo del Tiempo” y, para conseguirlo, “es preciso emborracharse sin tregua”. He ahí unas pautas, un plan.

“El poeta había aprendido a beber, igual que un cuidadoso literato se ejercita en hacer cuadernos de apuntes”, escribió a propósito de Edgar Allan Poe. Para volver a encontrar “las visiones maravillosas o aterradoras” con las que había tropezado “en una tempestad anterior”, dice Baudelaire que “tomaba el camino más peligroso pero más directo”. El de los excesos. Esa fue una de sus enseñanzas, y muchas veces marcó de manera trágica a quienes se adentraron en sus flores del mal.

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