Cataluña, ¿prólogo o epílogo?
El referéndum ilegal del 1 de octubre de 2017 terminó por revelar que en el independentismo hay distintas corrientes. Ahora, durante la formación del nuevo Govern, cada fuerza política ha mostrado sus propias estrategias
Tres años y medio después, la alargada sombra del 1 de octubre de 2017 todavía condiciona la política catalana y, por ende, la española. La celebración del referéndum ilegal y la fracasada declaración de secesión acabaron con la apariencia de que en Cataluña existía una única corriente independentista. Nunca fue así y hoy sus diferentes ramas no comparten un relato sobre lo acontecido. La falta d...
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Tres años y medio después, la alargada sombra del 1 de octubre de 2017 todavía condiciona la política catalana y, por ende, la española. La celebración del referéndum ilegal y la fracasada declaración de secesión acabaron con la apariencia de que en Cataluña existía una única corriente independentista. Nunca fue así y hoy sus diferentes ramas no comparten un relato sobre lo acontecido. La falta de diagnóstico común lastró el Gobierno de Quim Torra y ha llevado a sus dos actores principales, ERC y Junts per Catalunya, a las puertas de la repetición electoral.
Para los de Oriol Junqueras el 1-O fue un hito organizativo. La constatación de que en una parte muy sustancial de la sociedad catalana se ha consolidado la idea de una Cataluña-Estado. Pero también de que esta debe recabar más apoyo para acometer y resistir un proceso de separación, en principio, mediante un referéndum pactado y legal. Para ERC lo crucial es el número de independentistas: ser más y que el anhelo sea más transversal.
Por el contrario, para los de Carles Puigdemont el 1-O significó la pérdida de la inocencia. Vista la aplicación del artículo 155 y de los procesos judiciales abiertos a los líderes independentistas, consideran necesario atizar y hacer aflorar el conflicto, para crear las condiciones de una nueva ola movilizadora que permita desbordar el Estado en un nuevo momentum. Para Junts lo crucial no es el número de independentistas, que ya consideran suficiente, sino su organización y actuación.
En la primera estrategia, la Generalitat es una herramienta válida: ganar apoyos pasa por gobernar mejor y hacerlo desde una vertiente más social para llegar al segmento de ciudadanos con una media de ingresos menor, siempre más reacio a la idea independentista. Para ello, ERC pretende realzar la institución y afianzar el autogobierno con una mirada de longue durée —los cuatro primeros presidentes de la Administración moderna, creada en 1931, eran de Esquerra—.
Para la segunda estrategia, la Generalitat es un engorro: mantener el conflicto pasa por negar un autogobierno real y presentarla como una mera diputación, con más atribuciones administrativas que políticas. Para ello lo esencial no es reforzarla sino contraponer su autonomismo a un organismo independentista verdadero, el Consell per la República. Para ello, Junts rehúye a su matriz innegable —la Generalitat pujolista— y se presenta como foc nou (fuego nuevo), en la mejor tradición regenerativa de los movimientos nacionalistas.
Aunque pueda parecerlo, la pugna entre planteamientos no es, para nada, filosófica. Junts se ha creado ad hoc alrededor de un líder providencial, Puigdemont, y necesita de manera constante ponerlo en el centro del ring. Con el tiempo y como se ha visto en los dos últimos meses incluso más de lo que quizá al propio president le placería. El partido-movimiento está en fase de consolidación y, al margen del suyo, no tiene liderazgos asentados.
Junts, por otra parte, necesita formar parte del Gobierno para cohesionarse. Aquellos que han optado por entrar en política para romper el techo de cristal de sus respectivas profesiones no lo han hecho para permanecer invisibles en un escaño. Los altos cargos y cargos de confianza ya en el Gobierno tampoco estaban dispuestos a pasar a unos inciertos cuarteles de invierno. Ahí radica gran parte del enfado interno y la negativa a la propuesta de Jordi Sánchez de dejar que ERC conformase un Gobierno en solitario.
Sin embargo, el apoyo al nuevo Ejecutivo es cosa de tres. La amalgama de organizaciones que conforman la Candidatura de Unidad Popular, la CUP, presta sus nueve diputados para investir a Pere Aragonès durante dos años. Por estas fechas, en 2023, el próximo presidente de la Generalitat ha aceptado someterse a una moción de confianza para que la CUP valore si su acuerdo bilateral con ERC se cumple, si el Ejecutivo desobedece las leyes españolas de manera suficiente, si sus políticas son radicalmente públicas —algo improbable con Junts al timón de Economía y Hacienda, Salud y Derechos Sociales— y si la mesa de diálogo entre los gobiernos de España y Cataluña da algún fruto. Aunque estamos acostumbrados a giros argumentales insospechados es probable que entonces muera la legislatura.
Con todo, el mayor foco de tensión con la CUP vendrá de su enfrentamiento con el departamento de Interior, a partir de ahora en manos de ERC. La cuestión es irresoluble porque no es coyuntural. La matriz ideológica de los sectores más antiestatistas de la CUP los hace contrarios a cualquier actuación de los Mossos d’Esquadra, mientras que la de sus sectores más nacionalistas los lleva a considerarlos poco menos que “cipayos”. Como ya se evidenció en febrero con los disturbios tras la detención de Pablo Hasél, si se producen altercados de calado, el desencuentro estará servido.
Ni la CUP ni Junts confían, por otra parte, en la mesa de diálogo, en la que junto a ERC solamente se plantean pedir la amnistía política de los independentistas encausados y un referéndum de autodeterminación. Dan a Esquerra dos años para abrir negociaciones con el Gobierno de España con el convencimiento que fracasarán —de manera lógica— ante su posición maximalista. Por tanto, para la CUP y Junts ahora se abre un compás de espera hacia lo previsible.
Con la conformación del Ejecutivo ambos ganan tiempo para preparar el camino a un nuevo momentum —que en el nuevo argot se denomina “embate (democrático) al Estado”—. De ahí el apoyo de la CUP a la formación de gobierno. No por responsabilidad como se ha dicho, sino porque sin dominar los recursos de la Generalitat no hay confrontación posible.
Por su parte Esquerra no tiene mucha más confianza en la mesa de diálogo que sus compañeros de viaje, pero su planteamiento de sumar adhesiones a la causa independentista también necesita tiempo. Tiempo para capitanear la Generalitat y demostrar en Cataluña, pese a las dificultades notorias en el horizonte, que ERC es un partido de orden. Aquí entra en juego la presidencia de Aragonès.
Esquerra ha cedido más ámbitos gubernamentales de peso de los que pretendía por considerar que desde la máxima autoridad en Cataluña podrá proyectar la auctoritas del cargo y recuperará la marca de la Generalitat, muy devaluada durante la anterior presidencia. Si cabe una única certeza en la nueva etapa es que Aragonès —a las puertas de los 40 años ha dedicado veinte a la política profesional— dará una imagen muy diferente de la del president Quim Torra. Con él la institución recuperará un cierto déjà vu de liderazgos pretéritos.
A todos estos vectores cabe añadir un horizonte electoral seguro: las municipales de mayo de 2023, que Junts necesita para consolidarse en el territorio y en las que pugnará con su antiguo socio del PDeCAT. Si no se anticipan, en noviembre de 2023 se dará la cita de las elecciones generales, clave para la estabilidad también del Gobierno catalán. Una victoria del Partido Popular —más si llegase con el apoyo de Vox— cohesionaría los tres independentismos y a sus electores. Una del tándem PSOE–Podemos, con indultos y algún plato a medio cocinar en la mesa de diálogo, podría dar aire a ERC. De ahí la necesidad de Junts por torpedear cualquier relación en Madrid entre socialistas y Esquerra. Es pronto para vislumbrar el final, pero durante los dos siguientes años o bien viviremos el epílogo de la etapa iniciada con la preparación del 1-O de 2017 o bien asistiremos al prólogo de un nuevo ciclo de conflicto.
Joan Esculies es historiador y periodista.